El abismo que nos acecha: 50 años de ‘Tiburón’

El mar no es mero decorado: es la encarnación de lo que está fuera de nuestro control, de lo que no comprendemos, y por ello, de lo que más nos aterra.

26 DE JUNIO DE 2025 · 17:30

Cartel de la película en castellano./ IMDB,
Cartel de la película en castellano./ IMDB

El mar ha sido siempre, en la literatura, el lugar donde se diluye la frontera entre lo conocido y lo inalcanzable. Frente a las costas de Amity Island, no es solo un animal el que acecha en sus aguas; es el abismo mismo, el terror que se nutre de la infinitud y de la nada, de ese espacio insondable que sigue siendo el escenario primigenio del miedo humano. Como un vasto espejo negro que refleja tanto nuestras más profundas angustias como la indiferencia cósmica del universo, el mar en Tiburón de Spielberg no es mero decorado: es la encarnación de lo que está fuera de nuestro control, de lo que no comprendemos, y por ello, de lo que más nos aterra.

Este terror, tan visceral como arcaico, no es un accidente de guion ni un pretexto para la violencia que arrastra al espectador en una espiral de emociones crudas. Es el reflejo de algo que habita en nosotros: el miedo a la muerte, a la disolución, al olvido. En la piel de los habitantes de Amity se vislumbra nuestra propia fragilidad ante ese océano de incertidumbres que cada ser humano debe atravesar. No estamos, en el fondo, tan lejos de esos pescadores y policías que se ven obligados a enfrentar lo incomprensible.

A lo largo del film, el tiburón que emerge de las profundidades no es solo una amenaza física: es el emblema de lo incontrolable, de lo que se mueve sin ser visto, de la sombra de la muerte que ronda sin rostro, sin reglas, sin piedad. En este escenario, como espectadores, no tememos tanto al monstruo como al vacío que representa; a esa presencia que avanza sin causa ni sentido, porque el mal, a menudo, se oculta justo ahí: en lo inmóvil, en lo incierto, en lo que no podemos dominar.

 

El miedo primordial: ¿qué nos aterroriza?

El miedo a lo incontrolable —a lo que escapa a la razón y a la voluntad— se manifiesta en Tiburón con una contundencia infrecuente. No es el tiburón el verdadero objeto de nuestro espanto, sino lo que simboliza: la irracionalidad de la muerte, esa fuerza externa que acecha sin previo aviso, sin justicia ni lógica. Porque si algo caracteriza a la muerte es, precisamente, su falta de explicación. Y ese desconocimiento es lo que más nos aterra. Nos paraliza la idea de estar a merced de algo que no comprendemos, de vivir en un mundo gobernado por fuerzas ciegas, sordas a nuestra ética y ajenas a nuestro entendimiento.

Este temor antiguo ha atravesado la literatura desde sus orígenes. En la tragedia griega, los héroes se enfrentan a un destino ineludible. En El extranjero de Camus, la muerte se impone como un acto absurdo, sin sentido, que sobrecoge al hombre sin que pueda hacer nada para impedirlo. La angustia que envuelve a los personajes de Tiburón es la misma que sacude al ser humano cuando busca un propósito, una respuesta que explique el sufrimiento. Frente al tiburón, los protagonistas no solo luchan por sobrevivir: pugnan por encontrar sentido a lo que les sucede, como si al combatir pudieran, al menos por un instante, negar la omnipresencia de la muerte.

En esa confrontación se revela la verdadera naturaleza del miedo. No tememos solo ser devorados, sino descubrir —aunque sea de forma subconsciente— que somos, en última instancia, frágiles. Que todo cuanto hemos construido, incluida nuestra civilización, está suspendido sobre un abismo. La amenaza que surge del mar expone no solo nuestra vulnerabilidad física, sino la del alma, esa alma que se resiste a aceptar su disolución. Como en Kafka, donde lo inexplicable y lo absurdo arrastran al hombre hacia un destino opaco, el tiburón acaba siendo la encarnación de un mal que no necesita explicación para existir.

 

La confrontación con lo impío: enfrentar el mal con valentía

Sin embargo, en Tiburón no todo es desesperanza. En medio de la oscuridad se alza la figura del héroe. Brody, Hooper y Quint, tan distintos entre sí, se ven empujados a enfrentar al monstruo que habita las profundidades. No lo hacen por justicia ni por venganza, sino por una necesidad esencial: la de mirar de frente lo que no pueden controlar. Y esa lucha, como toda lucha verdadera, exige entrega.

Quint, marcado por su propio pasado, parece comprender que el combate con el tiburón no es solo una cuestión de vida o muerte, sino un imperativo existencial. Enfrenta a la criatura no solo con determinación, sino con la certeza de que ese combate no tiene retorno. Su sacrificio se transforma en una forma de redención, en una última oportunidad de alzarse contra el miedo que lo ha consumido. Y ahí reside el poder simbólico de la película: en la entrega. En el hecho de que alguien esté dispuesto a morir por otros como única respuesta ante lo que no se puede derrotar.

Ese sacrificio no salva al mundo, pero permite que otros vivan. Y, de alguna forma, esa disposición a enfrentar el mal y a entregarlo todo por un bien mayor es un principio que atraviesa la historia del pensamiento humano, aunque pocas veces de forma tan concreta como en la secuencia final de Tiburón.

 

El hombre frente al abismo: el sentido de la existencia

Es entonces cuando el mar, ese océano sin fin, se vuelve más que un escenario: se convierte en símbolo. En él, vida y muerte se entrelazan. En sus aguas oscuras y revueltas se concentra el enigma eterno de la existencia humana: ¿por qué luchamos, si todo puede ser arrasado en cualquier instante por una fuerza que no responde a ninguna ley?

La película nos enfrenta a este dilema: luchar por vivir es, en el fondo, un acto trágico. No porque carezca de valor, sino porque está siempre amenazado por lo incontrolable. El mar, en su inmensidad, evoca lo sublime: aquello que, según Burke y Kant, nos sobrepasa, nos conmueve y nos aterra a un tiempo. Pero esa misma inmensidad que nos asusta es la que nos define, nos prueba, nos enfrenta a nuestros límites. En ella, como en el cosmos, el ser humano descubre su pequeñez, y sin embargo, se alza a combatir.

Esta pugna contra lo desconocido recuerda al capitán Ahab de Moby Dick, donde el mar representa un mal que desafía el orden del mundo. El tiburón, como la ballena blanca, es una fuerza que elude toda categoría humana. Y como en la novela de Melville, el hombre es arrastrado hacia la lucha, como si solo al desafiar lo imposible pudiera arrancarle a la vida un significado.

 

El perdón y la reconciliación: frente al abismo, la esperanza

Y sin embargo, cuando la batalla concluye y el tiburón es vencido, cuando el mar —esa vasta extensión oscura— recupera la calma, algo se restablece. Pero no sin precio. La reconciliación con lo incomprensible no llega sin herida. La esperanza no surge como consuelo fácil, sino como fruto de una lucha profunda.

Tiburón, sin proclamarlo, plantea una visión trágica pero redentora del sacrificio. Como los héroes de la gran literatura, sus protagonistas enfrentan al mal no para destruirlo del todo, sino para redimir algo dentro de sí. Aunque el mal no desaparezca, el coraje, la entrega y el amor a la vida se convierten en respuesta. No la definitiva, pero sí la más humana.

 

Más allá del miedo, la luz del sacrificio

Al final de Tiburón, cuando el monstruo se hunde en las aguas con la boca abierta y la sombra disuelta en la espuma, no es simplemente un animal el que ha sido vencido: es un miedo ancestral. El mar, que rugía como un abismo, calla. Pero todos sabemos —los personajes lo saben, el espectador lo sabe— que la calma no es eterna. Que las profundidades no se vacían. El mal, la muerte, el sinsentido, volverán. Porque ese tiburón no era solo un tiburón: era el rostro invisible de todo lo que nos sobrepasa.

La película no ofrece respuestas. Apenas sugiere, interroga, plantea: ¿basta el coraje? ¿alcanza con que uno se sacrifique por los demás? ¿podemos sostenernos solos ante un mal que no tiene rostro ni ley? La literatura, la filosofía, el cine —y Tiburón entre ellos— han rondado esa pregunta durante siglos: ¿qué puede salvarnos cuando la amenaza no tiene lógica ni moral?

Y todas las respuestas humanas, incluso las más nobles, acaban por desgastarse. El heroísmo se agota. El sacrificio se consume. El mar sigue en movimiento.

Pero el evangelio sí da una respuesta. No tentativa, no estética, no simbólica: definitiva. Frente al abismo, no propone métodos, ni rituales, ni narrativas. Propone a una persona. A alguien que no se arrojó solo por los suyos, sino que descendió hasta lo más profundo para desarmar el abismo desde dentro. Alguien que no fue devorado por el mal, sino que lo venció cargándolo sobre sí y atravesándolo, regresó con vida.

El evangelio no es una teoría del mal: es una victoria sobre él. El Hijo de Dios no vino a enseñarnos a nadar mejor, sino a salvarnos de lo que ningún esfuerzo humano puede vencer.

Lo que en Tiburón aparece como símbolo —la lucha, la sangre, la entrega de uno por los demás— en Cristo se vuelve real, histórico, irreversible. Su sacrificio no prolonga nuestra esperanza: la fundamenta. No vino a ofrecernos una narrativa más esperanzadora, sino a intervenir la historia con el acto irrevocable de su resurrección.

Por eso el evangelio no es una opción más, ni una interpretación posible del monstruo. Es la única respuesta que no se queda en la superficie. No disimula el miedo: lo vence. No maquilla la muerte: la hiere en su médula. No busca sentido en el abismo: lo ilumina desde dentro, y lo anula.

Ese anuncio —antiguo y nuevo, simple e imbatible— sigue hoy flotando como una tabla en el agua: el que cree en Él no se hundirá.

Todo lo demás —el arte, el valor, la belleza, incluso la resistencia— son luces verdaderas, sí, pero incapaces de atravesar las aguas por completo.. Brillan, conmueven, orientan. Pero solo una luz atraviesa el agua hasta el fondo. Solo una salva. Y su nombre, a diferencia del tiburón, sí tiene rostro. Y sí responde cuando lo llamamos.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Pantallas - El abismo que nos acecha: 50 años de ‘Tiburón’