La ciudad de Dios: viviendo en medio del vendaval

Aunque vivamos en medio del torbellino, somos portadores de la esperanza y embajadores de la luz en medio de la desesperación.

15 DE FEBRERO DE 2023 · 13:04

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Imagen de Wai Siew en Unsplash.

Durante años vivimos la calma antes de la tormenta. Pero ahora, los vientos arrecian y a mí me parece que la tempestad ha empezado.

Por todos los factores que he expuesto a lo largo de los últimos meses, he llegado a la conclusión que Europa se va a enfrentar a sanciones divinas que sacudirán los mismos cimientos de nuestra sociedad. A estas alturas surge lógicamente la pregunta:

¿Es inevitable este juicio?

Desde luego, no soy profeta, ni pretendo conocer los planes de Dios, pero desde mi perspectiva las primeras sacudidas de estos juicios ya se dejan notar. Esto significa que el momento de pararlos ya ha pasado. Esta conclusión mía no solo se debe a razones y argumentos sacados de la Biblia. Toma en cuenta lo que expertos en diferentes áreas llevan publicando sobre unos cuantos desastres políticos, económicos y sociales que se avecinan o han empezado. Al lector le voy a ahorrar la lista correspondiente, pero pienso publicarla en su momento. Y como casi ninguno de estos especialistas es afín a la fe cristiana, no se les ocurre llamarlo “juicio divino”. Yo sí que me atrevo a llamarlo así.

En otras palabras: ya hemos pasado el punto de no retorno. Esta expresión viene de la aviación y describe el momento más crítico de un despegue. Mientras el avión acelera hasta alcanzar velocidades entre 220 y 230 km/h, los pilotos están pendientes de todos los parámetros que marcan sus instrumentos. Si se necesita detener el despegue, debe haber suficiente espacio en la pista. Después de alcanzar un punto específico, el despegue tiene que continuar hasta que el avión alcance la velocidad suficiente para levantarse del suelo. En otras palabras: si el avión pasa el punto de no retorno tiene que despegar sí o sí. No se puede parar el despegue.

Tenemos muchos ejemplos de este punto de no retorno en la Biblia. Todos tienen un principio en común: cuando se acabó el tiempo de la paciencia divina, el juicio es inevitable. A continuación vienen unos pocos ejemplos. Como veremos no solamente se refieren al pueblo de Israel.

  • Dios hubiera pospuesto el juicio sobre Sodoma y Gomorra por un número mínimo de creyentes en estas ciudades. Al no darse esta circunstancia, el juicio ya no se podía parar (Génesis 18 y 19:17).

  • Los amorreos tenían un tiempo de gracia que finalmente terminó. A partir de este momento, el juicio sobre ellos ya no se podía parar (Génesis 15:16).

  • Lo mismo ocurrió con los asirios: después de la predicación de Jonás, Dios paró el juicio. Cuando volvieron a la idolatría y no reaccionaron a la predicación del profeta Nahum, el juicio era imparable (Nahum 1:1-3, por ejemplo).

  • En los tiempos de Jeremías, el profeta denunciaba una y otra vez la degeneración del pueblo y sus falsas alianzas políticas hasta que finalmente llegó el momento de no retorno. Entonces Dios anunció a través de Jeremías que incluso se podía ahorrar interceder por su nación porque no serviría para nada (Jeremías 7:16, 11:14).

 

¿Cómo vivir en medio del juicio?

Entonces, ¿qué hacemos? Hace falta valor y realismo para llegar a la conclusión que Dios aplica sanciones a los rebeldes en tiempo e historia. Y tenemos que tener la audacia de admitir que soportar las consecuencias puede llegar a ser una realidad en nuestras propias vidas. Nos hemos acostumbrado tanto a pensar que Dios siempre nos salvará de todas las calamidades de la vida, sean enfermedades, escaseces, pérdidas o guerras, que perdemos de vista que su paciencia también se agota.

No ha sido así la experiencia de millones de cristianes a lo largo de la historia. La fe cristiana no se exterminará, ni se hundirá. Pero cada nación y cada persona individual puede sufrir las consecuencias de sus actos de rebelión contra Dios. Y sí formamos parte de una sociedad bajo el juicio de Dios, este será en muchos casos un juicio colectivo.

Sí, la eterna salvación del creyente individual está garantizada por el Señor mismo. Y también es cierto que las puertas del Hades no prevalecerán contra la Iglesia. Pero esto no es garantía que nunca nos pase nada malo y que Dios siempre nos protegerá de todo lo que nos es adverso, al estilo de padres sobreprotectores con hijos mal acostumbrados.

Muchos cristianos fueron echados a los leones en Roma unos cuantos perdieron sus vidas en el hundimiento del Imperio Romano. Llevamos dos milenios de persecución e incontables creyentes han sufrido en sus propias carnes las consecuencias de la soberbia de sus respectivos gobiernos que se han rebelado contra Dios. Ningún rapto les ha salvado de desastres cuyos responsables no eran ellos. Al mismo tiempo estos hermanos sufridos han llevado el evangelio a muchos que sufrían los mismos desastres que ellos, pero sin tener la esperanza viva de los creyentes.

Hacer que nuestro entorno sea un oasis

Sin embargo, el pueblo de Dios no queda desamparado. Tiene la posibilidad no solamente de sobrevivir en medio de los vendavales que le vienen encima, sino que además tiene armas poderosas de defensa e incluso de ataque.

Todo esto nos lleva a constatar otra verdad: aunque vivamos en medio del torbellino, somos portadores de la esperanza y embajadores de la luz en medio de la desesperación. Esto es cierto para el creyente individual y también para una iglesia.

Aunque parece increíble, sin embargo es una verdad profundamente bíblica: el creyente -y por ende la iglesia- puede acondicionar un espacio que se asemeja a un pedazo del cielo al lado del infierno donde Dios mismo irrumpe en los desastres que nos rodean. Se llama “Reino de Dios”. Este Reino es invisible, empieza dentro de personas individuales pero luego tiene efectos inmediatos a todo lo que les rodea.

La expresión Reino de Dios se empieza a usar con la primera venida de Jesucristo, pero hay un salmo que describe su realidad en metáforas muy alentadoras. Es el famoso salmo 46.

El tema central del salmo es la confianza del creyente en Dios, en medio de devastaciones monumentales. Esta ciudad de Dios del cual habla el salmo, el Reino del Altísimo, es invencible. Pero no porque Dios la saque del mundo, sino porque la protege en medio del mundo. Esta verdad es poderosa, pero a veces poco entendida y aún menos predicada: como creyentes no estamos exentos de catástrofes. También un creyente puede morir de hambre, perecer en una guerra o sufrir enfermedades y escasez. De hecho, no se puede leer ni una página en el NT sin enfrentarse con el hecho de que los creyentes también sufren. Jesús lo reduce a una frase: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33).

Nadie ni nada puede impedir que esta visión del salmo 46 sea una realidad en nuestras vidas. La oscuridad que nos rodea hace que el sol de nuestra esperanza en Cristo reluzca de forma aún más brillante. Donde anda un creyente, allí anda un embajador del Reino de Dios, una persona que representa la vida y la esperanza. Las circunstancias pueden ser adversas, pero no imperantes. El pueblo de Dios no se deja dominar por las circunstancias - más bien las domina. La ciudad de Dios sigue en pie.

Un ejemplo magnífico de esta gran verdad era el pastor y teólogo Dietrich Bonhoeffer. Su mera presencia y su forma de vivir en la cárcel en medio de la barbarie nazi era capaz de infundir esperanza y ánimo a los que le rodearon y le escucharon cantar y orar. Desde la cárcel y poco antes de ser ejecutado en el campo de concentración de Flossenbürg escribió esta poesía:

¿Quién soy? Me dicen a menudo

que salgo de mi celda

sereno, risueño y firme,

como un noble de su palacio.

 

¿Quién soy? Me dicen a menudo

que hablo con los carceleros

libre, amistosa y francamente,

como si mandase yo.

 

¿Quién soy? Me dicen también

que soporto los días de infortunio

con indiferencia, sonrisa y orgullo

como alguien acostumbrado a vencer

 

¿Soy realmente lo que los otros dicen de mí?

¿O bien sólo soy lo que yo mismo sé de mi?

Intranquilo, ansioso, enfermo, cual pajarillo enjaulado,

pugnando por poder respirar, como si alguien me oprimiese la garganta,

hambriento de colores, de flores, de cantos de aves,

sediento de buenas palabras y de proximidad humana, temblando de cólera ante la arbitrariedad y el menor agravio,

agitado por la espera de grandes cosas,

impotente y temeroso por los amigos en la infinita lejanía,

cansado y vacío para orar, pensar y crear,

agotado y dispuesto a despedirme de todo.

 

¿Quién soy? ¿Este o aquel?

¿Seré hoy este, mañana otro?

¿Seré los dos a la vez? ¿Ante los hombre un hipócrita,

y ante mi mismo un despreciable y quejumbroso débil?

¿O bien, lo que aún queda en mi semeja el ejército batido que se retira desordenado ante la victoria que tenía segura?

 

¿Quién soy? Las preguntas solitarias se burlan de mi.

Sea quien sea, tú me conoces, tuyo soy, ¡oh Dios!1


No cabe duda que estas palabras son muy alentadoras y nos enseñan varias cosas:

Primero: no somos víctimas de las circunstancias. Una cárcel no decide sobre nuestra libertad. Cada juicio también es una oportunidad.

Y en segundo lugar: la realidad de nuestro Señor convierte nuestra debilidad en fuerza.

Pero hay algo más: Dios no nos ha dejado desamparados. Ha puesto en nuestras manos dos armas que son de gran impacto, si el pueblo de Dios las usa. De esto escribiré en el siguiente artículo.


 

1Dietrich Bonhoeffer, Resistencia y Sumisión, ed. Sígueme, Salamanca (2003), pp. 243 ss.

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