Creer sin ver

Quienes sólo ven los datos concretos, a menudo lo hacen sin darse cuenta que esos datos señalan a la realidad de la presencia y la gloria del amor de Dios.

23 DE JUNIO DE 2025 · 18:00

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Foto de Dennis Ottink en Unsplash

Ocho días después, los discípulos se habían reunido de nuevo en una casa, y esta vez Tomás estaba también. Tenían las puertas cerradas, pero Jesús entró, se puso en medio de ellos y los saludó, diciendo: —¡Paz a ustedes! Luego dijo a Tomás: —Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo; ¡cree! Tomás entonces exclamó: —¡Mi Señor y mi Dios! Jesús le dijo: —¿Crees porque me has visto? ¡Dichosos los que creen sin haber visto! (Juan 20:26-29 Dios habla hoy)

¡Cómo nos parecemos a Tomás! Parece que, para todo, su primera respuesta fue “No”. Quería pruebas tangibles: ver y tocar. No le fue suficiente el testimonio de sus diez amigos con quienes había vivido experiencias inolvidables siguiendo a Jesús, y tampoco le fueron suficientes los múltiples anuncios del Señor Jesús que les advirtió a sus discípulos lo que pasaría en Jerusalén, y que él resucitaría de entre los muertos.

Tomás se maneja en el mundo de las realidades concretas, de todo lo que se puede palpar y comprobar con mediciones y observaciones empíricas. Su mundo es un mundo de datos físicos y químicos, desprovistos de significado. Sin embargo, el encuentro con el Resucitado desafía a Tomás –y a todos los que somos como él—a incursionar en el mundo de las realidades señaladas, de las realidades a las que apuntan los datos empíricos. Es decir, a creer sin ver y sin tocar.

Este otro mundo es más real que lo concreto y palpable. Está compuesto de las verdades a las que señalan los fenómenos –las cosas—de esta creación. Cuando alguien sólo vive en el mundo concreto de lo verificable por medio de los sentidos y las mediciones de laboratorio, concibe el mundo como lo ven los perros: Cuando a la hora de comer, el perro de la casa se acerca para pedirnos de lo que tenemos en el plato, le indicamos dónde está su comida. Sin embargo, para el perro sólo hay un dedo índice apuntando. Nada más. No sabe que el dedo señala otra realidad. El perro vive dentro del mundo de los datos concretos y palpables. No se imagina aquello a lo que el gesto representa, señala, indica, apunta, hacia la comida.

Así son quienes sólo ven los datos concretos, sin darse cuenta que esos datos señalan a la realidad de la presencia y la gloria del amor de Dios. Todo lo creado da testimonio de las realidades invisibles de Dios. Como Tomás, queremos ver y tocar. Queremos quedarnos en lo que perciben nuestros sentidos, y sólo creeremos si vemos. No le damos valor a las realidades señaladas e indicadas por los datos. No podemos creer sin ver.

Hoy, dos mil años después que vivieron Jesús y los apóstoles, tenemos el reto de creer sin ver, de considerar la realidad que se señala con todos los indicadores simbólicos. No tenemos otra alternativa. Nos toca ahora creer sin ver, y participar así en la bienaventuranza del Señor Jesús. Que Dios nos ayude a identificar lo más real. Que abra nuestros ojos para mirar, con la fe, aquello a lo que todas las cosas apuntan: la existencia y la belleza de su amor.

 

El valor de lo repetido

Somos bienaventurados porque hemos creído en el resucitado, aún sin haber visto sus heridas en las manos y el costado. Creemos que todo lo creado apunta hacia la existencia y la bondad de Dios, y tenemos también el testimonio de las Escrituras, que nos revelan el carácter del creador. Somos bienaventurados por creer que Cristo vive aun sin haberlo visto en sus apariciones, durante cuarenta días después de haber resucitado y antes de ascender gloriosamente al cielo.

Somos bienaventurados porque podemos repetir una y otra vez la experiencia de la reunión con el resucitado. Tomás tenía un hermano gemelo. Había crecido en el mundo de la repetición –en la ropa, en los regalos, siempre dos para todo y todo repetido. De alguna manera, Tomás se resiste a las repeticiones. Tal vez por eso faltó a la reunión pasada…

El domingo anterior, Tomás faltó a la reunión de los discípulos. Hay muchas razones que pudiéramos presentar para explicar por qué faltó a la reunión. Pero quizás no le gustaban las repeticiones, y no le atraía el hecho de repetir las reuniones cristianas. En los cultos repetimos cada semana el mismo orden de culto, y hacemos cultos que son gemelos.

Tomás prefirió faltar a la reunión, por cualquier razón… Sin embargo, para quienes no valoramos las repeticiones y las rutinas, debemos pensar de otra manera: Todos necesitamos las repeticiones: Aunque hayamos comido el día de ayer, necesitamos volver a comer hoy. Todos los días volvemos a preparar los alimentos, y al hacerlo repetimos lo que hicimos el día anterior.

En la crianza de un bebé se requieren las repeticiones. Una y otra vez tenemos que preparar su biberón y cambiarle su mantilla. La repetición refleja la dedicación, disposición y amor hacia el bebé. Esto quiere decir que el amor se manifiesta en la repetición. Cada mañana volvemos a hincar la rodilla una vez más, para agradecer por un nuevo día, que otra vez, como el día anterior, ha comenzado renovando la misericordia de Dios.  

Tomás: “No dejemos de reunirnos, aunque la rutina del culto sea repetida, porque en el culto se hace presente el Señor”. El Señor Jesús se hace presente entre su pueblo, y quienes no asistieron a la reunión posiblemente no lo puedan creer, hasta no verlo. Se ponen en riesgo de perder la fe. Que el Señor nos perdone si hemos menospreciado la reunión de su pueblo porque nos ha parecido repetición. Queremos valorar el volvernos a reunir una vez más, con Dios en medio nuestro.

No perdamos la oportunidad de repetir el encuentro del Señor con su pueblo, porque en esos encuentros repetidos está nuestra vida.

 

Los riesgos de faltar

A Dios le gustan mucho las repeticiones, y por eso hace salir el sol cada mañana, y hace volver las estaciones del año, y por eso, cuando nace una flor –aunque sea silvestre— con toda su belleza, simetría, sencillez y misterio, Dios se alegra de hacer otra y otra y otra más.

Dios tiene muy viva la característica que teníamos los humanos cuando éramos niños, de disfrutar las repeticiones: cuando alguien nos hacía el juego del volantín, al terminar decíamos: “¡Otra vez!” Luego, al ir creciendo, se nos quitó esa característica, y nos hicimos más serios y aburridos. En cambio, Dios no ha perdido ese rasgo, de alegrarse una y otra vez con el mismo girar del planeta alrededor de su eje, y con la misma traslación alrededor del sol, una y otra y otra vez.

Por eso, asistir al culto de la iglesia (otra vez), es como lanzarse a los brazos del Padre celestial para sentir su abrazo una vez más, para escuchar su voz y el palpitar de su corazón, otra vez. No dejemos de reunirnos… porque nos ponemos en grandes riesgos cuando no asistimos. El Señor se hace presente, nos da su paz y nos envía al mundo.

Tomás, el gemelo, el repetido, aunque tiene una razón muy poderosa para resistirse a las repeticiones, ha puesto en duda la resurrección del Señor Jesús, por su resistencia a las repeticiones, se ha perdido la alegría de Cristo. Cuando faltamos a la disciplina de la reunión cristiana ponemos en riesgo nuestro encuentro con el resucitado, ponemos en riesgo la salud de nuestro corazón.

Porque lo que confesamos juntos nos mantiene en salud espiritual. Lo que oramos juntos: que Cristo vive, que el Señor es bueno, que tiene buena voluntad para todo el mundo, y que nos incluye en su tarea de reparación y restauración… Todo esto es lo que nos hace salir adelante en medio del caos de la existencia.

Precisamente porque la existencia es dura, amarga y dolorosa, porque nos suceden cosas inexplicables, necesitamos la fortaleza de la reunión cristiana, cuando al estar juntos, el Señor Jesús se pone en medio para darnos su paz, y para enviarnos al mundo. Eso no nos lo podemos perder, porque lo que está en juego es demasiado importante.

Queremos que el Señor nos abrace una vez más, y que otra vez nos recuerde que su misericordia ha sido totalmente renovada esta mañana.

 

De incrédulo a creyente

Ocho días después –es decir, en domingo— estaban otra vez los discípulos reunidos. Estaban otra vez reunidos. Repetían la reunión. Otra vez, porque el día que amanece es una nueva oportunidad de seguir a Cristo. Es una nueva oportunidad de comprobar que la misericordia de Dios se ha hecho nueva. El amanecer es una nueva oportunidad de vivir.

Entonces, si hay una nueva oportunidad hay que aprovecharla, y reunirnos, otra vez, para recordarnos que Cristo está vivo y entender qué significa esa realidad para nosotros. El Señor Jesús se presentó –estando las puertas cerradas— e inmediatamente se dirigió a Tomás.

El Señor tiene paciencia, y a pesar de todas las veces que él mismo dijo que iba a ser crucificado y a resucitar, y a pesar del testimonio de sus compañeros que lo vieron vivo, y a pesar de los relatos de Pedro y Juan que vieron los lienzos “puestos ahí” y de María Magdalena, que lo vio como el jardinero de la nueva creación, Tomás sigue sin creer. En esa reunión, el Señor estaba buscando a aquel que tenía más dudas, al que era más difícil de convencer. Porque alguien así se puede llegar a convertir en el creyente más convencido, en el defensor más ferviente de la verdad de Cristo.

El Señor Jesús resucitado no recibió informes de la situación. Nadie le puso al tanto ni le comunicó lo que había dicho Tomás. Pero Cristo, que es Señor y Dios, conoce nuestros pensamientos y nuestro corazón, mejor que nosotros mismos. Entonces, él sabía exactamente lo que pasaba por el corazón de Tomás.

Al invitar a Tomás a tocarlo, el Señor Jesús no mencionó todas y cada una de sus heridas. No lo invitó a mirar sus pies o las marcas de la corona de espinos. Sólo mencionó aquellas heridas que Tomás había dicho: Las manos y el costado. El Señor Jesús conoce nuestro pensamiento y nuestro corazón, y nos dice: “No seas incrédulo, sino creyente”.  Que el Señor ayude nuestra incredulidad, y haga de nosotros esos fieles creyentes que le conocemos aún sin haberle visto, por la presencia de su Espíritu entre nosotros.

 

¡Mi Señor y mi Dios!

El Señor Jesús nos conoce. Conoce nuestro corazón y nuestros pensamientos, y nos invita a creer, sin haber visto. Él es Señor y Dios. Y qué mayor demostración de la divinidad del Señor Jesús, que el vivir con una herida mortal abierta en el costado. Fue la lanza que abrió su corazón, y que hizo que del costado del Señor brotara sangre y agua. Nadie es capaz de vivir con una herida así. Pero el cuerpo resucitado del Señor Jesús lleva todavía esas heridas y esas marcas de la cruz.

El que resucitó es la misma persona que murió en la cruz. El resucitado es el que fue crucificado. Esto significa que Dios aprobó y exaltó a aquel que fue rechazado por las autoridades religiosas y políticas del mundo. Los suyos no lo recibieron. Lo rechazaron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos e hijas de Dios… (Juan 1:12).  

Cuando el cordero, Cristo Jesús, recibe la adoración de todo el cosmos en Apocalipsis 5, es descrito como un cordero que lleva la marca de haber sido degollado. Es decir, que todavía tiene abierta la herida de su sacrificio. Lleva la evidencia de haber sido crucificado, y así es como recibe la adoración universal. Es Jesús, capaz de vivir en la gloria de su resurrección con sus heridas mortales abiertas hasta el corazón.

Tomás, en una expresión de adoración y entrega, le dice al Señor Jesús: “¡Señor mío y Dios mío!” No se trataba de una simple expresión de asombro, como mucha gente dice hoy en día, porque los judíos tenían muy claro que no podían usar el nombre de Dios para expresiones así. Era, más bien, un reconocimiento pleno de la soberanía y de la divinidad de Jesús.

No lo tocó. No fue necesario. Fue suficiente con tenerlo frente a sí, y con reconocer su actitud de amor y gracia ante un discípulo incrédulo y terco. Es nuestro Señor y nuestro Dios, el Hijo Cristo Jesús, que hoy nos llama bienaventurados porque hemos creído, aunque estamos a tantos siglos de distancia. Entreguémonos una vez más a su amor derramado sobre su pueblo y su mundo.

 

Callar de amor

Cuando el Señor Jesús resucitado se presentó en medio de los discípulos tenía todo el derecho de reclamarles, de echarles en cara su cobardía y su traición. Lo dejaron solo, lo abandonaron en la noche de su arresto. Pedro lo negó tres veces. Todos huyeron y se dispersaron para esconderse por el miedo que los dominó.

Pero el Señor guardó silencio. En medio de sus discípulos, el Señor –que conoce todas nuestras fallas e imperfecciones— calla por su amor. Lo que dijo al volver a ver a sus discípulos fue un saludo de paz y bendición, un envío al mundo (así como el Padre lo envió a él), y el soplo de su Espíritu Santo para poder perdonar con libertad.

La presencia de Jesús resucitado entre sus discípulos debe recordarnos las palabras proféticas de Sofonías (3:17). Es un anuncio de gran alegría y victoria, porque Dios no se acerca a su pueblo con palabras de juicio y condenación, sino que –por la obra redentora de Cristo en la cruz— ha logrado hacer por nosotros lo que no podíamos hacer por nosotros mismos: ha limpiado nuestros pecados, ha roto nuestras cadenas, ha derrotado al enemigo para siempre, y ha germinado la nueva vida que sale de su cruz.

Por eso, que no desfallezcan nuestras manos, que no nos domine el miedo. Dios está entre nosotros en la persona del Espíritu Santo, como un guerrero victorioso, que ha vencido al enemigo. Le alegra estar en medio de su pueblo, y –aunque lo sabe todo sobre nuestras faltas—guarda silencio, calla por amor. No nos echa en cara nuestras culpas, sino que se regocija cantando con nosotros esos cánticos de libertad y de júbilo.  

Tengamos la fe y la certeza de su amor derramado sobre su pueblo y sobre su mundo, y entreguémonos el día de hoy a su causa una vez más. Vamos a confesar con nuestros labios y a actuar con nuestras manos lo que significa ser tu pueblo.

Los infantes de Carrión, maridos de las hijas del Cid, fueron hipócritas que maltrataron a sus esposas a quienes dijeron que amaban. Cuando fueron capturados y juzgados por la violencia con que trataron a las hijas del Cid, ante al tribunal, el primo de ellas, Pero Bermúdez, les increpó con una sentencia que todavía resuena hoy: “¡Lengua sin manos! ¿Cómo osas hablar?” Y es que lo que confiesan nuestros labios debe ser actuado con nuestras manos. 

Pidámosle al Señor que podamos darle manos a nuestra lengua. Que vivamos la alegría de tener a Cristo entre nosotros, y aprendamos de su gracia y de su perdón.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Enrolado por la gracia - Creer sin ver