Romanos 13: La autoridad de un gobierno y sus límites
El ejemplo de Bonhoeffer nos confronta con una pregunta fundamental: ¿hasta dónde llega la obediencia a la autoridad?
04 DE DICIEMBRE DE 2024 · 12:30
En la Alemania nazi, el pastor protestante Dietrich Bonhoeffer, se enfrentó a un dilema desgarrador: obedecer la ley del Estado que promovía la persecución y el genocidio de la población judía, o resistir en nombre de la justicia y del amor al prójimo. Su decisión de unirse a la resistencia contra Hitler, que finalmente le costó la vida, nos confronta con una pregunta fundamental: ¿Hasta dónde llega la obediencia a la autoridad?
El pasaje bíblico de Romanos 13, donde el apóstol Pablo exhorta a los cristianos a someterse a las autoridades, ha sido objeto de intensos debates a lo largo de la historia. Para algunos, este texto exige una obediencia casi incondicional al Estado, sin importar cuán injusto u opresivo sea. Esta es la postura que Bonhoeffer tenía que escuchar una y otra vez de parte de su iglesia, que había hecho las paces con los nacionalsocialistas. Para otros, como Bonhoeffer y su entorno, Romanos 13 no puede ser una excusa para la pasividad frente al mal, sino que debe interpretarse a la luz de la justicia y la ley de Dios.
En este artículo y el siguiente, nos adentraremos en las profundidades de Romanos 13, buscando una comprensión que sea fiel al texto bíblico y relevante para los desafíos que enfrentamos los cristianos en el mundo actual.
Dios ordena la autoridad gubernamental
Dios gobierna este mundo de forma indirecta. Lo hace a través del principio de la autoridad delegada en el área político, familiar, eclesial y laboral.
La autoridad gubernamental, aunque se perciba a menudo como algo puramente secular, tiene su base en la voluntad divina. Al mismo tiempo, un gobierno no tiene absolutamente ningún derecho que radique en sí mismo. Su autoridad delegada de parte de Dios.
Las Escrituras nos enseñan que no existe ningún poder que no venga de Dios, como afirma el apóstol Pablo en Romanos 13:1. Esta verdad se revela a lo largo de la historia bíblica, desde el relato de la Torre de Babel en Génesis 11:6-8, donde Dios establece pueblos e idiomas con sus respectivos gobiernos para frenar el pecado humano, hasta las enseñanzas de Jesús y los apóstoles sobre el tema. Por lo tanto, el gobierno civil no es una entidad autónoma, de derecho propio, sino un instrumento en las manos de Dios para el ordenamiento de la sociedad. Reconocer el origen divino de la autoridad gubernamental nos lleva a una postura de respeto, comprendiendo que, en última instancia, toda autoridad legítima proviene del Creador. Pero esto también implica que la autoridad estatal tiene sus límites.
Resistir a la autoridad legítima es resistir a Dios
La Escritura no solo establece el origen divino de la autoridad gubernamental legítima, sino que también advierte sobre las graves consecuencias de resistirla, siempre que ejerza esa autoridad dentro de los límites establecidos y definidos en Romanos 13. El versículo 2 declara con firmeza: "Por lo tanto, quien se opone a la autoridad se rebela contra lo que Dios ha instituido".
Por lo tanto, entendemos que cualquier rebelión contra una autoridad legítima es una afrenta a la soberanía de Dios. Es un desafío al orden que Él ha establecido para el mundo.
Y, por cierto, da igual si las personas que ejercen una autoridad legítima son conscientes que actúan en el nombre de Dios o no. Pero deberían saber que son responsables delante de Dios de ejercer su poder dentro de los límites establecidos. Dios no les ha instituido y delegado una autoridad ilimitada y abusiva que no cumple los parámetros divinos.
Obviamente, la enseñanza bíblica sobre este tema va en contra de la filosofía que está detrás de nuestros estados modernos, igual que iba en contra de la razón de Estado del Imperio Romano. Ningún Estado es dueño de sus ciudadanos o de sus propiedades.
Esto tiene una consecuencia importante: la separación entre Iglesia y Estado no significa que un gobierno pueda hacer lo que quiera. No significa que la iglesia solamente cuida de las almas de la gente. Todos los gobiernos, sin excepción, son responsables delante de Dios y tendrán que rendirle cuentas. Y, por lo tanto, la Iglesia y sus representantes no solamente tienen el derecho, sino la obligación de levantar su voz profética cuando el Estado no cumple con su función. Porque la Iglesia es portavoz de la verdad divina, no el Estado. Está claro que esto no les gusta a los representantes del poder estatal, que incluso en nuestras democracias se olviden frecuentemente que no es el pueblo que les sirve a ellos sino que ellos sirven al pueblo — y sobre todo a Dios.
Las autoridades deben de fomentar lo que es bueno y castigar lo malo
Ahora viene algo que es fundamental para un entendimiento correcto del tema y que —en mi opinión— no suele recibir la atención necesaria. Pablo añade aquí nada menos que la descripción de trabajo de las autoridades. Consiste en “alabar” a los buenos e “infundir temor” al malhechor. ¿Era esto el caso en el Imperio Romano? No siempre. Pablo, sin ir más lejos, tenía que insistir en varias ocasiones en sus derechos. No estaba ni muchísimo menos sumiso a las autoridades cuando no estaban a la altura de su obligación: Pablo insistió en que los magistrados de Filipos se presentaran personalmente para pedirle disculpas (Hechos 16:37-38). Fue él quien avisó al tribuno romano en la fortaleza Antonia en Jerusalén que estaba a punto de cometer un delito al castigar a Pablo de forma improcedente (Hechos 22:25).
Con frecuencia se oye el argumento que, al fin y al cabo, Pablo escribió esta carta a los creyentes en Roma cuando Nerón era emperador. Por lo tanto, algunos dicen, que es bíblico obedecer y someterse a un gobierno tirano.
Sin embargo, no hay que olvidar un detalle importante: Nerón llegó al poder en el año 54 después de unas décadas de gran desorden en Roma. Los primeros siete años de su gobierno —y Romanos se escribió en esta época— se caracterizaban por un aumento de la justicia y el orden en todo el imperio. A partir del año 61, sin embargo, se le cruzaron los cables al emperador y Nerón se convirtió en el déspota que todos conocemos de los libros de historia. Hay que recordar que Pablo apeló a Nerón y que bajo su gobierno fue puesto en libertad.
Pero también es cierto, que finalmente murió por la espada que la “autoridad lleva” (13:4). Y no creo que nadie, en su sano juicio, pretende que esto fue un acto de justicia. Los cristianos desobedecieron desde el primer momento a la autoridad que representó el emperador, cuando exigió la adoración como dios. Esta fue la razón por la persecución extendida en los últimos años del reinado de Nerón y de todas las persecuciones siguientes.
Por lo tanto, surge la pregunta y ¿quién decide lo que es bueno y lo que es malo? No cabe duda en cuanto a la respuesta: es Dios quien ha expresado claramente su voluntad. Y ¿dónde se expresa la voluntad de Dios? La respuesta es: en la Ley. Y el resumen de la Ley son los diez mandamientos.
¿Conocían los romanos los diez mandamientos? Probablemente no, pero esto no les eximió de su responsabilidad, de la misma manera que los asirios de Nínive y su rey no eran inocentes delante de Dios.
Por eso, Dios también anunció juicios contra naciones como Egipto, Babilonia, Fenicia, Asiria, Edóm, Amón, Moab, etc. Eran naciones paganas, con sus propios dioses. Pero eran responsables delante del Señor de sus actos.
En resumidas cuentas: la responsabilidad de las autoridades es fomentar lo bueno y castigar lo malo. Esto también significa: si no cumplen con esta función, entonces hablamos de un abuso de autoridad y poder.
Porque las autoridades no son neutrales o representantes de su propia ley. Tienen que cumplir una función en la administración divina y esto es la restricción del mal, y no importa si son conscientes de ello o no. Desempeñan una función en el orden de Dios. Y, al mismo tiempo, son responsables delante de Dios.
Para hacer valer que el bien gane sobre el mal, las autoridades tienen el derecho de fomentar lo que es bueno en los ojos de Dios y desechar y castigar lo que va en contra de su voluntad.
La ley de un estado no puede ser cualquier ley. Ninguna entidad política puede pretender ser “autónoma” (es decir: dador de su propia ley) delante de Dios, porque representa a Dios. Y en la medida en que un reino, un imperio o un estado no cumpla con esta función, es culpable delante de Dios. Por eso Daniel desobedeció a la prohibición de adorar a su Dios, y las parteras israelitas se negaron a cumplir las órdenes del faraón.
Un estado que no castiga al malo y no protege al bueno, incumple su función y está bajo la ira de Dios. Lo que es bueno y malo se define en términos de Dios, no en términos del humanismo, de la voluntad de la mayoría o de una religión.
Un Estado que impone su propia Ley, aparte de la Ley divina, se convierte en su propio dios, o —en palabras de los profetas del AT y del libro de Apocalipsis— en una bestia. Es interesante que el filósofo Thomas Hobbes habló en este contexto del leviatán, apuntando al poder estatal.
Por otro lado, los creyentes siempre apoyarán a la autoridad legítima de las autoridades y la acatan cuando ejerce su función correctamente. Lo hacen no solamente porque temen las represalias, sino porque así obedecen a una autoridad legítima establecida de parte de Dios y pueden vivir con una conciencia tranquila.
Pero cuando esto no es el caso, el cristiano está llamado a abstenerse del mal en todas sus formas (1 Tesalonicenses 5:22). Y también tiene que estar dispuesto a sufrir las últimas consecuencias cuando lo hace.
Dietrich Bonhoeffer, que tanto valoramos en nuestros círculos, defendió estas verdades divinas con su vida. En los tiempos que corren, como iglesia y creyentes individuales, hacemos bien en no olvidarlo, porque nos toca vivir en tiempos cuando cada uno de nosotros — igual que Bonhoeffer — va a tener que posicionarse en algún momento.
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