El proceso inquisitorial: el edicto de fe y la denuncia

Este sistema hacía de toda persona un agente inquisitorial, dispuesto a denunciar a todo vecino, familiar o amigo por el más mínimo acto sospechoso. A su vez, infundía un tremendo temor a que cualquier palabra o acto propio sospechoso, pudiera acabar con el sometimiento a un terrible proceso inquisitorial.

12 DE AGOSTO DE 2018 · 12:00

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Una vez conocida la estructura de esta Nueva Inquisición, conoceremos el proceso inquisitorial al que eran sometidos nuestros protestantes. Es común que todo proceso penal comience con una denuncia. En este caso además, debemos añadir la variable que supone para la eficacia de la labor investigadora de la Inquisición la realización de los Edictos de Fe.

Cada tribunal recorría y visitaba su demarcación ofreciendo una serie de audiencias. Asimilémoslo a una oficina de denuncias portátil de la actualidad, pero con la pompa tétrica medieval acompañando. Con el olor a incienso y la sugestión ambiental. En ellas se advertía de la obligación de denunciar cualquier herejía so pena de excomunión mayor y condena por ‘Fautoría de Herejes’. Fautoría, una palabra que definía la ocultación o la colaboración con herejes.

Los Edictos de Fe tienen su origen en los tribunales de la Antigua Inquisición, que como recordarán, eran itinerantes. En su evolución, recargaron aún más la puesta en escena, especialmente en aquellas localidades donde existía un tribunal. Normalmente era un pregonero quien, en los lugares públicos o casa por casa si era menester, anunciaba la fecha de la lectura del Edicto y los Anatemas, normalmente con una semana de antelación.

En el edicto se relacionaban una serie de causas de obligada denuncia o delación, elevando esta obligación al rango de alto deber religioso. Los hechos denunciables llegaron a alcanzar tal extensión que no eran infrecuentes los larguísimos y detallados edictos, al objeto de que nadie pudiera alegar ignorancia de su conocimiento. Sus destinatarios, todo aquel que “hubiese oído o sabido que alguien, vivo o muerto, presente o ausente, hubiese preferido o creído cualquier acto, palabra y opinión herética, sospechosa, errónea, temeraria, mal sonante, escandalosa o heréticamente blasfema”(H.LEA). A ellos se les daba un plazo de 6 días. 

Seguidamente se daba lectura de cuáles eran las principales costumbres judías, protestantes, islámicas o alumbradas. Se añadían descripciones de las más comunes herejías: brujería, pactos con el diablo, bigamia, fornicación, expresar que es preferible el concubinato al matrimonio, o el matrimonio de religiosos algo adecuado; que hay ausencia de pecado en la fornicación, usura, dudar de cualquier artículo de la fe católica; magia, adivinación, astrología; poseer biblias en lenguas vernáculas, libros luteranos o mahometanos; obstaculizar a la Inquisición, mentirle u ocultarle cualquier dato de obligada denuncia, quitar los sambenitos colgados en las iglesias o no hacer uso de ellos estando obligado, y un largo etcétera, que llega a alcanzar a recordar a los sacerdotes la obligación de no procurar absolución de pecados a los actos conocidos mediante confesión auricular, y que debían ser así mismo denunciados.

Las formas también eran importantes. En las ciudades de peso como Sevilla, el clero salía en procesión. Los familiares y alguaciles a caballo, anunciados por tambores y cornetas. Luego recibían otras procesiones que partían desde diferentes puntos de la ciudad. Visiten esa ciudad y en cualquier época del año encontrarán procesiones de que les permitirán evocar estos hechos hoy día.

Terriblemente tétrica era la lectura del Anatema. Se cubría la cruz con un manto negro y la única luz permitida en el templo era la de dos cirios junto a ella. En absoluto silencio estaban también los sacerdotes de la ciudad junto al altar. No podemos reproducir en este espacio el texto íntegro del Anatema, pero sirvan estas breves pinceladas: “Vengan sobre ellos todas las maldiciones, y plagas de Egipto (…) sean malditos en poblado, y en el campo, y donde quiera que se encuentren, y en el comer, y en el beber, y en el velar, y en el dormir, vivir y morir. Los frutos de sus tierras sean malditos, y los animales que poseen envíeles Dios hambre y pestilencia que los consuma (…) sus mujeres y sus hijos se rebelen contra ellos y queden huérfanos y pobres y mendigos (…) la maldición de Sodoma y Gomorra venga sobre ellos (…) tráguelos vivos la tierra. Malditos sean como Luzifer, con todos los demonios del infierno, donde permanezcan en compañía del perverso Judas para siempre jamás.”Como puede apreciar el lector, todo un ejercicio de misericordia cristiana.

Este sistema hacía de toda persona un agente inquisitorial, dispuesto a denunciar a todo vecino, familiar o amigo por el más mínimo acto sospechoso. A su vez, infundía un tremendo temor a que cualquier palabra o acto propio sospechoso, pudiera acabar con el sometimiento a un terrible proceso inquisitorial. El control social alcanzado por el tribunal de la Inquisición alcanza cotas dignas de un detenimiento que en el discurrir de este magacín algún día trataremos Dios mediante.

No eran infrecuentes las autodelaciones, en especial la de los extranjeros que en ocasiones y de manera inocente se entregaban a los brazos del Santo Oficio.

Era también el turno de las señoras mayores, denunciantes de dilatada experiencia, algunas de las cuales pasarán a la historia por su recurrencia a cada edicto, a quienes ya el propio tribunal a penas prestaba atención, vistos los resultados de ocasiones anteriores. También será el turno de todos los espías y agentes provocadores al servicio del Tribunal.

Fuente común de denuncias fueron los propios presos preventivos. Inducidos a ello y con esperanzas quizás de alcanzar el favor del tribunal o de ver reducidas sus posibles penas, ahondaban en sus memorias buscando todo resquicio de posible herejía.

En la fábula y el imaginario se ha dado mucho peso a las supuestas denuncias anónimas. En ellas supuestamente cualquier vecino de manera anónima podía delatar sin ton ni son a sus conciudadanos. Sin embargo, el estudio de las actas nos arroja un resultado bien distinto. A penas su número fue importante, y un dato más: debían ser por escrito para poder ser tenidas en cuenta.

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