La hija de Jefté

¿No había leído Jefté que Jehová había dicho “no matarás”? ¿Quién era él para disponer en frío, sin delito, de la vida de una persona?

05 DE FEBRERO DE 2020 · 09:45

El regreso de Jefté, un cuadro de Giovanni Antonio Pellegrini, del siglo XVIII. / Wikimedia Commons,
El regreso de Jefté, un cuadro de Giovanni Antonio Pellegrini, del siglo XVIII. / Wikimedia Commons

¿Tiene un padre derecho a disponer de la vida y la muerte de una hija? Jefté lo hizo.

Leamos la historia desde el principio.

Jefté era oriundo de Galaad, región montañosa al este del Jordán. Dice la Biblia que “era hijo de una mujer ramera” y de un hombre llamado Galaad, como el nombre del país que habitaba (Jueces 11:1). Muerto el padre, sus hermanos, hijos de la esposa legítima, impidieron que el hijo de la ramera tomara parte en la herencia y lo expulsaron de la casa. Se refugió en Tob, región al nordeste de Galaad.

Hombre valiente, se convirtió en jefe de una banda de mercenarios. La Biblia dice que “se juntaron con él hombres ociosos” (Jueces 11:3). Su fama de experto jefe revolucionario se propagó por todo Israel. Los hombres que le seguían no eran “bandidos”, como los presenta el cuarto tomo de la Enciclopedia de la Biblia. Eran guerreros que iban por libre, siguiendo al Pancho Villa de turno. Los amonitas, pueblo descendiente de Lot, hacían la guerra a tribus de Israel. En Galaad buscaron un jefe que se pusiera al frente del ejército y combatiera a los amonitas. Nadie se ofreció para tan peligrosa misión. Entonces decidieron llamar a Jefté, el jefe revolucionario. Le dijeron: “Ven, y serás nuestro jefe, para que peleemos contra los amonitas. Jefté respondió a los ancianos de Galaad: ¿No me aborrecisteis vosotros, y me echasteis de la casa de mi padre? ¿Por qué, pues, venís ahora a mí cuando estáis en aflicción?” (Jueces 11:6-7). Cuando hay guerra se prescinde del orgullo. Quienes mandan guardan y olvidan la soberbia y la altanería; muchas veces hasta doblan las rodillas y bajan la cabeza. Sólo cifran su interés en el éxito sobre el enemigo.

Jefté pone una condición a quienes le necesitaban. En caso de victoria, ser nombrado caudillo. Asintieron, hubo algo así como un referéndum “Y el pueblo lo eligió por su caudillo y jefe” (Jueces 11:11). Fue el noveno juez de Israel y gobernó al país durante seis años.

Se prepara la batalla entre los dos ejércitos. Antes de partir hace a Jehová una promesa impropia, de carácter sanguinario, que dudo Jehová la tuviera en cuenta. Le dijo: “Si entregares a los amonitas en mis manos, cualquiera que saliere de las puertas de mi casa a recibirme, cuando regrese victorioso de los amonitas, será de Jehová, y lo ofreceré en holocausto” (Jueces 11:30-31). ¿No había leído Jefté que Jehová había dicho “no matarás”? ¿Quién era él para disponer en frío, sin delito, de la vida de una persona? Mucho Pancho Villa, pero sin sentimientos humanos.

Estalla la guerra. Se enfrentan los dos ejércitos, amonitas y judíos. Gana Jefté. El caudillo victorioso estaba casado y tenía una única hija. La Biblia no menciona su nombre. La tradición judía afirma que se llamaba Sciola. ¿Podemos imaginar cómo se criaría con un padre dedicado a la rapiña y al pillaje, abusando de su fuerza para oprimir a los pueblos que consideraba enemigos?

Jefté, cubierto de gloria, vuelve a Mizpa, lugar donde residía. La hija sale a su encuentro al son de festivos instrumentos, entre los alegres coros de sus compañeras. Era costumbre en Israel que cuando una batalla terminaba a su favor las muchachas salieran a recibir al general victorioso con música y danzando de júbilo. Así ocurrió con Saúl y con David. 

Cuando Jefté ve a su hija, la primera persona en salir a recibirle, rasga sus vestidos en señal de profundo dolor y desesperación y clama: “¡Ay, hija mía! En verdad me has abatido, y tú misma has venido a ser causa de mi dolor; porque le he dado palabra a Jehová y no podré retractarme” (Jueces 11:35).

¡Monstruo! ¿Era más importante la promesa que hiciste sin reflexionar cuando te sentías aplaudido que la vida de tu hija?

¿Crees que Jehová aceptó esa promesa que consistía en sacrificar una vida humana?

Y aún en el supuesto de haberla aceptado ¿se enojaría del incumplimiento estando en juego la vida de una muchacha inocente, tu propia hija?

Serías bueno en la guerra, pero de corazón malo.

Además, tengo en contra de ti que cuando hiciste la promesa a Jehová de sacrificar tras tu victoria a una persona aludiste claramente a tu familia: “Cualquiera que saliere de las puertas de mi casa”, dijiste. ¿Cuántas personas había en tu casa? ¿Tu mujer, tu hija que era única y quién más? ¿No tuviste en cuenta que sería una de las dos, muy probablemente tu hija, crecida en el amor a Jehová y a la patria?

La pobre niña, criada en una estricta educación religiosa, se resigna. Joven, virgen, tierna y desgraciada podía haberse resistido a ser cortada de la tierra en la flor de su vida. Podría haberse quejado de la irresponsabilidad y severidad del padre. Podría haber escapado de la casa. Pero aquella alma tierna obedece. Responde al padre: “Padre mío, si le has dado palabra a Jehová, haz de mí conforme a lo que prometiste” (Jueces 11:36). Luego le hace una petición: “Déjame por dos meses que vaya y descienda por los montes, y llore mi virginidad, yo y mis compañeras” (Jueces 11:37).

Roca y Cornet pone en labios de la joven estos quejidos: “Oíd, montes, mi lamento; escuchad collados, las lágrimas de mis ojos, y sed testigos, peñascos, de los suspiros de mi alma… Yo no me he saturado en mi tálamo, ni he ceñido mis sienes con la corona nupcial. Inclinad, árboles vuestras ramas y llorad mi juventud. Venid, fieras de los bosques y hollad mi virginidad”.

Dos meses estuvo la pobrecita niña vagando por los campos. Un grupo de tiernas vírgenes de Judá la acompañaban en su soledad y la distraían de sus pesares. ¿Qué ocurrió después de esos dos meses? Los comentaristas del libro no se ponen de acuerdo. Yo me ajusto a lo que dice la Palabra inspirada: “Pasados los dos meses volvió a su padre, quien hizo de ella conforme al voto que había hecho”.

La mató.

La sacrificó.

La acción de Jefté ha tenido detractores y defensores. En el siglo IV San Ambrosio observa: “No podemos acusar a quien se creyó en la necesidad de cumplir aquello que había prometido”. Un siglo después San Agustín puntualizó: “No a costa de la vida de la hija”. El Dios de amor no podía consentir la muerte de una inocente. Menos aún teniendo en cuenta que el sacrificio de seres humanos estaba prohibido y condenado en la ley dada a Moisés, que lo consideraba abominable. Jefté quería hacerse digno de la victoria contra los amonitas haciendo a Dios una promesa que mezclaba la impiedad con la barbarie. Y que no contribuía a la edificación de nadie. Tengamos un recuerdo de admiración hacia la joven hija de Jefté. Se ofreció voluntariamente en sacrificio porque ella creía y temía a Jehová tanto o más que el padre. Estuvo dispuesta a entregar su vida antes que defraudar al Dios en el que creía. ¡Adorable criatura!

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