La imagen y semejanza de Dios como marco de reflexión ética

Para pensar adecuadamente cómo vivir los desafíos éticos, cada vez mas complejos, necesitamos un marco de referencia que parta de los presupuestos bíblicos y que tenga en cuenta qué es el ser humano.

29 DE MAYO DE 2022 · 12:00

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Imagen de Vince Fleming en Unsplash.

El sentido etimológico del término “ética” es “hábitat”, “morada”. Recogiendo y modificando el título de una obra de Francis Schaeffer, la pregunta que debemos hacernos como creyentes es: ¿cómo hemos de habitar nuestro mundo? Para pensar adecuadamente cómo vivir los desafíos éticos, cada vez mas complejos, necesitamos un marco de referencia que parta de los presupuestos bíblicos y que tenga en cuenta qué es el ser humano.

El Génesis empieza con un Dios que crea y que ve que todo lo hecho es bueno. La cúspide de esa obra de creación buena es el ser humano. Este es hecho a imagen y semejanza de su hacedor. Como ha señalado N. T. Wright en varios lugares de su extensa obra, hay un contraste con las cosmologías de Oriente medio en las que, como en la de Babilonia, se ponía una imagen del dios propio en la tierra. En el relato bíblico, es el hombre el que es puesto en el Edén como imagen de Dios. Y ello, como destaca también N. T. Wright, nos remite a la idea de que la tierra misma es el templo de Dios. De ahí que toda la historia de la revelación, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, sea un relato de cómo Dios va a hacer de esta tierra un templo en que su imagen esté encarnada, como temporalmente lo estuvo en la segunda persona de la Trinidad.

La imagen de Dios en el hombre ha sido considerada de diversas formas a lo largo de la historia. Podemos destacar algunas interpretaciones ya clásicas que son complementarias. En primer lugar, según la interpretación de San Agustín, existe una analogía entre Dios y el hombre en cuanto que éste tiene facultades semejantes a las de las personas divinas, como la memoria, el intelecto y el amor; esto le permite al ser humano tener una relación consigo mismo. En segundo lugar, según una interpretación funcional, la imagen y semejanza de Dios reside en que al ser humano le es dado dominio sobre la tierra, siguiendo así la labor que como creador inició Dios (Salmo 8; Hebreos 1). Finalmente, en una interpretación a la que ya apunta de manera destacada Bonhoeffer y después Karl Barth, se subraya la capacidad de relacionarse con otros seres. De hecho, el ser humano sólo es tal en tanto es plural, como plural es la trinidad. En el caso humano la máxima expresión de la imagen de Dios es la relación entre hombre y mujer (Génesis 5).

La tentación que provoca la caída consiste en dejar de ser imagen y semejanza de Dios para ser como él, sin límites. En otras palabras: el pecado nace de pensar que la creación, en la que nos incluimos nosotros, no es lo suficientemente buena. Por ello, el capítulo primero de Romanos nos presenta la raíz del pecado como una falta de agradecimiento a Dios por su creación, lo que lleva irremisiblemente a la muerte. Es más, no sólo a la muerte, sino a vivir satisfechos con ese estado de pérdida, pues “se complacen” en ello.

Francis Schaeffer, en Génesis en el tiempo y en el espacio, mostraba las separaciones que la caída había introducido en el ser humano y que siguen activas: respecto a Dios, respecto al otro, respecto a uno mismo y respecto a la naturaleza. Dios es ahora para Adán, no el origen del bien, sino la causa de su mal. Eva es el otro sobre quien descargar las culpas: ya no es la compañera, sino la antagonista. Adán niega así  su libertad y responsabilidad y se convierte a sí mismo en objeto, en víctima de los demás. Como consecuencia, la misma naturaleza es maldita y deja de ser paraíso de descanso para convertirse en obstáculo al cual someter en ardua lucha. El otro y lo otro no son vistos como personas o naturaleza, sino como objetos, como cosas a instrumentalizar. A partir de ahora, el fin justifica los medios.

En las Escrituras la salvación tiene que ver con la restauración de esas relaciones deterioradas. En Cristo son reconciliadas todas las cosas, como trata la carta a la iglesia de Colosas. Él es ahora el modelo del nuevo hombre. Pero esa imagen y semejanza de Dios no se recupera de golpe, sino que es la meta a alcanzar. Y eso puede aplicarse a cualquier ser humano; el proceso puede ser más corto o más largo, pero en todos de alguna manera hay esa posibilidad que sólo Dios puede realizar. De ahí que esa perspectiva abra esperanza contra la deficiencias de todo tipo que los seres humanos poseemos. Por eso es que todos tenemos un valor inalienable y la ética cristiana no puede olvidar esta realidad.

El concepto hebreo y cristiano de imagen y semejanza de Dios ha perdurado a lo largo de los siglos, si bien se ha hecho más popular el término “dignidad”.  En la carta de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 se apeló a este término en su artículo primero, al decir que todos los seres humanos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos. Debemos saber que el concepto de imagen o semejanza de Dios fue rechazado en dicha declaración por las discrepancias que provocaba su origen judeocristiano. El término “dignidad”, en función de qué se ha privilegiado del hombre, se ha centrado en el pensamiento (Pascal), en el estatus respecto a otras especies u en otros aspectos. Pero su sentido básico de “valor” siempre se ha mantenido. Kant, al hablar del imperativo categórico, en su tercera formulación, decía que hay que tratar al otro como un persona y no una cosa, como un fin y no como  un medio. Es esta, desde entonces, la acepción más asociada a la dignidad en la tradición ética.

Así, tanto el concepto bíblico de imagen y semejanza de Dios como el de dignidad apelan a la importancia de la persona en detrimento de su instrumentalización. En la antigüedad “persona” era quien era libre; el esclavo era un cosa (res). Cuando tratamos al otro como un medio para obtener nuestro beneficio lo estamos tratando como un ser sin libertad, sin personalidad. Luchadores por los derechos humanos, abolicionistas como  Anthony Benezet, por ejemplo, entendieron así la lucha contra la esclavitud, como una lucha contra la cosificación  a la que puede ser sometido el ser humano. Hay un matiz que conviene destacar. El concepto de dignidad también tenía el sentido de ser capaz de ser un sujeto que vence en las dificultades, de tener el domino sobre la adversidad; de ahí que, por ejemplo, fuera aplicado a los emperadores divinizados como poseedores de esa cualidad. Así, en el Nuevo Testamento, y en contraste, se dice que sólo Cristo es digno, porque ha vencido (Apocalipsis, 4 y 5). Al margen de esta nota teológica, lo que queremos decir es que a veces, como en el caso de la esclavitud, se ha negado la dignidad de seres humanos porque se ha confundido la causa con el efecto de su miserable situación, culpándoles de su condición. A las victimas deshumanizadas previamente se les ha desprovisto después de su valor como seres humanos. Por ello, el concepto bíblico de imagen y semejanza de Dios tiene un alcance mayor que el de dignidad, pues abarca a todos los seres humanos por su carácter de criaturas, incluso a quienes han sido desposeídos de valor.

La pérdida cultural de ese referente divino, de la marca de Dios en nosotros, dificulta tanto la universalidad de los valores como el sentirnos obligados por ellos. Hoy en día, en muchos temas morales, el criterio ético está detrás del criterio de la libertad. Pero si ese es el único o el primer criterio, entonces también puede afectar la vida de otros que se convierten así en medios de mi realización. Puede hacerlo sobre el que todavía no ha nacido, donde la libertad interpreta el futuro ser como parte del territorio (cuerpo) sobre el que la ejerzo. ¿Y qué sucede si el otro quiere ser medio? Stuart Mill, por ejemplo, planteaba el dilema de si uno podría ser esclavo si quisiera serlo. Incluso un liberal como él lo rechazó, porque es imposible, es una paradoja, instrumentalizar a una persona, ya que desde el momento en que lo hacemos quien sufre dicho efecto deja de ser persona. Que otra persona acepte libremente algo, como en  la gestación subrogada, no es equivalente de  moralidad. El debate no puede cerrase así. También podemos plantearnos los debates sobre decisiones que afectan a uno mismo, como lo cambios que hoy son posibles a nivel genético y corporal. ¿Puede un cristiano guiarse por ese solo criterio de libre elección?

Es evidente que si no hay referencia al Creador, la creación pierde valor como standard que nos obliga moralmente. Esto está implícito en Romanos 1. Aunque esto pueda parecer una obviedad, es necesario recordarlo hoy cuando hay la tendencia a considerar muchos aspectos de la naturaleza humana, como la sexualidad y el género, como constructos sociales. Aunque también somos seres culturales, la cultura no puede borrar la naturaleza ni nuestro origen.

Respecto a la naturaleza externa a nosotros, los problemas nos atañen a todos. En la Modernidad, el avance de la ciencia y de la tecnología ha permitido un progreso sin fin en nuestro dominio de la naturaleza.  Y eso que hemos construido escapa a nuestro control y nos supera. Eso es lo que Gunther Anders denominó como “vergüenza prometeica” ( en referencia al dios griego que da a los hombres el fuego que simboliza la ciencia y la técnica). Anders se refería con ello a que las máquinas hoy nos han superado y que aquello que  era nuestra creación se nos impone ahora como criterio al que acercarse. No es extraño que cada vez más las metáforas para explicar el funcionamiento de la mente humana adopten los enfoques cibernéticos. Ya no es el ordenador el que que está hecho a imagen de la mente humana, sino que la mente humana quiere parecerse cada vez más a una computadora. Y la ética es ya también explicada por muchos científicos en estos términos.

Por otro lado, la explotación de la naturaleza para nuestro mejor bienestar ha llevado a unos niveles de confort inauditos e impensables para generaciones de otros siglos. Pero ello también ha tenido perniciosas consecuencias. Esto es palpable en la contaminación, el agotamiento de los recursos naturales, etc. Es evidente que los resultados no siempre pueden controlarse. Pero no es menos cierto que se ha cosificado la naturaleza, como un objeto  a nuestro servicio. Se ha pasado del señorío del mandato divino a la explotación. El punto culminante es que estamos cambiando las condiciones de vida de nuestro planeta. Por ello, se hace evidente que la palabra dignidad a la que apelaba el primer artículo de la Declaración de 1948 ahora debe extenderse para fundamentar los llamados derechos de “tercera generación”; es decir, aquellos que afectan a quienes vienen después de nosotros y van a heredar el  mundo. Estos derechos ya estaban presentes también en algunos de los artículos de dicha , pero no lo suficientemente explícitos ni elaborados como ahora se requiere.

No en vano la naturaleza, incluyendo la nuestra, desea su liberación (Romanos 8), lo que (como ha destacado N.T. Wright en sus obras) recuerda los ecos del clamor de Israel en el Éxodo, del pueblo esclavo que clamaba por ser liberado, por volver a ser personas y no cosas, fines en si mismos y no medios. Y ello pasa por que el hombre deje de querer ser Dios y viva agradecido como ser a su imagen y semejanza para que la tierra y cada ser humano sea de nuevo el templo de Dios.

 

David Galcerà es Doctor en Filosofía. Profesor colaborador en la Universitat Oberta de Catalunya y profesor del CEEB. Especializado en el estudio sobre el pensamiento en torno a Auschwitz.

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