¿Qué está en juego con la visión católico romana de los sacramentos? Pregunta al profesor Henri Blocher

La sacramentología católica considera a la Iglesia como “mediadora” de la gracia y contrasta radicalmente con el mensaje bíblico.

  · Traducido por Rosa Gubianas

14 DE JULIO DE 2024 · 14:00

Henri Blocher.,
Henri Blocher.

Henri Blocher, decano de los teólogos evangélicos europeos, no necesita presentación. La publicación del segundo volumen sobre la Iglesia y los sacramentos: La doctrina de la Iglesia y de los sacramentos, vol. 2 (Charols: Excelsis; Vaux-sur-Seine: Edifac, 2024) ofrece la oportunidad de volver a acercarnos a su obra. La eclesiología y la sacramentología del teólogo parisino se confirman a la altura de la notoria profundidad de su pensamiento.

Al igual que con el primer volumen sobre la Iglesia, La doctrine de l'Église e des sacrements, vol. 1 (Vaux-sur-Seine: Edifac, 2023), que reseñé en el artículo ¿Qué está en juego con la visión católica romana de la Iglesia? Pregúntele al profesor Henri Blocher (1 de febrero de 2024), el enfoque de esta reseña también se centrará en la evaluación de Blocher de la sacramentología católica. El libro también contiene una discusión sobre la concepción de los sacramentos de la teología reformada y la de las iglesias bautistas. Evidentemente, merece la pena leerlo todo para apreciar no sólo la lectura crítica que hace Blocher del catolicismo romano sino también del punto de vista reformado, especialmente en lo que se refiere al paedobautismo.

Blocher comienza el volumen con un análisis de la concepción católica de los sacramentos. Aunque reconoce que se trata de una doctrina bien codificada en el magisterio romano, no oculta que en los seminarios católicos del último siglo la versión “tradicional” ha sido objeto de interpretaciones y versiones muy discordantes. No se trata tanto de una cuestión de detalle como de las diferentes conceptualidades con las que se aborda: ya no la aristotélico-tomista con la que se construyó, sino las tomadas de la filosofía de Heidegger, el psicoanálisis de Lacan, la teología del “misterio” de Oddo Casel o la teoría del acto de habla de Austin y Searle. Es decir, que la sacramentalidad católica, aun conservando un núcleo duro “romano” todavía ligado a un determinado mecanismo causal, tiene también una vitalidad “católica” propia que le permite no limitarse a la mera repetición de fórmulas y argumentos pasados, sino ampliarlos a lecturas influidas por teorías de signos, símbolos y significados inferidas de corrientes de pensamiento modernas. Un ejemplo de esta dinámica interna de la teología sacramental católica lo representa, para Blocher (p. 11, 15-20, 37-40), la obra de F. Schillebeeckx, Christ the Sacrament of the Encounter with God [Cristo el sacramento del encuentro con Dios] (1960; edición inglesa 1987), que relee la sacramentalidad desde una perspectiva personalista.

Cuestionamiento de la causalidad sacramental

Para Blocher, en el corazón de la sacramentalidad católica se encuentra el papel causal en la administración de la gracia, es decir, “la eficacia real de la operación sacramental” (p. 13). La causa está unida al signo. Mientras que en los Padres de la Iglesia y en la Alta Edad Media la relación entre causa y signo está establecida pero todavía es fluida, Tomás de Aquino imprimió en la teología católica el concepto de “eficacia causativa”. Famosa es su frase significando causant (Summa Theologiae III, qq. 60-65) al referirse a los sacramentos como causa de la gracia mediante su significación. En una función antiprotestante, el Concilio de Trento hace suya esta definición y la esculpe en sus cánones, que anatematizan a quienes no la abrazan. En la línea tomista-tridentina, Cristo actúa a través de “otro Cristo” (el sacerdote) mediante el signo que causa la administración de la gracia contenida y conferida por el signo.

Blocher advierte contra la tentación de tener una visión “mágica” de la sacramentalidad católica (p. 20). No existe un mecanismo impersonal que prescinda de la disposición y cooperación de cada persona (sacerdote, fiel) y de la ausencia de “obstáculos”. Sin embargo, aun reconociendo el papel de la fe de los sujetos, es la propia concepción sacramental de la Iglesia como prolongación de Cristo (p. 25) la que suple las carencias de unos y otros y asegura la eficacia del sacramento. Como las naturalezas humana y divina están unidas en Jesucristo, la humanidad del elemento se une a la “divinidad” de la gracia otorgada por la iglesia en la unidad del sacramento. Como ya se argumentó en el primer volumen sobre la Iglesia, para Blocher la concepción católica romana de la Iglesia como una extensión de la encarnación es un rasgo distintivo de todo el sistema católico romano, incluida su visión de la sacramentalidad.

Siendo el fino exégeta que es, Blocher repasa los textos bíblicos que la teología católica lee desde una perspectiva sacramentalista, señalando que ninguna evidencia destaca sobre la plausibilidad de esta lectura. Además, invierte las proporciones bíblicas sobre la relación entre interioridad y exterioridad (siendo la primera más importante que la segunda). Además, está en abierta contradicción con textos bíblicos como 1 Corintios 1:17, Romanos 14:17 y Hebreos 9-13. Asimismo, el Nuevo Testamento nunca asocia los sacramentos a la acción del propio Cristo sino a la de los discípulos enviados por Cristo. En otras palabras, no es Cristo quien bautiza o administra la Cena (como cree el catolicismo romano) sino que son los discípulos los encargados de hacerlo en Su nombre. Cristo bautiza con el Espíritu Santo pero ordena a la iglesia bautizar con agua y administrar la Cena.

El sistema sacramental católico romano, infundido así de eficacia causal, resulta ser un espejo de los sistemas paganos de ritos de paso asociados al nacimiento, la adolescencia, el matrimonio y la muerte (p. 35). Al minimizar el impacto del pecado, el catolicismo romano se ha abierto a formas sincretistas y compromisos estructurales con formas paganas de religiosidad “natural” (pp. 36-37).

Sobre las teorías de la causalidad que operan en la sacramentología católica, Blocher se muestra consciente de los matices presentes entre la lectura tomista ya referida (significando causant), la “ocasional” de Buenaventura y Duns Escoto, la “moral” de Melchor Cano y otras. Todas ellas son variaciones sobre el tema de la causalidad que no eliminan el problema de fondo: para Roma, la gracia se hace fluir de un acto de la Iglesia.

Blocher ha prestado con este denso y profundo libro otro útil servicio al discernimiento teológico evangélico.

El catolicismo romano eleva la encarnación a un principio metafísico que debe reproducirse para ser eficaz. Por ello, pierde de vista el “de una vez por todas” de la expiación, destroza el “está consumado” de la cruz, deroga la celebración de Dios solo y su gloria, cuestiona la justificación por la sola fe (sin obras). Eleva a la Iglesia a dispensadora de la gracia (pp. 43-45). En resumen, la sacramentología católica considera a la Iglesia como “mediadora” de la gracia y contrasta radicalmente con el mensaje bíblico.

Continuando su discusión, en relación con los siete sacramentos dogmatizados en el Concilio de Trento, Blocher señala que “el septenario sacramental lleva a fragmentar la gracia de un modo que no lo hace el Nuevo Testamento” (p. 93). Al fragmentar la gracia, el catolicismo romano la parcela perdiendo de vista que es un don divino: la gracia de Dios no es una “cosa” que la Iglesia trocea y sirve individualmente sino que Dios mismo se da.

Sobre el bautismo, el teólogo parisino se detiene más en la crítica del paedobautismo protestante, pasando por alto la concepción católica. Esta es una limitación del libro: no incluir un capítulo sobre el bautismo según Roma.

Los problemas de la Eucaristía católica romana

Blocher se centra sobre todo en la Eucaristía católico romana. Recuerda que Tomás de Aquino describió la Eucaristía como el sacramento más importante porque contiene esencialmente a Cristo mismo, mientras que los demás sacramentos sólo implican a Cristo por participación (lo que significa que la presencia de Cristo no es tan real y sustancial como en la Eucaristía). Blocher habla de una “exaltación católica de la Eucaristía” (p. 145) porque se considera la fuente y la cumbre de toda la vida cristiana. En ella, el catolicismo romano lo encierra todo: la dogmática eclesiástica y la pertenencia institucional. Así pues, además de impedírselo la propia Roma, la participación evangélica en la Eucaristía debe evitarse precisamente porque es el sacramento por excelencia de quienes son católico romanos (p. 187).

Blocher dedica un capítulo entero a analizar dos pilares de la Eucaristía católica: la “presencia real” y el “sacrificio”. Desde el Concilio de Trento, el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 1373-1377) habla de la presencia de Cristo en la Eucaristía utilizando los adverbios “verdaderamente, realmente y sustancialmente”. Blocher señala que también los evangélicos (¡incluso los zwinglianos!) hablan de “presencia”. Hay que entender qué significado atribuir a esta presencia: para los evangélicos (salvo los luteranos, que tienen una concepción propia), es “espiritual”, es decir, gracias al Espíritu Santo y en el Espíritu; para los católicos, en cambio, implica el cambio de sustancia del pan y el vino provocado por el oficiante en el cuerpo sacramental de Cristo. Se trata de dos experiencias y conceptos de presencia efectivamente distantes.

¿De dónde procede esta concepción católica romana? Blocher recuerda la evolución del dogma católico. Mientras que el pensamiento de Ireneo, Orígenes y Tertuliano oscila y tiende hacia una interpretación realista, en otros Padres de la Iglesia se encuentran lecturas más espiritualistas (p. 195): se citan Basilio, Gregorio Nacianceno y Agustín. Este último tiene una teología de la Cena no resuelta: a veces identifica la realidad divina y el signo sacramental, otras veces habla de su diferencia (p. 200). El desarrollo medieval alcanzó su punto culminante con el dogma de la transubstanciación en el IV Concilio de Letrán en 1215. Este dogma adoptó una interpretación literal de las palabras de Jesús, “esto es mi cuerpo”, y se convirtió en una parte fundamental de la doctrina católico romana. Fue acompañado por una devoción al misterio de la Eucaristía, un deseo de contacto físico para recibir la gracia y una mayor reverencia por el poder santificador de la institución eclesiástica (p. 207).

Bíblicamente hablando, Blocher señala que en la Escritura el cuerpo y la sangre de Cristo no están vinculados al pan y al vino: está fuera de los parámetros bíblicos pensar en un cambio de su naturaleza. Es “metodológicamente irresponsable inventar un nuevo uso del lenguaje sin que el texto lo exija” (p. 215). En todo caso, la Iglesia es el cuerpo de Cristo y “nada indica que el pan se convierta en el cuerpo” (p. 217). Además, el vino sigue siendo el “fruto de la vid” (Mateo 26:29). Asimismo, el pan y el vino significan y representan el cuerpo y la sangre de Cristo, sin transformarse en Cristo mismo. Por último, la ascensión de Cristo a la derecha del Padre no permite “localizar” la presencia de Cristo en la mesa eucarística (p. 211).

Permaneciendo atado al dogma tridentino de la transubstanciación, el catolicismo romano ha allanado en las últimas décadas el camino a reinterpretaciones relacionales de la sustancia (por ejemplo, B. Sesboüé) o en la dirección de la “transignificación” (por ejemplo, P. Schoonenberg) que, sin embargo, no cambian el sistema sacramental católico (p. 213). El fondo del problema permanece: el catolicismo romano necesita localizar un contacto “sustancial” por el que se transmita la vida divina (p. 220).

En cuanto a la concepción católica de la Eucaristía como “sacrificio” (y por tanto propiciatorio), Blocher señala cómo en los primeros Padres de la Iglesia la Eucaristía se asocia principalmente al sacrificio de oraciones (Justino, Ireneo, Tertuliano). Sólo a partir de la segunda mitad del siglo III cambia el acento y se impone la idea de la inmolación re-presentada del sacrificio de Cristo (Cipriano de Cartago, Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo). Una vez más, Agustín oscila entre posturas. En el Concilio de Trento, Roma grabó en su doctrina la concepción sacrificial y expiatoria de la Eucaristía: según el teólogo holandés G. Berkouwer, se trata de una sombra proyectada sobre la suficiencia de la obra de Cristo (p. 232). La obra de la expiación no se realiza de una vez por todas sino que se inmola continuamente. Para el catolicismo romano, por tanto, no es completa: requiere la presencia sustancial del cuerpo de Cristo y la ofrenda continua de la Iglesia. Blocher es perentorio: “la idea de una inmolación sacrificial de Cristo en la mesa eucarística, transformada en altar, no tiene justificación alguna, ni bíblica ni teológica” (p. 241). Estamos en presencia de una acreción del catolicismo romano dependiente de las religiones naturales y paganas absorbidas en el corpus de la experiencia católica.

Frente a la lectura ecuménica que quiere ver en la concepción católico romana de la Eucaristía otra forma complementaria de entender y practicar la Cena del Señor, Blocher ayuda a aclarar que, aun en presencia de las mismas y parecidas palabras, la sacramentología católica romana opera en un universo distinto al de la fe evangélica. Por ello, el teólogo parisino ha prestado con este denso y profundo libro otro útil servicio al discernimiento teológico evangélico.

 

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