Las fuentes griegas que dieron origen a la Biblia y a la teología cristiana, de Raúl Zaldívar

Griega fue la Biblia de los judíos de la diáspora; griega fue la Biblia mayormente usada y citada por los autores del Nuevo Testamento.

06 DE JUNIO DE 2024 · 18:00

Detalle de la portada del libro.,
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “Las fuentes griegas que dieron origen a la Biblia y a la teología cristiana”, de Raúl Zaldívar. Puede saber más sobre el libro aquí.

 

Prólogo de Alfonso Ropero

Los evangélicos siempre hemos tenido una predilección muy acusada por las fuentes hebreas de la fe cristiana, hasta el punto de llegar a extremos que rozan el desvarío, no voy a decir herejía, pues muchos no son conscientes ni agentes voluntarios de la misma. Para un gran número de creyentes parece como si lo hebreo —idioma y mentalidad— fuese superior al resto. ¿Nos hemos parado a pensar en qué idioma se reveló Dios a Noé, o a Abraham? Todo lo que no sea hebreo parece padecer el defecto de lo impuro, de lo imperfecto, incluso de lo corruptor. Así que todo aquel que quiere refrendar una doctrina nueva, como un resorte monótono siempre echa la culpa a la filosofía griega de haber tergiversado la enseñanza de la Escritura hebrea. Lo griego mancilla, mancha, contamina. Olvidan que Dios también habló en griego: primeramente al judío, pero también al griego (Rm 1:16).

Griega fue la Biblia de los judíos de la diáspora; griega fue la Biblia mayormente usada y citada por los autores del Nuevo Testamento. Un conocimiento deficiente de la historia judía lleva a muchos a imaginarse al judaísmo como una cultura monolítica en torno a lo hebreo, arameo en los días de Cristo, desde el tiempo de Esdras y Nehemías, cerrada a las influencias de su mundo entorno. Se ignora la significativa influencia griega en Israel y los israelitas, con las naturales reacciones de aceptación y oposición; asimilación y rechazo. Junto a los hasidím («fieles» o «piadosos») del siglo II a. C., que se resistieron a las influencias griegas y paganas en la religión de Israel, en defensa estricta a la ley judía, y que son probablemente los antecesores de los fariseos, se encontraban los misyavnim, los «helenizados», que, sin dejar de ser judíos, dialogaban con la cultura helena y llegaron a producir la traducción de la Torá al griego, lo que ese gran estudioso del tema, Natalio Fernández, dice que es la perla del judaísmo helenístico. «Suplantó a la Biblia hebrea en el judaísmo helenístico y es posible que se usara más tarde en la liturgia de la sinagoga y en la escuela cuando el hebreo ya no era comprendido en las comunidades de la diáspora egipcia» (“El judaísmo helenístico y la Biblioteca de Alejandría”, Razón y Fe, diciembre 2010). En algunos círculos evangélicos de orientación mesiánica, no contentos con la naturaleza griega de los escritos fundamentales del cristianismo, el Nuevo Testamento, quisieran, y a diario lo intentan, retro-traducir el griego al hebreo, como si lo hebreo hiciera más sagrado, más verdadero, más auténtico lo que se nos narra en los Evangelios o en las Cartas de Pablo, Pedro, Juan..., sobre el Señor Jesús y su mensaje. No se dan cuenta que Dios habló en otros tiempos a los padres por los profetas «muchas veces y de muchas maneras» (Hb 1:1), en hebreo, arameo, después griego, finalmente en todas las lenguas de la tierra, «cada uno les oía hablar en su propia lengua» (Hch 2:6), dando lugar así a la Iglesia cristiana, primicias de la nueva creación, pues Dios no es un Dios tribal, sino universal, en quien la humanidad recupera su unidad esencial como nos enseña la profecía de Juan (Ap 5:9; 7:9).

En esta obra tan original y necesaria en nuestros medios, su autor, el Dr. Raúl Zaldívar, tan inquieto y tan preocupado por la excelencia académica en la enseñanza evangélica, nos ofrece una introducción magistral de lo que significa, con todas sus complejidades y dificultades, el elemento helenista en la Biblia, comenzando por el principio, cuyo origen se encuentra en Alejandría, donde se gesta la Biblia griega o Septuaginta, tan importante para el cristianismo de los primeros siglos. El autor no se arredra los temas que pueden resultar polémicos a la mentalidad conservadora evangélica, como el delicado tema de los deuterocanónicos, mal llamados apócrifos, y su inclusión o exclusión en el canon bíblico, abriendo así un campo de discusión que puede resultar enriquecedor si se encara con objetividad. Esta es una obra para leer y estudiar con detenimiento, que tiene muchas implicaciones en la teología cristiana, como muestra en el capítulo dedicado al período posapostólico y la influencia de la filosofía helénica en Agustín y, posteriormente, en Tomás de Aquino, después de haber analizado el pensamiento de Clemente, Orígenes y Atanasio, todos ellos cristianos alejandrinos. Esperemos que esta introducción y compendio de las fuentes griegas sirva para iniciar a las nuevas generaciones de estudiantes evangélicos a una nueva manera de acercarnos a los estudios bíblicos, que corrija y renueve determinados planteamientos que nos desvían de la gran cadena del pensamiento cristiano, esa gran tradición que siempre ha mantenido y mantendrá que Jesucristo es el Salvador del mundo, que su gracia no destruye nada bueno de las culturas a las que llega, sino al contrario, las eleva a una síntesis superior, más perfecta y completa, habiéndolas “purificado en el lavamiento del agua por la palabra” (Ef 5:26).

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