La mujer cananea

En la mujer cananea encontramos un brillante ejemplo del poder de la fe. La fe hace portentos en los individuos que se acogen a ella.

07 DE OCTUBRE DE 2020 · 12:45

Jesús y la Cananea, una pintura de Adolf Hölzel. / Wikimedia Commons,
Jesús y la Cananea, una pintura de Adolf Hölzel. / Wikimedia Commons

La historia de esta mujer que intercede a Cristo por su hija la cuentan, con leves diferencias, Mateo y Marcos. El relato de Mateo es más largo y con más desarrollo dramático. El de Marcos es menos vivo. La acción tiene lugar durante el tercer año del ministerio de Jesús, cercana ya la hora de su muerte voluntaria.

Jesús recorría la Galilea. De las orillas del lago Tiberíades había ido a Nazaret, su patria. Después atravesó la tribu de Zabulón y se adelantó a Tiro y Sidón, región situada en la parte norte de Galilea superior.

Por la lectura atenta de los capítulos anteriores al 15 de Mateo, todo indica que al retirarse a estas tierras Jesús quería descansar y pasar desapercibido, tarea imposible. La gente le seguía dondequiera que iba.

Una mujer, madre de una hija enferma, sabiendo que Jesucristo visitaba aquella comarca en compañía de sus discípulos, se acercó al grupo, llegando hasta Jesús, exclamando a voces: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio” (Mateo 15:22).

Mateo llama a esta mujer cananea, tal vez significando que era gentil, no judía, oriunda de los primeros habitantes de Fenicia, que eran cananeos, mencionados ya en el Génesis.

Los cananeos procedían de Cam, hijo de Noé: “Cam es el padre de Canaan” (Génesis 9:18).

La versión de Marcos es más precisa. Dice: “La mujer era griega y sirofenicia de nación”.

Los sirofenicios pertenecían a la provincia romana de Síria y se distinguían de los libiofenicios de Libia.

¿Qué tipo de enfermedad azotaba a la hija de la mujer cananea?

Marcos dice que rogaba a Jesús “que echase fuera al demonio”. Mateo pone en boca de la madre estas palabras: “Mi hija es gravemente atormentada por un demonio”. Los judíos admitían la posesión demoníaca, también otros pueblos vecinos, como Canaán.

Lucas 8 asegura que Jesús expulsó del cuerpo de María Magdalena siete demonios.

Los gritos de la mujer cananea pidiendo a Jesús que curara a su hija son perfectamente asumibles. ¿Qué madre no pediría a gritos la curación de una hija enferma? La hija es el espejo de la madre. Una madre se quiere en la hija más que a sí misma. El amor de madre es verdadero y entrañable; otros amores son humo y aire. Para la cananea, el sol brillaba solamente para el cuerpo de su hija enferma.

A los gritos de la cananea Jesús no respondió. ¿Por qué? ¿No había dicho en otra ocasión “pedid y se os dará”? ¿No era el momento? Si sabía lo que finalmente habría de ocurrir, ¿quería saber hasta donde llegaba la fe de aquella mujer? Según Mateo, “Jesús no le respondió palabra”.

Tal vez no quería hacer milagro alguno y permanecer desapercibido en aquellas tierras; como la mujer insistía en sus gritos, los discípulos se enfadaron, si bien la mujer nada les había pedido a ellos. Estos hombres habían aprendido poco del Maestro. Después de tres años con él sus corazones permanecían cerrados a la tolerancia, a la compasión y al amor. ¡Que triste! Sigue el relato en páginas de la Biblia: “Entonces acercándose sus discípulos, le rogaron, diciendo: Despídela, pues da voces tras nosotros”. ¡Pobrecitos hombres de oídos delicados! No soportaban los gritos. No llegaron a entender que aquellos gritos procedían de una madre angustiada. La dignidad de Jesús y la indignidad de sus seguidores se mantiene, desgraciadamente, hasta el día de hoy.

Una antigua tradición cristiana da a esta mujer el nombre de justa y a su hija el de Berenice.

La comitiva siguió su andar con Jesús al frente. En el camino entraron a una casa, tal vez para comer y descansar un poco. La mujer les siguió. No se dice cómo, pero logró entrar en la casa donde estaba Jesús con sus discípulos. Acercándose al Señor, se postró ante él y le dijo: “Señor, socórreme”.

Sólo los judíos son considerados en el Antiguo Testamento como hijos de Dios. La mujer cananea sabía esto, pero insistía en sus peticiones. Presenta el dolor de su hija como suyo propio. Le pedía sin cesar y con la voz como un grito, frecuente en los orientales, que expulsase al demonio del cuerpo de su hija.

Por fin Jesús la atiende y habla. Sus palabras son como abejas, tienen miel, pero también tienen aguijón.

Las palabras que encierran la verdad nunca suenan bien. Se las considera duras. Así fue la respuesta de Cristo: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos”.

¡Cuidado! No juzguemos el lenguaje de Cristo sin conocer las razones. La mujer era de la nación de los fenicios. Estos, ya fuesen griegos o cananeos profesaban la idolatría. Lo grosero de sus doctrinas religiosas justificaba el primer rechazo de Jesús. Pero Cristo no hiere sino para curar. Por otro lado, perro era una designación que los judíos daban a todos los gentiles. Cristo suaviza la frase con el empleo del diminutivo.

La pobre madre, excitada por aquella energía que no conoce obstáculo, ignora lo que pudo parecer una ofensa. A ella sólo interesaba la curación de la hija, como a cualquier madre de nuestros días. Admite que ella pertenecía a una nación idólatra, condenada según el pensamiento judío. Pero no se rinde. Encuentra nuevos argumentos para llegar al corazón de Jesús. Insiste: “Sí, Señor, pero aún los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”.

Era todo el corazón de la mujer el que creaba la excepcional respuesta. Tan excepcional que quien ahora se rinde es Cristo. Alaba la fe que la cananea había depositado en él. Le dice: “Oh mujer, grande es tu fe”.

El corazón de Cristo no pudo ya resistirse y obra el milagro a distancia. Le dice: “Hágase contigo como quieres. Y su hija fue sanada en aquella hora”. Marcos presenta así el milagro: “Cuando llegó ella a su casa, halló que el demonio había salido, y a la hija acostada en la cama”.

En la mujer cananea encontramos un brillante ejemplo del poder de la fe. La fe es sentimiento, no lógica. Hace portentos en los individuos que se acogen a ella. Fe es la seguridad de que Dios escucha nuestras peticiones y responde conforme a Su voluntad.

La súplica de una madre, como la cananea, o la súplica de una hermana logran inclinar el poder de Cristo y arrancan del alma la seguridad y la liberación de todos los demonios del infierno.

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