Bioética y ecología
Hablar de ètica ecológica puede parecer, a primera vista, una auténtica paradoja. Si la bioética hasta ahora había tenido características exclusivamente humanas ya que se preocupaba por los problemas relacionados con el trato médico dado al hombre, la nueva moral ecológica asume el cometido de intentar solucionar aquellos problemas relacionados con la vida en general.
14 DE OCTUBRE DE 2006 · 22:00
Es el paso desde una microbioética centrada sólo en el ser humano a una macrobioética en la que importan los temas ecológicos y las estrechas relaciones que existen en la naturaleza. En realidad, la diferencia entre ambas disciplinas no es tan radical como pudiera pensarse ya que cuando se deteriora el medio ambiente en el que vive el ser humano, se está atentando en realidad contra la propia vida del hombre. De manera que la moral ecológica, al preocuparse por la vida en general y el buen funcionamiento de los ecosistemas, constituye también una buena forma de defender a la humanidad.
Otra cosa muy diferente será cuando mediante tal distinción se pretenda declarar la guerra a la criatura humana. Esto es precisamente lo que defiende el integrismo biocéntrico al reivindicar una especie de ecologismo profundo. Como afirmaba el naturalista norteamericano, John Muir, a principios del siglo XX: si estallara una guerra entre especies, me pondría de parte de los osos (Acot, P. 1998, Biosfera 11. Pensar la biosfera, Enciclopedia Catalana, Barcelona, p. 173). La idea fundamental de este ecologismo sería la ruptura con cualquier ética antropocéntrica. Por ello se considera la naturaleza como el valor supremo, mientras que el ser humano sólo se concibe como una especie parásita, destructora y altamente nociva.
El filósofo estadounidense Paul W. Taylor, militante y defensor del ecologismo profundo, declaró en 1981 que la desaparición de la especie humana no sería una catástrofe moral, sino un acontecimiento que el resto de los seres vivos aplaudirían calurosamente. No obstante, una cosa es defender a los animales y otra muy diferente querer acabar para siempre con el ser humano. En ecología las posturas radicales pueden resultar sumamente peligrosas.
La palabra ecología procede de dos raíces griegas, oikos (casa/hogar) y logos (estudio). Su sentido sería por tanto el estudio científico de los elementos que constituyen el hogar de los organismos, así como las relaciones de estos elementos con los propios organismos. El primero en utilizar este término fue el biólogo alemán Ernst H. Haeckel en el año 1869. En su opinión la ecología sería el estudio de las relaciones de un organismo con su ambiente inorgánico u orgánico, en particular el estudio de las relaciones de tipo positivo o amistoso y de tipo negativo (enemigos) con las plantas y animales con los que convive (Margalef, R. Ecología, Omega, Barcelona, 1974: 1). Esta intrincada red de relaciones que existen en los seres vivos, entre sí y con el lugar donde habitan, suele tender casi siempre hacia el equilibrio. No obstante, tal armonía puede verse alterada drásticamente cuando intervienen agentes extraños al ecosistema, como pueden ser las catástrofes naturales o la actividad desordenada de la humanidad.
ORIGEN DE LA CRISIS MEDIOAMBIENTAL
Las relaciones entre el hombre y el entorno natural han venido siendo difíciles ya desde la más remota antigüedad. Ejemplos de ello abundan por todos los rincones del planeta y en las más diversas culturas. Los humanos han tenido que luchar siempre con el mundo natural que les rodeaba para conseguir alimento, energía y vivienda.
Desde la destrucción de los grandes mamíferos europeos en tiempos prehistóricos hasta la deforestación de la América del Norte precolombina o de islas como la de Pascua (Rapa Nui), pasando por la desertización de las regiones mongólicas, el ser humano ha venido transformando progresivamente el medio ambiente en beneficio propio. Los grandes desastres ecológicos se han provocado en casi todas las épocas. Es probable que quizás sin esta alteración no hubiera sido posible el progreso o, en todo caso, seguiríamos viviendo con las mismas incomodidades de nuestros antepasados.
Sin embargo, también es verdad que en la mayoría de las ocasiones tales alteraciones se han realizado sin planificación previa ni respeto por el medio, en base a la idea equivocada de que los recursos de la naturaleza no se acabarían nunca. Lo dramático y grave de la situación actual es que hoy el hombre posee más poder tecnológico que nunca. Las agresiones de antaño resultan mínimas cuando se comparan con las proporciones de aquellas que se llevan a cabo en la actualidad. Esta tremenda diferencia es la que ha servido para denominar la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI, como la era de la doble crisis, la crisis ecológica global y la crisis de civilización.
La causa inmediata de ambas crisis es, sin duda, el desordenado progreso técnico y económico que ha venido persiguiendo el mundo occidental. Hoy nadie niega que la actitud del hombre ante la naturaleza ha sido y continúa siendo inadecuada. Algunos autores hablan de mentalidad ecocida para referirse al suicidio que puede suponer atentar contra la nave espacial-Tierra e incluso se ha creado el térmico de ecopecados con el fin de resaltar las responsabilidades morales de la crisis ecológica. En este sentido, no resulta una novedad la acusación que se hace a la tradición judeocristiana de ser la principal culpable de la actual crisis ambiental.
Para ciertos pensadores, como Linn White, la visión antropocéntrica que sostienen el judaísmo y el cristianismo habría servido para ensalzar al hombre como centro del universo y fin en sí mismo, pero a costa de menospreciar al resto de la naturaleza o considerarla un simple recurso para satisfacer las necesidades humanas.
Otros, como J. Passmore, disculpan al judaísmo y responsabilizan a la cultura grecocristiana. Según esta opinión, sería a través del pensamiento griego cómo la teología cristiana llegó a considerar la naturaleza sólo desde el punto de vista utilitario, vaciándola casi por completo de todo valor moral. Tampoco la revolución científica de la época moderna, ni la teoría darwinista de la evolución, la ideología marxista o la tecnología científica del siglo XX, habrían contribuido a cambiar esta concepción aprovechada y egoísta de la naturaleza.
¿Realmente esto ha sido así? ¿Es culpable la tradición cristiana de los males ecológicos que sufre el planeta Tierra? ¿Cuáles son los principales ecopecados de la humanidad? Intentaremos matizar y responder a tales preguntas en próximas ediciones.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - ConCiencia - Bioética y ecología