La serpiente parlante
Aunque la tentación fue algo externo, la infidelidad nació en el corazón de la primera pareja humana.
31 DE AGOSTO DE 2023 · 19:20

Es sabido que las serpientes no hablan, puesto que son reptiles irracionales y carecen de los órganos necesarios para ello.
Sin embargo, el tercer capítulo de Génesis afirma que la serpiente primigenia habló con Eva y aparentemente ésta no se sorprendió lo más mínimo sino que le siguió la conversación e incluso creyó su mentira diabólica.
¿Estamos ante un mito fundacional similar a los de tantos otros pueblos de la antigüedad o quizás se trata de un acontecimiento real que no siempre se ha sabido interpretar adecuadamente?
El propio teólogo evangélico, Gerhard von Rad, quién suponía que este relato se basó en tiempo muy remoto en un mito, confiesa no obstante que “tal como actualmente se nos presenta -transparente y claro- es algo totalmente distinto de un mito”. [1]
Él cree que lo que se dice en Génesis 3 “pretende ser tenido por válido y exacto, tal como ahí está dicho. El lenguaje es extremadamente a-mítico; tampoco se dice nada que haya de ser entendido simbólicamente y cuyo sentido profundo tengamos que empezar por descifrar”. [2]
De ahí que no considere a la serpiente como símbolo de Satanás sino sólo como uno más de los animales de la creación. Eso sí, un poco más inteligente que los demás.
En la misma línea se manifiesta el teólogo protestante alemán, Walther Eichrodt, para quien identificar la serpiente con Satán sería totalmente erróneo ya que la creencia en este ser diabólico habría surgido supuestamente en una época muy posterior a la redacción de Génesis. [3]
No obstante, otros autores, a pesar de coincidir también en que el capítulo 3 de Génesis no es mito ni fábula, discrepan abiertamente en cuanto al sentido de los hechos históricos expuestos, representados mediante determinadas figuras retóricas.
Creen que, aunque no se mencione expresamente, Satán estuvo también presente en el huerto de Edén por medio de la serpiente.
Por ejemplo, el clérigo anglicano Ethelbert William Bullinger, pensaba que el Nachash o serpiente que engañó a Eva era en realidad un ser glorioso y resplandeciente, como un ángel maligno, al que la primera mujer prestó atención y lo reconoció como alguien que parecía tener un conocimiento superior al de los humanos.
Este teólogo ve en la serpiente una clara figura del Adversario y lo relaciona con el “ángel de luz” mencionado por Pablo en 2 Corintios 11:14.
De manera que -tal como entendió la generalidad del cristianismo- la serpiente sería el instrumento externo de la tentación, usado por el diablo para inducir al ser humano a dudar de Dios y desobedecerle.
Yo creo que podemos suponer, a partir de ciertas pistas bíblicas posteriores, que efectivamente aquel misterioso ofidio primigenio fue poseído por Satanás.
Su voz surgió de una fuente sobrenatural. Sus palabras reflejaron la mente opositora de Lucifer. Sus ideas tergiversaron la orden divina y sembraron la duda en Eva y después también en Adán.
Ninguno de ellos se sorprendió de semejante conversación que cambiaría el curso de la historia. Al contrario, aceptaron la mentira y con ello sus desastrosas consecuencias. Desobedecieron a Dios.
No sería la última vez que un ser sobrenatural tomara posesión de un animal. Muchos años después, en tiempos de Moisés, la asna de Balaam fue usada de manera similar por un ángel de Dios (Nm. 22: 21-30).
Se trata de una de las revelaciones más importantes de toda la Escritura. Aunque la tentación fue algo externo, la infidelidad nació en el corazón de la primera pareja humana.
Y esto distorsionó las relaciones con Dios, con los semejantes y con el universo entero. Algo que, por desgracia, se repite también hasta hoy en cada ser humano.
De ahí que el creador propusiera un segundo Adán para que así como en el primer Adán todos morimos, en Cristo -el postrer Adán- seamos vivificados (1 Co. 15:22, 45).
1. von Rad, G. 1988, El libro del Génesis, Sígueme, Salamanca, p. 106.
2. Ibid., 56.
3. Eichrodt, W. 1975, Teología del Antiguo Testamento II, Cristiandad, Madrid, p. 403.
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