Creer, pensar, vivir y cantar: lecciones del ministerio de Samuel Escobar
La contextualización de la adoración y del discurso y acción de la iglesia en el mundo es un tema que estuvo siempre presente en la reflexión teológica de Samuel Escobar.
04 DE MAYO DE 2025 · 09:00

Algo especial ocurre en el corazón cuando por medio del canto compartimos convicciones de fe con personas a quienes admiramos. Por eso es crucial cantar las verdades cristianas con niños y niñas como parte de su formación en la fe. A mis hermanos y a mí, nuestra madre nos arrullaba en sus brazos cantando himnos evangélicos. Eso contribuyó a imprimir en nuestra alma la devoción a Cristo a lo largo de nuestra vida. El canto que los presos oían en el calabozo de Filipos fortalecía el corazón de los misioneros Pablo y Silas mientras reafirmaban que Cristo es el Señor por medio de aquellas estrofas entonadas en la noche. Hay en el canto algo tan especial, que el poeta bengalí Rabindranath Tagore escribió: Dios me respeta cuando trabajo, pero me ama cuando canto. En estos días que nos hemos despedido del profesor Samuel Escobar, llenos de gratitud al Señor por su fructífera vida de pensamiento y acción, mis recuerdos giran en torno a las múltiples ocasiones en que cantamos juntos.
En mis años de estudiante universitario me acompañaban sus escritos en las revistas Certeza y Pensamiento Cristiano. Su libro Diálogos entre Cristo y Marx me daba herramientas para conversar con mis compañeros de estudio, entusiastas admiradores de la ideología marxista. En el año 1983 compuse un himno que se difundió entre los movimientos latinoamericanos de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos (CIEE) gracias al Décimo Seminario Continental, celebrado en Quito, Ecuador, en enero de 1985. Aunque yo no asistí a ese seminario, participé por medio del himno:
Yo soy un militante, la gracia me ha enrolado
No temo a la batalla, mi ejército es triunfante
la historia está ganada
¡Jesús es el Señor!
Cuando en enero de 1986 conocí al profesor Samuel, ese himno fue mi carta de presentación. En ese encuentro, él me enseñó un libro donde venía la partitura del himno Tenemos esperanza, del obispo metodista Federico Pagura, de Argentina. Con música de tango, la profundidad lírica de Pagura expresa la verdad del evangelio de manera transparente. La influencia que ese himno tuvo sobre mí fue grande. Yo había crecido en una iglesia donde casi todo eran traducciones; la expresión de la fe y la devoción tenía poco contenido autóctono de América Latina. Por eso, encontrarme con ese himno fue un impacto tremendo. En septiembre de ese año ingresé al seminario bajo su tutela académica. Muchas veces, en su casa de Filadelfia, o en el comedor o salones del Seminario Bautista del Este, junto a Miguel Ángel Palomino, su esposa Rosemary, y otros estudiantes, cantábamos Tenemos esperanza, sintiendo hondo las cadencias de los versos de cada estrofa:
Porque él entró en el mundo y en la historia,
porque él quebró el silencio y la agonía,
porque llenó la tierra de su gloria,
porque fue luz en nuestra noche fría…
Por eso es que hoy tenemos esperanza…
Sus cursos eran verdaderos tesoros de descubrimiento de las profundas raíces de nuestra identidad cultural como evangélicos de habla hispana, así como de la trayectoria del pensamiento evangélico latinoamericano. Conocimos a precursores como Diego Thompson y Francisco Penzotti, a líderes evangélicos comprometidos con el desarrollo de su pueblo, como Alberto Rembao, Juan Mackay y Gonzalo Báez-Camargo, y a poetas y predicadores como Francisco Estrello y Ángel Mergal. Valoramos la poesía compuesta originalmente en español, y cantamos la notable profesión de fe del intelectual mexicano Báez-Camargo en su poema Retorno:
Voy a seguir tus huellas, Jesús, definitivamente.
Sólo beberé el agua de tu fuente.
Sólo amaré el fulgor de tus estrellas,
y hacia tu faz afirmaré la frente.
En una clase nos contó sobre el encuentro que tuvo Miguel de Unamuno con Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca: “Vencer no es convencer”, interrumpido por gritos de “¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!” Ahí nació en mí el interés por Unamuno, que ha conducido mis trabajos académicos desde entonces. En la defensa de mi disertación doctoral sobre la alterutralidad unamuniana, gracias a que todo se realizaba en línea por cuestiones de la pandemia, pudo estar “presente” mi querido maestro desde Valencia.
Escobar nos enseñó a apreciar la herencia espiritual de los místicos españoles, de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, al tiempo que nos mostraba la denuncia valiente del indígena Guamán Poma de Ayala en el Perú colonial. Así, sus estudiantes vivíamos el aprecio alterutral de estas dos herencias, tradiciones de ambos lados del océano, para hallar la voz de nuestra identidad mestiza.
Su salón de clase no se reducía a cuatro paredes. Seguía enseñando en la convivencia cotidiana, en la mesa abierta cuando nos recibía para cenar, en veladas deliciosas e inolvidables junto a su amada familia. Mi esposa Eva y yo disfrutamos de su amable hospitalidad. Nos compartió valses, huaynos, boleros, ceviches, papas a la huancaína, ají de gallina, amor por Latinoamérica y por la Biblia, sonrisa de corazón abierto, siempre con sus preguntas profundas y su esperanza viva. Nos introdujo a la música del Trío Mar del Plata, en agudo contraste con buena parte de la producción musical cristiana que busca sólo el relumbrón, los cantos del trío sonaban como discursos que entrelazan la mente y el corazón:
La libertad, yo sé dónde no está la libertad.
No está en las filas erizadas de fusiles,
no está en la guerra de guerrillas en la calle
no está en los libros ni en la mucha erudición.
Porque el que a hierro mata a hierro también muere,
porque no hay ni un sistema actual que permanece,
porque los hombres no son libres por adentro
para hacer uso correcto de lo que es la libertad.
Este énfasis en la cultura hispanoamericana no le hacía a Escobar cerrarse totalmente a la bendición que hay en otros idiomas. La adoración madura reconoce que lo más importante es el fondo, y que las formas son contingentes y pasajeras. Por eso también podía disfrutar en los cultos de capilla del seminario, cuando cantábamos en inglés. Y en cada graduación, con su toga doctoral, desfilaba en la procesión de la facultad y los graduandos que casi siempre era con el himno Where Cross the Crowded Ways of Life, de Frank M. North (1905). Las notas del imponente órgano de tubos llenaban el recinto sumándose a las voces de la congregación, con un himno que en español, de traductor anónimo, dice así:
Entre el vaivén de la ciudad, más fuerte aún que su rumor;
en lid de raza y sociedad, tu voz oímos, Salvador.
Doquiera impere explotación, falte trabajo, no haya pan;
en los umbrales del terror, oh Cristo, vémoste llorar.
Un vaso de agua puede ser hoy de tu gracia, la señal;
mas ya las gentes quieren ver tu compasiva y santa faz.
Salva, oh Cristo, con poder a la sufriente humanidad;
si con amor lo hiciste ayer, camina y vive en mi cuidad.
Hasta que triunfe tu amor y el mundo pueda oír tu voz.
Y de los cielos, oh Señor, descienda la ciudad de Dios.
No fue fácil para él llegar a Eastern, a una cátedra que había antes ocupado el puertorriqueño Orlando Costas, quien fundó el departamento de estudios hispanos, y luego marchó a enseñar en Andover Newton, en Boston. Costas murió en 1987 después de varios años de lucha cruenta contra el cáncer. El profesor Samuel había sido su amigo y colaborador en la Fraternidad Teológica Latinoamericana. Lamentó mucho la muerte de ese compañero de reflexiones misiológicas evangélicas. Sin embargo, lo más difícil para Samuel fue lidiar con la manera en que procesaron su duelo algunos discípulos de Orlando Costas que seguían en Eastern. Escobar recibió y amortiguó bastante frustración, incluso actitudes agresivas hacia él motivadas por la pérdida de un maestro tan querido como Costas. Con mucha paciencia, Samuel escuchaba sus quejas, atendía sus reclamos, y nunca se enganchó en dinámicas de agresión en contra de nadie. En ese año escribió un himno al que le puse música y lo publicó la Editorial Mundo Hispano. El himno se llama Señor de la vida:
Gloria al Señor que nos hizo, a Quien la vida debemos.
Gloria al Rey del universo, dueño de todo es Él.
Gloria al Señor de la vida, Quien nos ha dado el ser.
Le damos con alegría el alma y el corazón.
Gloria al Señor que nos hace colaborar en Su reino;
por los caminos del mundo entero el evangelio va.
Tiempo, talento y dinero en nuestras manos hay;
todo lo ha dado el Señor, Él multiplica Su amor.
Dios y Señor de la vida, te damos con alegría
lo que tenemos y lo que somos, es tuyo, oh, Señor.
Transforma Tú nuestras tierras, es nuestra oración.
redime nuestro pasado con Tu futuro de amor.
Compartía con sus alumnos algunos de sus viajes, y organizó un curso intensivo de verano en el Seminario Evangélico de Lima, con el antropólogo Tito Paredes. Ver a Escobar en Lima era sentir el entusiasmo de estar en casa. Como él nunca aprendió a conducir un auto, se movía en transporte público. Así pues, me enseñó a usar el transporte público (autobuses) de Lima para trasladarme de un lugar a otro. En el café de la Sociedad Bíblica Peruana tocaba un grupo evangélico de música andina. El grupo La semilla nos regaló varias veladas de música del corazón, con mensaje inspirado en la buena noticia de Cristo y con instrumentos, ritmos y armonías andinas.
En uno de esos viajes me invitó a acompañarlo a Princeton, la universidad donde terminó su carrera el misionero Juan Mackay, a un coloquio teológico. Cuando Mackay participó en la reunión del Consejo Misionero Internacional, en Jerusalén en 1928, había defendido la legitimidad de la misión evangélica en América Latina ante las presiones de quienes decían, por motivaciones ecuménicas, que el continente americano ya era cristiano, y no se necesitaba tener misioneros protestantes ahí. Recuerdo que en el coloquio Escobar siguió defendiendo el punto de Mackay: no se puede considerar a América Latina un continente cristiano, por el tipo de catolicismo que llegó con la conquista y la colonización ibérica. Escobar les dijo: No todos los católicos son iguales. Hay católicos y católicos, y los de América Latina no son como los de Nueva Jersey.
En el año 2000 se realizó en Niterói, R.J. (Brasil) el primer congreso latinoamericano bautista de adoración. Como resultado de ese congreso, se emitió una declaración. Samuel Escobar estuvo al frente del comité de redacción de la Declaración de Niterói, que en su colofón dice así:
La adoración es un nuevo estilo de vida
que surge de la celebración de la vida de Cristo en nuestra vida.
La contextualización de la adoración y del discurso y acción de la iglesia en el mundo es un tema que estuvo siempre presente en la reflexión teológica de Samuel Escobar. Así se puede ver desde el Pacto de Lausana, que proclama la reconciliación de toda la cultura por medio del evangelio. Ante la falsa idea de que la adoración es un momento suave de emoción durante la reunión de la iglesia, la declaración de Niterói afirma que se trata de un estilo de vida y no sólo de un estilo de música.
Después de la Asamblea Mundial de la CIEE del año 2015, que se realizó en Oaxtepec, México, ya no volvimos a encontrarnos en persona. Sin embargo, seguíamos en contacto, en conversaciones por teléfono celular y videoconferencias. En los últimos años, esa comunicación de larga distancia fue por intermediación de su hija Lilly Esther, que le pasaba mis saludos y mensajes de voz. En algunos le grababa una estrofa de algún himno, que él reconocía y cantaba conmigo.
Uno de esos himnos es Jesús es mi rey soberano, del pastor metodista mexicano Vicente Mendoza. Era el himno favorito de mi madre, y al profesor Samuel, querido anciano, le impregnaba de gozo declarar estas palabras cantadas con aire de ranchera:
Jesús es mi rey soberano; mi gozo es cantar su loor.
es rey y me ve cual hermano; es rey y me imparte su amor.
Dejando su trono de gloria me vino a sacar de la escoria.
Y yo soy feliz, y yo soy feliz por él.
En el hospital, durante sus últimos días, Lilly Esther le ponía la grabación del soneto a Cristo crucificado. Con mucha lucidez, él reconocía la pieza, sonreía, y cantaba desde el corazón la oración de nuestra herencia hispana de fe y devoción a Cristo:
No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido.
Muéveme el ver tu cuerpo tan herido.
Muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Seguiremos en el ministerio con la inspiración y el ejemplo de maestros como Samuel Escobar. Todavía hay mucho trabajo por hacer. Y pronto nos volveremos a encontrar, querido profesor, y volveremos a cantar. Será un cántico nuevo ante el trono del Cordero vencedor.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Enrolado por la gracia - Creer, pensar, vivir y cantar: lecciones del ministerio de Samuel Escobar