Las oraciones de una madre
Mónica solía orar regularmente por su esposo y sus hijos, y tuvo el privilegio de ver que sus oraciones se vieran cumplidas.
12 DE MAYO DE 2021 · 12:15

El primer domingo de mayo se suele celebrar en España el día de la madre. En muchos otros países esto ocurre una semana más tarde. Me parece razón suficiente, aunque con un poco de retraso, para recordar a una de las madres que más influencia ha tenido en la historia de la Iglesia. Y eso que no publicó nada, no participó en ningún concilio y es una perfecta desconocida para mucha gente. Sin embargo, sin ella el mundo echaría en falta a uno de los teólogos más importantes de todos los tiempos. Estoy hablando de Mónica, la madre de Agustín de Hipona.
Se dice que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer y, en este caso, una madre que lo crió y educó. No cabe duda: fue así en el caso de Mónica. Sus mayores cualidades fueron la paciencia, la persistencia y su piedad personal.
Un gran ejemplo
Sabemos poco de esta mujer, y lo poco que sabemos es gracias a lo que nos cuenta su hijo en sus sus famosas Confesiones. Era africana, probablemente de origen bereber, dado su nombre. Nació en el año 331 en Tagaste, un centro de cultura bereber hoy situado en el este de Argelia.
Se casó a una edad muy temprana con Patricio, un pagano romano que ocupaba un cargo oficial en Tagaste. Patricio era conocido por su personalidad tempestuosa y su vida desenfrenada. Él y sus padres eran paganos, mientras que Mónica procedía de una familia cristiana. Por lo visto Mónica no se dio cuenta del verdadero carácter de Patricio hasta después de casarse con él. Era aún muy joven. Agustín indica que se casó nada más alcanzar la edad para contraer matrimonio. Patricio era mucho más mayor que Mónica, como era la costumbre en aquel entonces.
A pesar de todo, siguió siendo una cristiana fiel y diligente, cuidando de su esposo, sus hijos y dando limosnas a los pobres. Lo último le costó más que una bronca por parte de Patricio, que tenía poco interés en gente sin recursos. Agustín escribió que su madre "daba todo lo que podía a los pobres, para que la comunión del cuerpo del Señor se celebrara correctamente en esos lugares".
Pero Mónica destacaba sobre todo por una cosa: solía orar regularmente por su esposo y sus hijos, y tuvo el privilegio de ver que sus oraciones se vieran cumplidas. Un año antes de su muerte, Patricio entregó su vida a Cristo y, finalmente, también su hijo Agustín, que tantos dolores de cabeza había causado a su madre.
Agustín, su hijo, un joven notoriamente díscolo, siguió el mismo camino que su padre. De tal palo, tal astilla. Era mujeriego y le gustaba la buena vida. Mónica hizo todo lo posible para que su hijo Agustín aprendiese de niño los fundamentos de la fe cristiana. Pero el chico tenía otros intereses. Perseguía todo tipo de placeres hedonistas y todo culminó finalmente en una amante que le dio un hijo, Adeodato. De hecho, fue Agustín quien pronunció la famosa plegaria a Dios: "Concédeme castidad y continencia, pero todavía no".
Agustín había abandonado el cristianismo de su madre, coqueteando en cambio con el paganismo y con el maniqueísmo, una popular religión dualista conocida por sus misteriosas ceremonias. Todo esto le dolía a Mónica profundamente. Sin embargo, nunca perdió la esperanza de que Dios cambiara la vida de su hijo.
Mónica no se dejó desanimar
Mónica llevó sus frustraciones y su dolor a Dios. Oraba, ayunaba y lloraba a causa de los caprichos de su hijo. Un pastor que conoció a Mónica lo comentó así: "El hijo de esas lágrimas nunca perecerá".
Finalmente, Agustín huyó de su madre y se fue a Roma. Pero si pensó que de esta manera se iba a librar de ella, se equivocó: Mónica le siguió. Cuando se trasladó a Milán, ella de nuevo le siguió el rastro. Quería estar cerca de su hijo porque le era imposible abandonarlo a su suerte.
Allí, en Milán, Monica iba a pasar uno de los momentos más críticos de su vida. La emperatriz romana Máxima Constancia ordenó a Ambrosio, obispo de Milán, a ceder una de las 10 iglesias de la ciudad a los arrianos. Sin embargo, Ambrosio se negó y tampoco obedeció la orden de abandonar la ciudad. Junto con los miembros de su iglesia, entre ellos Mónica, se encerró en la iglesia principal de la ciudad. Soldados imperiales rodearon la iglesia e impidieron que nadie saliese de ella. Los que se habían reunido dentro estaban dispuestos a morir con su pastor. Pero en vez de usar la violencia empezaron a cantar himnos y salmos hasta que finalmente los soldados que estaban fuera de la iglesia también empezaron a entonar los himnos con ellos. Finalmente, la emperatriz tuvo que claudicar y Arrio se quedó sin iglesia.
La perseverancia de Mónica al final también dio sus frutos en lo personal. Tras 17 años de resistencia, Agustín se convirtió a Cristo guiado por los sabios consejos de Ambrosio, obispo de Milán.
Lo que siguió a la conversión de Agustín fue un periodo de profunda amistad espiritual entre madre e hijo, hasta el punto de que Agustín alabó a su madre en unas palabras inusuales para su época, reacia a ofrecer tan efusivos elogios a las mujeres.
Hasta poco antes de su muerte vivió con su hijo y su nuera en una casa de campo alquilada.
Su muerte
Finalmente en el año 372 deseó volver a su Tagaste natal. Pero no llegó muy lejos. Acompañada por Agustín murió en el viaje al norte de Africa en el puerto romano de Ostia, al embarcar. Agustín nos relata sus últimas palabras:
Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí, muerta a toda esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte cristiano antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?1
Y con estas palabras dejó a Agustín.
Nadie es perfecto
Como siempre, uno está inclinado a colocar a Mónica en un pedestal de la perfección. Sin embargo, no fue perfecta y siempre conviene guardar un equilibrio en las biografías. En sus Confesiones, Agustín cuenta que Mónica había luchado en cierto momento de su vida con el alcoholismo:
Y, sin embargo, llegó a filtrarse en ella (…) cierta afición al vino. Porque mandándole de costumbre sus padres, como a joven sobria, sacar vino de la cuba, ella, después de sumergir el vaso por la parte superior de aquélla, antes de echar el vino en la botella sorbía con la punta de los labios un poquito, no más por rechazárselo el gusto. Porque no hacía esto movida del deseo del vino, sino por ciertos excesos desbordantes de la edad, que saltan en movimientos juguetones, y que en los años pueriles suelen ser reprimidos con la gravedad de los mayores. De este modo, añadiendo un poco todos los días a aquel poco cotidiano, vino a caer (…) en aquella costumbre, hasta llegar a beber con gusto casi la copa llena. (…) Porque discutiendo cierto día la criada que solía bajar a la bodega con la pequeña dueña, como ocurre con frecuencia estando las dos solas, le echó en cara este defecto con un duro insulto, llamándola borrachina.2
Pero Mónica, la "borrachina", acabó por superar este hábito.
Un ejemplo para nuestros tiempos
En todas las épocas hay madres que hacen sacrificios por el bien de sus hijos. Mónica luchó toda su vida para que su hijo volviese a la fe que ella desde su niñez le había inculcado. Finalmente, Dios escuchó sus oraciones y nos regaló uno de los teólogos más importantes de la historia.
Y quién sabe qué madre de nuestros días está criando a otro como Agustín de Hipona.
Notas
1 Agustín de Hipona: Confesiones IX, 26
2 XIII,18
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