Hace unos días en el poblado Santa Rita, municipio La Trinitaria, en Chiapas, la mayoría de la población decidió cortarles los servicios de agua potable y electricidad a diez familias evangélicas, identificadas con la denominación pentecostal Asambleas de Dios. El motivo enarbolado por más de 300 católicos tradicionalistas fue que la minoría se negó a cooperar para la realización de las fiestas del lugar. Pero da la “casualidad” que esas fiestas son celebraciones íntimamente relacionadas con el catolicismo, en las que salen a relucir los santos patronos venerados por los habitantes católicos de Santa Rita. El nombre del poblado, de alguna manera, ya lo dice todo. El pastor de los agredidos, Adán Aguilar Pérez, además ha informado que a él le tienen prohibido sembrar en tierras que le pertenecen.
Al frente de la turba que impuso el castigo iban el presidente del comisariado ejidal, Antonio Hernández Aguilar, y el agente municipal Rolando Aguilar Hernández (La Jornada, 21/II). Autoridades civiles al servicio de creencias católicas. Esto sucede porque todavía existe una especie de simbiosis entre unas creencias religiosas hasta hace poco tiempo únicas, y la esfera de la administración sociopolítica. En una imbricación así, quienes retan uno de los componentes de la mencionada simbiosis, necesariamente están cuestionando al todo. Por lo tanto los pentecostales dejados sin servicios vitales, como los son luz y agua, al ser inconformes religiosos son también inconformes políticos. Lo que están padeciendo es reprobable, y quienes creemos en la vigencia de los derechos humanos para todos y todas debemos manifestarles nuestra solidaridad, a la vez que cuestionar a sus agresores. A las autoridades les corresponde proteger a las víctimas y hacer vales las leyes, no negociarlas con la mayoría. Porque estamos ante una cuestión de derechos y no de ver quiénes son más.
Hace unos años, para más precisión el 27 de septiembre del 2002, tuve la oportunidad de participar en el Encuentro Usos, costumbres y libertad religiosa, en Las Margaritas, Chiapas. El hecho fue muy significativo, la realización del Encuentro, no mi participación, porque de los 118 municipios que conforman el estado de Chiapas, históricamente ha sido en dos de ellos donde se han dado el mayor número de actos violentos de intolerancia contra los indígenas protestantes: San Juan Chamula, en la zona tzotzil, y Las Margaritas, en la zona tojolabal. El evento tuvo por objetivo intercambiar puntos de vista entre líderes de distintas confesiones religiosas, autoridades municipales, legisladores y, como en mi caso, investigadores de los cambios religiosos y sus repercusiones culturales. Fue todo un logro que el acto haya tenido lugar en Las Margaritas, De alguna manera representó la coincidencia, desde distintas ópticas, de reforzar la noción del Estado laico, entre cuyas funciones están no imponer creencias y garantizar la libertad de quienes tienen una religión, quieren cambiarla o no tienen alguna. Rescato aquí una sección de lo que entonces expuse, con pequeños cambios de estilo e informativos.
El caso de los usos y costumbres (o sistemas normativos indígenas) con su reticencia al cambio religioso, las barreras que impone a la libertad de creencias y culto en distintas comunidades indias, no es exclusivo de las poblaciones indígenas. Ha tenido lugar en muchos momentos de la historia, en variados lugares y países. Estos regímenes de iglesias territoriales, donde lo político y religioso se conjugan y son indivisibles, se han topado en determinados momentos con pequeños núcleos de creyentes que conciben al gobierno y al Estado, o a la comunidad, al consenso mayoritario y la tradición, como instituciones que no pueden regir en cuestiones de conciencia. Vale subrayarlo: el tipo iglesia de creyentes se caracteriza porque el ingreso a la comunidad confesante es mediante una elección personal, no se es parte de ella por herencia, tradición o pertenencia a un territorio. La identidad religiosa elegida tiene problemas para reproducirse en lugares donde se decide que debe imperar una sola religión.
Lo que tenemos, de alguna manera, es el enfrentamiento entre usos y costumbres y la opción de aquellos que en el seno de las propias comunidades, no desde afuera, elijen otra identidad religiosa, política, cultural (incluso comienza a darse el caso de identidades elegidas en lo sexual); y todo ello es un reto a los sistemas monolíticos. La tradición se enfrenta con la diversidad y no sabe lidiar con ella. Así es porque antes no se había presentado la pluralidad valorativa con la intensidad que ahora se manifiesta en los pueblos indios. En todas las sociedades en las que surge la diversificación, al principio no saben cómo manejarla, el primer impulso es tratar de erradicarla. En mayor o menor medida, a todos se nos dificulta ser flexibles y entender cómo los otros construyen su vida.
Cuando nos confrontamos con personas que creen y actúan de manera distinta a la nuestra, me parece, a casi todos nos sale el inquisidor que llevamos dentro y les queremos decir que deben, o no, creer y cómo hacerlo. Pero del deseo de imponer, normalmente, no vamos más allá porque lo deseado pasa por el tamiz de la reflexión. Poco a poco, en la relación con quienes tienen creencias religiosas distintas a las nuestras, que adoptan otra identidad, es como vamos empezando a saber realizar intercambios cognoscitivos y aprendemos a aceptar al otro. Pero no cabe duda de nos cuesta trabajo hacerlo.
Una constante histórica en términos de diversificación religiosa, a menos que se haga uso permanente y por largos ciclos de la violencia, es que la pluralización se torna incontenible. No se puede detener un proceso cuando éste comienza a germinar internamente y confronta la identidad única, la identidad excluyente, la identidad histórica o tradicional. La diversidad se empieza a filtrar por todas partes. No hay diques capaces de contener a la diversidad de manera definitiva y permanente. Es posible que se le pueda detener por un cierto tiempo, pero nada más. Con frecuencia construimos diques o fortalezas mentales, edificamos barreras legales (pero injustas), levantamos muros comunitarios que a veces recurren a la violencia. Sin embargo encuentro que, en la historia, aún esos diques más violentos acaban por resquebrajarse. Es como una especie de gran presa que se quiere construir, capaz de contener todas las aguas. Y no, siempre hay una mínima fisura que acaba por desbordarla. Si la diversidad es incontenible, si no hay maneras de congelarla definitivamente, por lo tanto la opción es aprender a darle cauce.
Ante la creciente diversificación hay que adecuar medios, hábitos mentales, acomodar percepciones grupales y personales. Yo creo que esto ha venido sucediendo, en términos generales, en las comunidades indias de Chiapas, con distintos ritmos en cada región y desde hace buen tiempo. Hay una diversidad realmente existente en los pueblos indígenas. No estamos hablando aquí en un sentido teórico sobre qué se va a hacer en los pueblos cuando se presenten quienes creen de manera distinta a la tradicional. No, la diversidad religiosa ya está plantada, ya se encuentra dentro, y su difusión la tienen a cargo personas originarias de las poblaciones locales. Las historias de misioneros de distintas creencias que llegan y son los que dominan y, dicen, le lavan el cerebro a unos cuantos indios; son historias folclóricas y hasta fantasiosas. La realidad es que los credos religiosos se expanden cuando la comunidad, o un grupo de la misma, se apropia de la nueva propuesta, la hace suya y empieza a transmitirla.
Es constatable la diversidad religiosa en las comunidades, y la misma parece ser irreversible. Entonces, además de reconocerla intelectualmente, se hace necesaria su aceptación en terrenos prácticos. La tarea es aprender a negociar espacios comunes para todos, sin que una identidad religiosa particular sea el centro organizador de toda la comunidad. Comprender perfectamente que ya no se puede totalizar prácticas religiosas y culturales a la generalidad de la población, porque ésta ya se ha diversificado. Presbiterianos, adventistas, testigos de Jehová, pentecostales, nazarenos y otros no están en contra de trabajar al servicio de la comunidad (el llamado tequio), sino que se oponen cuando el centro aglutinador de ese trabajo es una creencia o símbolo religioso identificado con la religión tradicional: el catolicismo.
¿Qué va a pasar cuando los adventistas, presbiterianos o pentecostales sean mayoritarios en una comunidad, y el tequio antes ligado a festividades católicas se transforme en un tequio adventista? ¿Qué les parecería a los no adventistas que se les obligara a guardar la dieta propia del adventismo, cercana al vegetarianismo, o a tener que guardar el sábado, o bien obligatoriamente ayudar a construir un camino para facilitar el acceso a la Iglesia adventista del lugar; y no les quedara de otra porque en la nueva composición religiosa demográfica ya los adventistas son mayoría y ganan sin problema las votaciones en la asamblea comunitaria? Traigo a colación la hipótesis de los adventistas porque en Chiapas son los que más templos tienen, y en un buen número de poblaciones de la región zoque chiapaneca son mayoría. Por cierto que hasta hoy no existen noticias de tequios adventistas obligatorios para católicos tradicionalistas.
Continuará
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Kairós y Cronos
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