La sed saciada

Es difícil leer el A. Testamento y no ver la relación que hay entre las promesas que se dan allí y su cumplimiento que tienen lugar en el Nuevo Testamento, en la persona de Jesucristo.

07 DE MAYO DE 2025 · 19:50

Foto: <a target="_blank" href="https://unsplash.com/es/@oandersonrian">Anderson Rian</a>, Unsplash CC0.,
Foto: Anderson Rian, Unsplash CC0.

“En las alturas abriré ríos y fuentes en medio de los valles; abriré en el desierto estanques de aguas y manantiales de aguas en la tierra seca” (Is.41.17-18).

He dicho en alguna ocasión que compré mi primera Biblia a los 15 años, en la sacristía de una iglesia católica, del centro de nuestra ciudad. Era la versión conocida como Nacar-Colunga, que todavía conservo.

Cuando la leía, me impresionaba la vida de Jesús y sus enseñanzas. Sin embargo, siempre chocaba con los llamados y ofrecimientos de Jesús a la gente.

Por ejemplo, cuando leía: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo; tome su cruz y sígame” (Mt.16.24), yo me decía: “Eso no es para mí, eso es para los curas y los religiosos. Ellos sí se niegan a sí mismos: no se casan y además, se dedican durante toda su vida a servir a Dios y a los demás”.

Mi conclusión era que si no podía seguir al Señor en sus demandas, tampoco podía disfrutar de sus promesas. Pero luego, a medida que pasaban los años mi necesidad espiritual fue creciendo cada vez más.

Ni mi trabajo que tanto me gustaba, ni el deporte, ni la religión tal y como era entendida por la mayoría podían satisfacer mi necesidad. Hablando metafóricamente, era como un sediento en el desierto, sin poder satisfacer mi sed por ningún medio.

 

Mi conversión al Señor Jesús

Al final del año 1966 vino un amigo mío a buscarme, para decirme que había encontrado “la verdad”. Hacía unos tres años que no nos veíamos. Él estaba muy entusiasmado y habiéndole preguntado sobre ese “hallazgo” comenzó a hablarme del Señor Jesucristo.

Sacó un conjunto de unas cincuenta tarjetitas con versículos bíblicos e hizo que leyera algunos de ellos. Casi todos me sonaban de haberlos leído en mi Biblia.

Entonces me mostró el versículo que recoge las palabras que dijo Jesús a la mujer samaritana, cuando Jesús le pidió a ella que le diera de beber del pozo del cual estaba sacando agua:

“El que bebiere de esta agua volverá a tener sed, pero el que bebiere del agua que yo le daré no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (J.4.13-14).

Al leerlo, exclamé: “¡Qué palabras más preciosas!”. Entonces, él me dijo: “Sabes que estas palabras son para ti también”. “¿Para mí?”, dije. “Sí, para ti”, me contestó él.

Me hizo que leyera esas palabras de Jesús por tres veces, y añadió: “Cuando el Señor dijo: ‘el que bebiere del agua que yo le daré…’ él estaba generalizando su propuesta; su proposición no es para una clase especial de personas, sino para ‘todo aquel’”.

Efectivamente, esa expresión se repite una y otra vez en los evangelios cada vez que el Señor hacía llamados a la gente; especialmente en el evangelio de san Juan.

Ni que decir tiene que ante el ofrecimiento de aquella “fuente de agua… de vida eterna” que el Señor me ofrecía -“a mí” personalmente- y dada mi condición de “sediento”, no tardé en contestar afirmativamente a la pregunta de mi amigo, “¿Quieres beber de esta agua?” con un ¡Sí! rotundo.

Consecuentemente, recibí a Jesucristo como Señor, Salvador y Maestro, creyéndole a él. La sed que sentía desde hacía años fue saciada hasta el día de hoy, después de casi 59 años.

 

La promesa divina de saciar al sediento

Con el paso del tiempo, siempre supe que el Espíritu de Dios guió a mi amigo a usar las palabras exactas que fueron como “la llave” para abrir mi entendimiento, a fin de que comprendiera lo que desde el punto de vista de mi condición religiosa confusa y perdida, no entendía.

Es por esa razón, que para mí cobran un significado muy especial aquellos textos bíblicos en los cuales Dios promete, a través de algunos de los grandes profetas del pasado, que regaría el desierto haciéndolo un lugar fértil para satisfacer la sed de su pueblo.

“Porque daré aguas en el desierto, ríos en la soledad, para que beba mi pueblo, mi escogido” (Is.43.20; 41.18; 35.6).

Pero una de las cosas que aprendemos del trato divino con su pueblo en el A. Testamento, es cómo Dios aprovechaba la experiencia del pueblo de Israel cuando sufría algunos males, como la sequía y cómo esta afectaba a toda forma de vida, comenzando por la sequedad de los campos que se volvían improductivos, la sed y el hambre de los animales y aun la vida de la propia gente. Imposible era que los profetas dejaran de interpretar las sequías como castigos de parte de Dios por haber abandonado sus leyes (Os.8.12).

Por tanto, junto con el llamado al arrepentimiento, Dios les daba promesas de restauración no solo de la lluvia y la restauración de la tierra, sino también de la alegría que producía el perdón de sus pecados y la sanidad de sus corazones (Ver, Is. 57.17-19).

De ahí que los profetas repitieran tanto los llamados al arrepentimiento como las promesas de la bendición integral; la física y la espiritual. Dios ve a su pueblo afligido, pero una y otra vez los llama a estar a cuentas con él y los anima con palabras de consuelo:

“Los afligidos y menesterosos buscan las aguas y nos las hay; seca está de sed su lengua; Yo Yahwéh los oiré, yo el Dios de Israel no los desampararé. En las alturas abriré ríos y fuentes en medio de los valles; abriré en el desierto estanques de aguas, y manantiales de aguas en tierra seca.” (Is.41.17-18).

Y aun otra vez:

“Entonces el cojo saltará como un ciervo y cantará las lengua del mudo; porque aguas serán cavadas en el desierto y torrentes en la soledad. El lugar seco se convertirá en estanque y el sequedal en manaderos de aguas…” (Is.35.6-10).

Sin embargo, no hemos de perder de vista la doble enseñanza que encierran todas estas palabras citadas. Lo cierto es que como Jesús nos enseñó lo espiritual a través de lo natural, también en el A. Testamento “el Espíritu de Cristo que estaba en ellos” -los profetas- (1ªP.1.10-12) enseñaba al pueblo lo espiritual a través de lo natural.

Por tanto, si por lo natural aprendemos lo espiritual, no deberíamos olvidar que aplicando lo espiritual (el propósito de Dios) a nuestras vidas, lo natural es también restaurado y generosamente enriquecido 1.

Dicho de otra manera: Hay mucha más bendición en lo natural al cumplir con las leyes divinas que en desobedecerlas, yendo en contra de ellas.

De ahí que el profeta Isaías, en medio de todas esas promesas acerca de la recuperación de la salud de los campos, enfatizara el llamado divino a beber de la verdadera agua de la vida:

“A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venir, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche (…) Deje el impío su camino y el hombre inicuo sus pensamientos y vuélvase a Yahwéh, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (Is.55.1-7).

 

Las promesas cumplidas en Jesucristo

Luego, andando los siglos, la verdad espiritual que encierran las palabras proféticas de Isaías tendrían su pleno cumplimiento en la persona y obra del Señor Jesucristo. (J.7-37-39).

Y a lo largo de los años he podido constatar la realidad de ese cumplimiento, no solamente en mí sino en otras muchas personas más que se encontraban en la misma condición que yo.

Y es que, el Espíritu Santo que inspiró a los profetas antiguos, “no dio puntada sin hilo”, cuando les guió a “administrar” las cosas que debían ser anunciadas y enseñadas siglos después por medio del Evangelio (1ªP.1.12).

Así que, con esa verdad en mente, recordamos aquel momento de la historia de la revelación, cuando todas las promesas que se dieron antaño, estaban por cumplirse en la persona del Hijo de Dios.

En Él se iban a resumir y cumplirse todos los llamados e invitaciones de los profetas antiguos a beber del agua de la vida. Y eso mismo fue lo que Jesús anunció y ofreció a personas en particular (como la mujer samaritana –J.4.12-14-), pero también lo anunciará a la clase religiosa y a todo el público en general:

“En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aun no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado” (J.7.37-39).

Al respecto, es difícil leer el A. Testamento y no ver la relación que hay entre las promesas que se dan allí y su cumplimiento que tienen lugar en el Nuevo Testamento, en la persona de Jesucristo.

La ocasión a la cual se refiere el texto mencionado así parece indicarlo a todos los efectos. Al respecto dice el comentarista Guillermo Hendriksen:

“En todos los siete días de la fiesta un sacerdote llenaba una jarra de agua de ese estanque (Siloé). Acompañado de una solemne procesión, volvían al templo y, en medio del toque de trompetas y gritos de las alegres multitudes, la derramaba en un embudo que terminaba en la base del altar de los sacrificios encendidos. El pueblo estaba jubiloso. Esta ceremonia no solo les recordaba las bendiciones otorgadas a los antepasados en el desierto (el agua de la roca), sino que también apuntaban hacia la abundancia espiritual de la era mesiánica. Tenían la mente, el corazón y la voz llenos de pasajes como Isaías 12.3: ‘Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación” (Hendrisen Guillermo Comentario al Evg. S. Juan. P.288. Libros Desafío. 1992).

Sin embargo, lo extraordinario del momento se dio cuando el Señor Jesús, en un lugar donde no solo sería bien visible por los presentes, sino bien oído…

“se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”.

Podemos imaginar la impresión que causaron las palabras de Jesús en todos los oyentes y, de forma especial en la clase religiosa que, de inmediato, pensarían: “¿Quién es ese? ¿Cómo se atreve a interrumpir el ritual?”

Jesús tuvo mucho valor para hacer lo que hizo. Jesús se estaba jugando la vida (J.7.45-52); y mucho más cuando ya les había dicho en otra ocasión que él era “el pan de vida” cuando poco antes había sido interpelado por los judíos:

“¿Qué señal haces tú para que veamos y te creamos? ¿Qué obra haces? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Pan del cielo les dio a comer. Y Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: No os dio Moisés el pan del cielo (…) Yo soy el pan de vida; el que a mí viene nunca tendrá hambre; y el que en mi cree, no tendrá sed jamás” (J.6.31-35).

Si bien es cierto que la revelación divina se iba dando a conocer más y más, también es cierto que el cerco se iba estrechando más, y la oposición a Jesús se iba haciendo cada vez mayor de parte de la clase religiosa, hasta llegar a “matar al Santo y al Justo (…) al Autor de la vida…” (Hch.3.14-15).

Pero en contraste, también es cierto que aquellos que adoptaban una actitud que correspondía con las disposiciones divinas, eran los verdaderos candidatos a alimentarse del “verdadero pan de vida” y saciar la sed espiritual que padecían.

Igual que hoy, y que siempre. Quiere decir que el “agua de vida” es para “los sedientos”, “los hambrientos”, “los trabajados y cargados”, “los quebrantados de corazón”, “los oprimidos”, “los ciegos espirituales” y a todos los cuales también acompañan un espíritu humilde que reconocen tanto su gran necesidad como a aquel que tiene la abundancia y el poder para satisfacer las necesidades espirituales de las cuales están necesitados.

Entonces, no debería extrañarnos que incluso la Biblia terminara con un llamado semejante al que hacían los antiguos profetas. ¿Por qué habría de extrañarnos, si el que inspiró las Sagradas Escrituras fue el mismo “Espíritu de Cristo que estaba en ellos” tanto del A. como del Nuevo Testamento (1ªP.1.10-12):

“Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida y para entrar por las puertas en la ciudad (…) Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera tome del agua de la vida gratuitamente(Apoc. 22.14,17. Los énfasis son míos).

Un llamado que es doble; por una parte a “lavar las ropas” que es una forma de referirse al hecho de que nada sucio entrará en el reino de Dios.

De ahí la obra de santificación llevada a cabo por el Señor Jesús y en virtud de la cual somos limpios de nuestros pecados e inmundicias, por el poder de su Palabra y su Espíritu Santo (J.15.3; Ef.5.25-27; 1ªP.1.22); y por otra, a satisfacer nuestra sed espiritual bebiendo “del agua de la vida”.

Y esto no es mera religión sino que se refiere a la obra de Dios hecha en el corazón del ser humano necesitado.

No en vano fue el Apóstol Juan el que registró las palabras de Jesús referentes al agua y el pan de vida en su Evangelio, pero también lo hizo en el libro de Apocalipsis haciendo referencia a lo mismo, aunque de diferentes formas; y todo para disfrute de los que tendrán acceso tanto “árbol de la vida” como al “río limpio de agua de vida… -que sale- del trono de Dios y del Cordero”, cuando en los propósitos de Dios todo haya llegado a su final. (Apoc.22.1-2,14).

¡Amén!

1. Sin que esta afirmación tenga nada que ver con la llamada “Teología de la prosperidad”. Porque si bien es cierto que cuando volvemos al Señor nuestra vida y entorno se sana, eso no impedirá que el creyente también padezca, en cierta medida y mientras estemos en este mundo, de los males que afectan a todos los seres humanos.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Palabra y vida - La sed saciada