Yo soy el Señor, tu Dios, que te santifico

En la muerte y resurrección del Mesías, el Señor, nuestro Dios, nos santifica. El que es tres veces santo, hace que su pueblo sea santo, sin mancha, ni arruga, o cosa de qué avergonzarse.

21 DE MAYO DE 2023 · 20:00

Imagen de <a target="_blank" href="https://unsplash.com/es/fotos/707Nh5OkXeU#:~:text=Foto%20de-,Holly%20Mandarich,-en%20Unsplash">Holly Mandarich</a>, Unsplash.,
Imagen de Holly Mandarich, Unsplash.

La consolación de las Escrituras, que se dice en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, nos trae la presencia de Dios, nuestro Señor, en comparaciones, o metáforas, diversas. Escudo, castillo... Padre, Madre, Protector... Refugio... (Seguro que les vienen a la memoria muchos versículos, pues este encuentro semanal lo tenemos con gente creyente, llagados y sin mucho aprecio, pero, redimidos.)

Quiero conversar unas semanas sobre la consolación que, seguramente, engloba a todas las demás. Es la que muestra lo que pone en el título, que nuestro Dios nos santifica. (Pondré en negrita lo que he dicho despacio y con énfasis.) Lo que entiendas sobre la santidad, repercutirá en tu comprensión de la cruz de Cristo. Y ya estamos en un problema, pues, parece, que es la cruz de Cristo lo que tendría que anunciarse. En la muerte y resurrección del Mesías, el Señor, nuestro Dios, nos santifica. El que es tres veces santo, hace que su pueblo sea santo, sin mancha, ni arruga, o cosa de qué avergonzarse. (Observa bien, algunos ya tienen las cejas alteradas, rechinan los dientes, y preparan el insulto; otros, nosotros, los llagados, nos consolamos, y esas palabras, infalibles, nos hacen más que vencedores.)

Para mejor acercarnos a esa promesa, conviene que acudamos juntos a las ordenanzas de lo que llamamos Ley, así en general, los cinco libros de Moisés. Un problemón, incluso en el término, pues ¿qué entiende cada uno por Ley? Pero, al menos, parece que se reconocerá, cada uno como mejor luego le vaya, que precisamente Jesús, el Cristo, cumple en su persona y obra lo que se decía en la Ley. Un problemón. Porque, ¿qué dice la Ley?

Empecemos por algo necesario: yo creo que la Biblia es la palabra de Dios, sus escritos sagrados. Otra cosa son las teorías sobre la Biblia. El problemón de la Ley no se soluciona con una teoría sobre la Biblia. En todos mis años de tratar esta cuestión, y son ya muchos, he aprendido que ni todas las mejores teorías sobre la Biblia han impedido que la declaración de que Dios nos hace santos, no sea piedra de tropiezo y roca que hace caer, pues tropiezan en la palabra; y si ya quieres la ofensa total, lee lo que sigue: a lo cual fueron también destinados. 

Lo que sea eso de la “Ley”, es algo de maldición, pues de esa maldición nos redimió el Cristo, hecho por nosotros maldición. Por lo que sea eso de la “Ley”, nadie puede ser salvo. Precisamente, el salvo es quien ha sido sacado de debajo de la Ley. ¡Sin la energía de la Ley, el pecado queda desactivado! Esto tan chocante lo dice nuestro Pablo, y si lo dice él, aquí lo obedecemos. Por eso el pecado no se enseñorea del redimido. (Lo traducen así: “el poder del pecado es la Ley”.)

Si aparte de la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios, por la fe, ¿puede afirmase, al mismo tiempo, que la santidad no es algo aparte de la Ley? Para poder casarnos “legalmente”, sin cometer “adulterio”, con nuestro Señor, o nosotros morimos a la Ley, o la Ley a nosotros, pero sin esa muerte no hay casamiento. Así lo dice nuestro Pablo, y ya sabemos, si él lo dice... 

Si nuestro Redentor nos limpió de todas las inmundicias, y ahora somo creados en él santos, justos y verdaderos, pues eso ya es. No lo comprendemos totalmente, vemos en parte, lo tenemos con el resto que queda en cada uno de lo antiguo, pero, ya es. Si muero esta noche, no tendré ni un cachito más de santidad que la que ya tengo, para estar en la presencia de Dios. Habré dejado aquí el resto miserable del cuerpo de muerte, pero, nada más.

No nos hemos acercado al monte aquél, sino a la nueva Jerusalén, la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, y a la congregación de los primogénitos en el cielo, a los espíritus de los justos hechos perfectos, y ahí no se está de cualquier manera: tienes que ser justo, perfecto y santo. ¡Yo soy tu Dios, que te santifico!

Ya veremos eso de “no he venido para abrogar...”. También aquello del canto de los salmos, donde se proclama el gozo en la Ley, o, que el árbol fructífero, en metáfora del creyente, se deleita en la Ley de Dios, etc. El nuevo pacto que dice Jeremías, que ahora lo tenemos, incluye poner Dios sus leyes en nuestro corazón y nuestra mente, pero eso no quita que lo que se dio en el Sinaí sea propio de la esclava, y sus hijos en esclavitud, no de la libre. (Texto que nunca te expondrán en alguna reunión de motivación para progresar en santidad.)

La Ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos al Cristo. Dale las gracias, y que se vaya; que ya se dice que la dio Moisés, pero la gracia y la verdad son de otro. Por medio de la Ley es el conocimiento del pecado, por la sangre del Redentor es el perdón y redención del pecado.

Con todo este lío, nos vamos a los rituales de la Ley, para alegrarnos en nuestro Dios, que nos ha hecho suyos, y nos santifica para seguir suyos. Y lo haremos, d. v., sin caer en discusiones interminables acerca de la Ley, y sin seguir fábulas judaicas. Lo mejor es no complicarse, pues, yo al menos, no entiendo por qué se dicen muchas cosas de las que se dicen. Me atendré a lo evidente, a lo sencillito. Los teólogos expertos, que saben, que luego digan cómo son las cosas, y qué debemos hacer. Yo no sé muy bien qué tenemos que hacer, lo que tengo claro es que Dios santifica a su pueblo, y lo hace él, como ha querido, que para eso es Dios.

Acabo de leer el libro de Levítico. Siempre tan interesante. ¿Cómo anunciar a un Cristo ajeno a Levítico? ¿Cómo entender Levítico sin su cumplimiento en el Cristo? Pues se hace. Los otros “evangelios” lo hacen. Esos “evangélicos” lo hacen.

Con los cinco libros de Moisés (la Ley), te encuentras de inmediato con algo sorprendente (ya lo señaló Bavinck), y es que la enormidad de la creación del universo, luego la grandeza del juicio, ese cataclismo, del diluvio, confluye en la relación con personas concretas, muy limitada. De la grandiosidad del universo, que expresa la gloria de Dios, al terruño de un suelo pagano, para llamar y hacer un pacto con una persona: Abraham. De la gloria del universo, al trato con familias complicadas, al final, con un pueblo de esclavos, siempre conflictivo y desagradecido. Pero ese es nuestro Dios, y así se nos revela. 

Realmente no se ha cambiado de escenario. Del universo que muestra la gloria de su Creador, al pacto que proyecta en Aquel por y para quien ha sido creado. El Mesías que es reflejo, imagen, de la gloria de Dios. ¡Pero en una cruz!

Si se acepta (supongo), que el Creador hace las cosas como él quiere, ¿cambiará para hacerlas según la voluntad humana para la cruz de su Hijo? Aquí tenemos la gran enseñanza de los ritos de la Ley. Nos alegramos en su voluntad.

Guste más o menos, quien se ha revelado en los escritos de Moisés, ha dedicado unos renglones a decirnos que creó todas las cosas, y más renglones en decirle a los sacerdotes cómo tenían que actuar en eso tan raro de la “lepra”, que podía tenerla incluso una pared. Con unas cuantas frases liquida su juicio contra toda la humanidad y su cultura, que sería asombrosa, en ese cataclismo que es el diluvio, y luego nos llena de páginas para decirnos cómo va la vida, por ejemplo, de un personaje: Jacob, y su descendencia, hasta llegar a la esclavitud en Egipto. Y luego nos da un montón de datos sobre cómo hacer los ritos de la adoración. Todos son pasos de revelación para mostrar la cruz, para manifestar al Mesías.

Hablando, hablando, se va el espacio. Pensando un poco, creo que tendremos que vernos en este tema unas cuantas semanas. De momento, un apunte sobre algo inicial y fundamental.

El Dios que ha sacado a su pueblo de la esclavitud de Egipto, y le ha prometido unas tierras, ha indicado cómo tiene que ser su santuario y el modo de adorar de su pueblo. A nadie ha consultado. Él es el Dios.

Durante siglos antes, los lugares de adoración y ofrendas eran variados. Ahora sólo pueden ofrecerse en el santuario. Si a alguien se le ocurría ofrecer un sacrificio u ofrenda en otro lugar, eso era como derramar sangre, un gravísimo crimen. Por otra parte, ningún oferente podía llevar lo que mejor le pareciese y hacerlo como mejor estimase, todo estaba ordenado. La cruz que cumpliría el significado de todos los rituales, estaba ordenada por Dios. En ella hay sólo lo que Dios ha decidido. Si los hombres quieren quitar o añadir, eso será otra cruz, otra “buena” noticia (que no es muy buena, más bien no). Cuando se dice, y si se dice, nosotros lo obedecemos, que el Mesías con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados, en esa ofrenda se cumplen todos los ritos (individuales o colectivos, de animales o frutos del campo...), pero únicamente lo que Dios había establecido en ellos, no lo que los hombres deciden que debe ser.  Por eso entre nosotros, los que aquí nos reunimos cada semana, no queremos ni hablar. Nos quedamos quietecitos, acurrucados, en silencio, alegrándonos en saber que nuestro Dios nos santifica. Y eso es lo que luego proclamamos, y esa nuestra fe, vence al mundo.

La semana próxima, d. v., seguimos con modos y rituales. Seguimos anunciando la cruz del Redentor.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Reforma2 - Yo soy el Señor, tu Dios, que te santifico