El suicidio de Hemingway

El mismo éxito lo fue llevando, inexorablemente, al punto de sentirse una persona para la que vivir ya no tenía sentido.

04 DE AGOSTO DE 2019 · 11:00

Erenes Hemingway, en las costas de Cuba. / Dominio público, Wikipedia,
Erenes Hemingway, en las costas de Cuba. / Dominio público, Wikipedia

Antes de las siete de la mañana de un domingo 2 de julio de 1961, el escritor se despierta en su casa de campo en Ketchum, Idaho, y se levanta. Se viste con una bata (la llama “la túnica del emperador”), sale de la habitación donde estaba con su esposa, Mary Welsh Hemingway, y se dirige al lugar donde tenía guardadas sus armas, agarra una, toma asiento y apoya la frente contra los cañones

(Darío Brenman, Ernest Hemingway y las hipótesis sobre su suicidio).

El suicida, por lo general, es silencioso. El homicida, en cambio, es bullanguero. El suicida está enfrentado consigo mismo y con una realidad íntima que termina por resultarle inmanejable; el homicida, en cambio, tiene sus pensamientos y sus intenciones enfocados en otros. En el suicida, no hay ira sino frustración, un alto grado de depresión, una incapacidad de ver más allá de la oscuridad que lo envuelve una luz que señala el final de ese túnel tenebroso que lo agobia; en el homicida hay ira, un fuerte síndrome destructivo; destructivo de vidas y cosas. En ambos casos, los horizontes se reducen hasta desaparecer y, en la misma proporción, adquiere dimensiones obnubilantes esa fuerza fatal de morir, o matar.

Cuando Anastasio, el marido de Isabelina de mi cuento “Las corbatas de Isabelina” decidió quitarse la vida, lo hizo en total confidencialidad. Ni antes de colgarse de la lámpara de lágrimas ni después que encontraron el cuerpo, se pudo identificar el punto exacto en que el disparador gatilló el percutor para que una idea se transformara en un hecho. ¡Un hecho trágico! La nota que escribió Anastasio, más que explicar las razones, dejaba una serie de interrogantes que solo podrían responderse mediante conjeturas. “Me voy”, escribió, “en busca de un mundo mejor. Quizás no sea la manera más convencional de llegar a él, pero ¿y si me va bien?... Que todos ustedes descansen en paz que yo voy en busca de lo mismo”. No todos los suicidas dejan notas explicativas, lo que hace más compleja la situación, de por sí engorrosa.

Anastasio estaba hastiado de la vida; había nacido con un signo menos (--) en su frente, de ahí que su paso por el mundo haya sido a tropezones; chocaba con todo: personas, cosas, ideas. Todo le salía mal; tan mal, que hasta su decisión de casarse con Isabelina fue un error. Ella fue vertiendo en la copa de la vida de su marido gotas amargas una tras otra hasta que el vaso se rebalsó con la consecuencia ya sabida: muerto el perro, fin de la rabia.

Ernest Hemingway se suicidó. Suena duro al decirlo así. Cuatro palabras y 24 letras. Y aunque al principio se procuró desviar la atención del mundo que consternado se preguntaba por qué, utilizando una versión manipulada para disimular la tragedia, pronto se supo que Hemingway se había quitado la vida intencionalmente.

Para escribir el ensayo sobe “El viejo y el mar” publicado la semana pasada en esta revista, buscamos entre lo mucho que se ha escrito sobre el célebre escritor para, como otros tantos, tratar de entender las circunstancias que lo llevaron a hacer tan trágica decisión. Y encontramos en un estudio llevado a cabo por el doctor Christopher D. Martin, miembro del Departamento de Psiquiatría de la Escuela de Medicina de Baylor College, Texas lo que, aparentemente, podría darnos la respuesta. Por considerar que lo expuesto en el documento del Dr. Martin es un análisis serio, no especulativo sino que ofrece atisbos creíbles para entender el caso, lo tomamos en sus partes medulares. Sin embargo antes, un acercamiento nuestro a la tragedia que viven muchos niños, víctimas de padres que víctimas a su vez de sus propios traumas traídos desde su propia niñez, no tienen la capacidad de superarlos cuando les corresponde formar a sus propios hijos. Y hacen de ellos suicidas u homicidas en potencia.

Al escribir esto, me viene a la memoria un caso trágico ocurrido a pocos metros de nuestra casa en Chile. Un padre, furioso y fuera de sí por algo que había hecho su hijo lo golpeó hasta matarlo.

Dice el Dr. Martin que el suicidio de Hemingway se ubica en un trauma que habría sufrido en su infancia. Su madre –quizás habiendo querido que ese bebé que acababa de llegar al mundo hubiese sido una mujercita-, lo vestía con ropa de niña y empezó a llamarlo “mi pequeña muñequita holandesa¨. A ella le hacía gracia sin duda y a Hemingway quizás no le importaba mucho aunque, sin él darse cuenta, se fue creando en su psique un complejo que habría de explotar estruendosamente más tarde. El padre, por su parte, era maestro en los comportamientos agresivos al punto que cuando su hijo tenía cuatro años, empezó a enseñarle el uso de las armas de fuego. Las armas de fuego habrían de tener una historia trágica dentro de la familia porque Hemingway no fue el único que se quitó la vida de un disparo de escopeta. Su padre lo hizo en 1928, su hermano menor, Leicester lo hizo en 1982 y su nieta, la actriz Margaux Hemingway, en 1996.

Dicen las crónicas que Hemingway detestaba a su madre; la acusó de ser la causante del suicidio de su padre y cuando se tenía que referir a ella, lo hacía en términos que revelaban el odio que le tuvo siempre.

A lo largo de su vida de escritor, Hemingway lo ganó todo. Por la novela “El viejo y el mar” recibió en 1953 el premio Pulitzer, el más prestigioso que en los Estados Unidos se concede por logros en periodismo, literatura y composición musical. Un año más tarde, la Academia Sueca le otorgó el Nobel de Literatura por su obra literaria global. Tuvo fama, los amigos que quiso, disfrutó de la vida como suelen hacerlo los que logran hacerse de una fortuna excepcional, viajó, ejerció de corresponsal de guerra y se casó todas las veces que quiso.

Pero ese mismo éxito lo fue llevando, inexorablemente, al punto de sentirse una persona para la que vivir ya no tenía sentido. A menos que dejen una nota clara, extensa y explicativa confesando sus frágiles intimidades, poco se logra saber cómo afectaron al suicida hechos de su infancia. La agresividad de su padre se hizo realidad en la vida de Hemingway. La indolencia de su madre lo hizo a él un indolente sin causa; o con causa, que es todavía peor.

El Dr. Martin termina diciendo, en los apartes que hemos tomado de su estudio: “Si nuestros padres son la vara con la que nos medimos, vivir a la sombra de un padre suicida equivale a viajar por una carretera llena de baches en un camión cargado de nitroglicerina”.

“Y ustedes, padres, no hagan enojar a sus hijos, sino críenlos según la disciplina e instrucción del Señor” (Efesios 6.4).

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