El ser humano desnudo: salmos de súplica

Estudio Bíblico: Lírica bíblica (IV): Salmos (IV): Salmos de súplica.

05 DE NOVIEMBRE DE 2015 · 18:00

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Sin ningún género de dudas, el libro de los salmos contiene algunas de las porciones literarias de mayor hondura psicológica no sólo de la Biblia sino de la Historia de la literatura universal.

Tal circunstancia queda claramente de manifiesto en los denominados salmos de súplica. En ellos contemplamos al ser humano en su desnudez absoluta. Cada yo es un yo en si mismo que sólo tiene para dirigirse en su soledad y demás tribulaciones a Dios.

El Salmo 3, por ejemplo, es el de la persona que se sabe rodeada de unos enemigos que no dejan de multiplicarse (v. 1 y 2).

El Salmo 5 pone ante nuestra mirada a aquel persona que ama al único Dios verdadero y que por ello es calumniado y vilipendiado por los malvados (v. 9).

El Salmo 13 nos transmite la súplica del que se ve inmerso en la aflicción y la pena sabedor de que sus enemigos se alegrarán de su desgracia (v. 4).

El Salmo 22 es un texto extraordinario en que podemos ver al propio mesías abandonado y suplicando a Dios. Tampoco falta el caso del que suplica a Dios porque es un pecador.

Quizá el ejemplo más claro de ello sea el Salmo 51, escrito por David después de su pecado con Betsabé. David era consciente de que ni sus méritos ni ningún tipo de ceremonia podrían lavar su pecado. Sólo el amor inmerecido de Dios podría hacerlo, pero para recibir ese amor, David tenía que reconocer su culpa sin ningún género de paliativos y aceptar que la salvación no podía proceder de sus méritos. A decir verdad, nadie que no tenga un “corazón contrito y humillado” será recibido por Dios (v. 17).

Los salmos de súplica constituyen una afirmación innegable del Sola gratia que tanto enfatizó la Reforma y que aparece a lo largo de la Biblia.

Como señala acertadamente el Salmo 130:3:

Jah, si miraras los pecados, ¿quién, oh Señor, podría tenerse en pie?”. Semejante afirmación escuece a los que creen que pueden salvarse por sus méritos o por sus obras, pero constituye una enseñanza esencial en las Escrituras. Como bien mostró Pablo en Romanos 3: 9-20: ¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que ellos? En ninguna manera; pues ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado. Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles;

No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; su boca está llena de maldición y de amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre; quebranto y desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus ojos. Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios; ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado.

Los autores de los Salmos sabían que nada merecían y que nada podían ofrecer a Dios salvo sus faltas. Por eso, se confiaban en la Sola Gratia con una sencillez que nos conmueve. De manera también reveladora, sólo se dirigían a Dios.

Por su cabeza, jamás habría pasado la idea de inclinarse ante una imagen o encomendarse a nadie que no fuera Dios. Eso lo habrían hecho las naciones idólatras que rodeaban a Israel, pero jamás un miembro del pueblo de Dios.

Precisamente por eso las diferencias en los resultados resultaban tan acusadas. Las naciones entregadas a la idolatría, las que elevaban sus oraciones a otros seres que no era el único Dios verdadero y se inclinaban ante imágenes fabricadas por el hombre eran presa de la angustia.

Los que, orando al Dios único y únicamente, se veían rodeados de enemigos podían afirmar: “Yo me acosté y me dormí, y desperté porque YHVH me sostenía. No temeré a miríadas de gentes que levantaran sitio contra mi” (3: 5-6).

Esa paz sólo la puede disfrutar el que reconoce su pecado humildemente; el que acepta que no puede por sus propios méritos obtener el perdón; el que se confía a Dios en la fe de que sólo El puede cambiar su vida. Es una paz que ninguna organización religiosa, ninguna ceremonia, ningún psiquiatra y ninguna ideología pueden proporcionar.

Tal y como señala el Salmo 4: 8: “En paz me acostaré e igualmente dormiré, porque sólo Tu, YHVH, me haces vivir confiado”.

 

Lectura recomendada: Salmos 3, 4, 51 y 130.

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