Del uso de himnos y coros en la adoración

Rubén Gómez

06 DE JULIO DE 2024 · 01:48

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En uno de mis anteriores artículos publicados en esta misma sección[i] he tenido la oportunidad de realizar algunas observaciones sobre ciertas tendencias (¿derivas?) que se vienen observando en el culto comunitario de un tiempo a esta parte. Hoy me centraré en un área concreta: el canto congregacional. Soy plenamente consciente de que ir contracorriente no es fácil, y de que generalizar siempre conlleva un riesgo. No es mi intención denostar lo nuevo per se ni idealizar lo tradicional (“antiguo”, si se prefiere); me conformo con introducir algunas ideas que puedan servir de contrapunto a lo que sucede con cada vez mayor frecuencia en bastantes iglesias evangélicas, sean de la denominación que sean. A fin de disipar cualquier duda o malentendido, diré que me gusta mucho la música –todo tipo de música– y el canto. De niño estudié solfeo y poco después aprendí a tocar la guitarra. Ya en el ministerio pastoral, he dirigido a distintas congregaciones en la alabanza, tanto tradicional como contemporánea, en muchísimas ocasiones. Mi generación, buena conocedora del riquísimo acervo musical proveniente de la Reforma, también fue la primera que comenzó a cantar los famosos “coritos” en las iglesias evangélicas a raíz de la influencia del Jesus Movement de principios de los años 70 del siglo pasado. Asimismo, fuimos pioneros en la introducción de otros instrumentos que no fueran el órgano o el piano en los cultos. El punto de partida de la adoración es el conocimiento de Dios.Él nos invita a conocerle y nos encomienda la tarea de darle a conocer. Esa doble vertiente debería estar siempre presente en el culto cristiano y, por descontado, también en el canto congregacional. Así que lo relevante no es la forma en sí de la adoración, sino si se adora o no de acuerdo a la voluntad de Dios. Sucede que de manera más o menos sutil se ha ido produciendo un cambio en la alabanza durante las últimas décadas. Por un lado, hemos pasado de cantar directamente las palabras inspiradas de Dios en la Biblia (básicamente salmos), o bien tamizadas a través de las composiciones de grandes teólogos, a cantarle a Dios nuestras propias palabras. En el primer caso se canta acerca de Dios y de lo que él nos dice, mientras que en el segundo se le canta a Dios lo que nosotros pensamos. Esto ha provocado que la alabanza musical pase de ser algo objetivo que se hace y, por tanto, en lo que se participa comunitariamente, a algo subjetivo que se siente y que, por consiguiente, se experimenta de forma individual (aunque estemos en medio de una multitud). Hay un segundo factor, el hecho de vivir en plena cultura del entretenimiento, que ha hecho que los grupos de alabanza corran el serio peligro de actuar y entretener, abandonando así su papel de facilitadores de la alabanza y convirtiéndose en protagonistas de la misma. Y todo esto mientras el resto de la congregación asiste al espectáculo de forma un tanto pasiva, cuando no desconcertada. Resulta paradójico, pero en muchos sentidos hemos vuelto a la situación anterior a la Reforma Protestante del siglo XVI. Durante siglos, el pueblo congregado no cantaba ni interpretaba melodías. Todo lo hacían los “profesionales” (músicos y cantores). Fue la Reforma la que introdujo la participación de toda la comunidad en los cantos, que servían además para instruir a las personas, en su mayoría analfabetos, en un idioma que por fin podían entender. Ahora parece que la música vuelve a estar en manos de unos pocos, y el que pueda que se acople. Cada poco tiempo se cambia el repertorio y muchas personas ni siquiera tienen tiempo de aprenderse las letras. Antes cantaba toda la congregación; ahora cantan mucho unos pocos, pero muchos no cantan. En el mejor de los casos, balbucean. Y yo me pregunto: ¿es esto de verdad lo que queremos? Una adoración cristiana y bíblica digna de ese nombre es la que tiene lugar en el seno de la congregación de creyentes, no en el escenario. Por lo general, los himnos evangélicos o protestantes tradicionales se centran fundamentalmente en Dios y hablan de sus atributos. Reconocen la soberanía del Señor, son didácticos y apelan esencialmente al entendimiento como base para la acción. Algunos enseñan doctrinas fundamentales de las Escrituras; otros sirven para confesar nuestros pecados y suplicar el perdón divino. También los hay evangelísticos, de comunión, de confianza o de consagración. Por su parte, muchos coros actuales tienden a centrarse más en nosotros, en nuestros sentimientos y necesidades subjetivas. Algunos son inanes y en realidad no dicen nada relevante o se limitan a repetir machaconamente las mismas ideas. Por último, y esto es lo peor con diferencia, hay ciertas letras que resultan bíblica y teológicamente más que cuestionables. Resulta imposible hacer aquí un análisis pormenorizado del asunto, pero cualquier lectura sosegada y crítica de los himnarios y libros de coros que podamos tener a mano nos puede servir para comprobar lo anteriormente expuesto. Siempre hay excepciones honrosas, por supuesto, pero la tendencia general está ahí para todo el que quiera verla y reflexionar. En muchos casos los himnos cuentan con una calidad musical, poética, espiritual y teológica considerablemente superior a la de los coros contemporáneos que solemos cantar. ¿Quiere esto decir que hay que renunciar a cantar coros y sólo debemos cantar himnos? ¡De ninguna manera! Pero tampoco podemos permitirnos el lujo de perder ese maravilloso patrimonio y enorme riqueza que nos han legado generaciones anteriores de creyentes. No hay nada malo en expresar nuestra emotividad humana a la hora de adorar a Dios (¡todo lo contrario!). Sin embargo, algo falla cuando se hace de nuestros sentimientos y emociones la base de la adoración, o cuando la adoración no sobrepasa el plano emocional y se traduce en cambios prácticos y reales en nuestra vida. La clave está en saber en qué consiste la adoración, y luego en utilizar los medios más apropiados para transmitirla y canalizarla de forma adecuada. La adoración debe involucrar nuestro cuerpo, mente y espíritu, pero nunca debe perseguir el agradarnos a nosotros mismos o hacer que nos lo pasemos bien, sino agradar a Dios y dar testimonio de él. Para ello se pueden hacer las cosas de maneras muy diversas, teniendo en cuenta la gran diversidad de culturas, razas, lenguas, edades y caracteres, pero siempre conservando y potenciando aquello que hemos recibido y que forma parte del patrimonio cristiano. Sé que esto sonará extraño a muchos oídos, pero un culto en el que hay un preludio musical, donde se realiza una confesión comunitaria de pecado, se recita el Credo Apostólico, se hace una lectura bíblica antifonal, se ora el Padrenuestro, se canta el himno “Castillo fuerte es nuestro Dios”, se predica sobre la divinidad de Jesucristo y se finaliza con una doxología y un postludio puede tener tanto o más de adoración genuina y profunda que otro que comienza con un tiempo de alabanza compuesto íntegramente por coros, donde se ora espontáneamente, alguien da un testimonio de su experiencia cristiana y se predica sobre cómo vencer la depresión. Y viceversa, claro. No es cuestión de tener que escoger entre un modelo u otro, o entre himnos y coros, sino de tomar lo mejor de ambos y ponerlo al servicio de la auténtica adoración a Dios: que le conozcamos más y que a través nuestro otras personas también lleguen a conocerle. Rubén Gómez - Pastor, autor y traductor - España

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