Quietud en medio de la tormenta
La paciencia es una virtud que todos necesitamos ejercitar. Vivimos en un mundo donde prima lo urgente, lo inmediato, todo gira a gran velocidad haciéndonos transitar por la vida con cierta premura.
04 DE FEBRERO DE 2010 · 23:00

Como madre ya he comprobado que la paciencia no nace con el bebé, es algo que se va adquiriendo con el paso de los años.
Mi hija de veinte meses corre de un lado para otro sin control. Su vida es un continuo juego hasta que aparecemos su padre o yo.
Somos los protectores, defensores, arrulladores, pero también somos esos dos obstáculos que ella encuentra en su camino cuando desea llevar a cabo alguna travesura.
Aunque sé que no entiende lo que quiero expresarle, tiendo a repetirle una y otra vez:
– Espera cariño, ahora te pongo en el suelo.
- Espera mi vida, ahora te doy la cena.
- Espera, ahora saldremos a dar ese paseo.
Espera, espera, espera…
Para ella, al igual que para los demás niños de su edad, esa espera le crea cierta frustración ya que es incapaz de comprender cuanto tiene de necesaria. Para los niños, esperar es una labor costosa, pues desconocen lo que es la paciencia. No tienen juicio para entender que en un momento determinado se les concederá lo que demandan, por ello ,se aburren, se vuelven inquietos, no soportan la angustia de la espera.
Quizá, los adultos nos tomamos tan en serio el hecho de hacernos como niños, que la acción de esperar también es considerada como una prueba de fuego.
Casi todo en la vida tiene un precio, un valor que hay que aprender a solventar con constancia y a menudo con sufrimiento.
La paciencia no se nos regala, también tiene su coste. Adquirirla no es sencillo, pues sólo se consigue practicándola.
Ante circunstancias que nos acometen en la vida tenemos la apremiante necesidad de tomar posesión de nuestras armas y salir a guerrear. Queremos eludir la voz de Dios y hacer caso omiso a sus consejos, pues torpemente creemos que es el momento de ceñir nuestros lomos y salir al campo de batalla blandiendo nuestra verdad. Cuando Dios nos pide quietud, nuestras fuerzas se desmoronan, no concebimos ese estado, no estamos acostumbrados a permanecer en reposo.
Si intentamos encontrar la pronta respuesta a nuestras oraciones sin contar con el tiempo de Dios, tan sólo conseguiremos una frustración semejante a la de un niño ante las negativas de sus padres.
Sin embargo cuando aprendemos a esperar confiando en Él, la quietud muestra su lado más afable y disipando nuestros temores nos ofrece un ramalazo de bendición.
Abandonarse a esa confianza no parece seguro, pero es la forma más sensata de vivir, Dios trabaja y se toma su tiempo para realizar su cometido. Confiemos en Él, esperemos en Él y Él hará…
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