La mujer descuartizada

La cobardía es madre de la crueldad. El cobarde sólo teme a las consecuencias del peligro.

19 DE FEBRERO DE 2020 · 09:30

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Foto de Aimee Vogelsang en Unsplash.

Cuando escribo estas letras la justicia de España está investigando a un  hombre colombiano. Afirma que no mató a su pareja, española, pero ha confesado que después de muerta troceó su cuerpo y arrojó las diferentes partes del mismo a varios contenedores de basura. Ha transcurrido algún tiempo. Máquinas excavadoras han perforado montañas de escombros, pero nada se sabe del cuerpo de la mujer.

La Biblia narra un caso parecido ocurrido hace algo más de treinta siglos. Involucró a un levita. Con este nombre se denomina a los descendientes de la tribu de Leví. Pero al mismo tiempo la Biblia llama levitas a religiosos que prestaban servicios inferiores en el templo, a diferencia de los sacerdotes de Jehová, que no sólo eran de la raza de Leví, sino descendientes de Aaron y ejercían oficios más elevados. Después de la rebelión de las diez tribus gran parte de los levitas abandonaron Israel y se establecieron en Judá.

El levita de nuestra historia era uno de éstos, llegado de otros lugares y residente en Judá. Tenía por compañera a una concubina de Belén. La mujer le fue infiel y regresó a la casa de sus padres. Pasados cuatro meses el levita acudió a ella, dice la Biblia que “le habló amorosamente” y le pidió que volviera con él. La pobre mujer no tenía idea de lo que le esperaba.

El matrimonio se puso en camino. Él, ella, un criado y dos asnos ensillados. Empezaba a caer la noche cuando llegaron a Jelús, nombre antiguo de Jerusalén. El criado sugirió que pasaran allí la noche, pero el levita se negó. El grupo continuó caminando hasta Gabaa, en la tribu de Benjamín, en el extremo norte de Judá. Era Gabaa lugar del nacimiento y residencia del rey Saúl.

No hubo quien los acogiera y decidieron pasar la noche en la plaza de la ciudad. Un hombre anciano que los vio los llevó a su casa, dio de comer a los asnos y, como era preceptivo hacer con los invitados, lavó los pies a la pareja, luego comieron y bebieron. Todo parecía idílico. Pero el mal rondaba el ambiente. Cuando la felicidad se acerca a nosotros sólo hemos de concederle un pequeño lugar, porque el dolor la sigue. El mal es un poder cósmico que nos azota cuando menos lo esperamos. Cito la Biblia.

“Pero cuando estaban gozosos, he aquí que los hombres de aquella ciudad, hombres perversos, rodearon la casa, golpeando a la puerta; y hablaron al anciano, dueño de la casa, diciendo: Saca al hombre que ha entrado en tu casa, para que lo conozcamos” (Jueces 19:22).

Nos enfrentamos a una repugnante escena. Una horda de hombres animalizados, abandonados a las infamias del sexo desnaturalizado, exigen la entrega del levita con la intención de sodomizarlo. Ocurrió lo mismo que en otros tiempos, cuando habitantes de Sodoma pidieron a Lot que les entregara a los dos extranjeros que había recibido en su casa para imponer en ellos el sexo anal.

La respuesta del anciano a aquellos violadores, bien intencionada, no la comparto. No tenía derecho a decidir sobre la honra de dos mujeres, tal como lo hizo según cuenta la Biblia:

“Y salió a ellos el dueño de la casa y les dijo: No, hermanos míos, os ruego que no cometáis este mal; ya que este hombre ha entrado en mi casa, no hagáis esta maldad.

He aquí mi hija virgen, y la concubina de él; yo os las sacaré ahora; humilladlas y haced con ellas como os parezca, y no hagáis a este hombre cosa tan infame” (Jueces 19:23-24).

El anciano actúa como lo hizo Jefté tiempo atrás al ofrecer a su hija virgen en sacrificio por una promesa hecha a Jehová.

¿Dónde quedaba el sentimiento de aquellas dos mujeres? ¿Y sus derechos, que exigían el respeto a la dignidad femenina? ¿Puede que el anciano, turbado por la situación, no pensara en ellas? ¿Qué habría ocurrido si hubieran aceptado? ¿Llegaría a entregarles a su hija virgen, además de la concubina? De esta, de la concubina, dispuso cobardemente el marido.

“Mas aquellos hombres no le quisieron oír; por lo que tomando aquel hombre a su concubina, la sacó; y entraron a ella, y abusaron de ella toda la noche hasta la mañana, y la dejaron cuando apuntaba el alba” (Jueces 19:25).

La culpabilidad del levita está fuera de toda duda. La obligación de un hombre es proteger y defender a su mujer mientras le quede una mano para mover, un corazón que lata. El prestigio moral del levita servidor de Jehová quedaba por el suelo. Había incumplido deberes que no le estaban permitido ignorar. Con tal de no ser violado analmente les entrega a la mujer. La cobardía es madre de la crueldad. El cobarde sólo teme a las consecuencias del peligro. Cuando los salvajes abusaban de la indefensa mujer, ¿dónde estaba él? ¿Dormía? ¿Cuántas horas pasaron desde que les entregó la concubina hasta el alba, cuando la dejaron extenuada? ¿No pudo haber hecho algo? ¿Acaso lo intentó? Pensaría: Es sólo una concubina, prefiero que la violen a ella a que me violen a mí. No sólo la violaron. Le arrancaron la vida.

El levita se levantó al despuntar el día. Pensaba recoger a la mujer y seguir camino. Pero la encontró muerta. “Tendida delante de la puerta de la casa, con las manos en el umbral” (Jueces 19:27).

Umbral puede ser el primer escalón en la entrada de la casa. ¿Se arrastraría hasta allí cuando los monstruos la abandonaron? ¿Llamaría a la puerta insistentemente pidiendo ayuda? Tal vez, pero no la oyeron. El anciano y la hija dormirían. El levita también, indiferente a lo que estaba ocurriendo a ella. Ten marido para esto.

¿Qué hizo al verla muerta? Lo cuenta la Biblia: “Echándola sobre su asno, se levantó y se fue a su lugar” (Jueces 19:28). No lo entiendo. ¿Por qué no se detuvo hasta darle sepultura? ¿Qué sentido tenía cargar el cadáver a lomos de un burro y reemprender camino? ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que murió la mujer hasta que la caravana llegó a la parte más remota del monte Efraín, donde el levita tenía casa, a paso de burro? ¿No estaría ya el cuerpo descompuesto, corrompido?

Siguiendo el hilo de la historia bíblica parece que no. Lo deduzco del macabro texto que sigue:

“Y llegando a su casa, tomó un cuchillo, y echó mano de su concubina, y la partió por sus huesos en doce partes, y la envió por todo el territorio de Israel” (Jueces 19:29).

Por medio de emisarios el levita manda los doce trozos del cuerpo a representantes de las doce tribus. Estos reaccionan diciendo que jamás se había visto cosa igual en Israel y reunieron un ejército de cuatrocientos mil hombres que, después de varios episodios guerreros, los israelitas acabaron matando a filo de espada a todos los habitantes de Gabaa.

Otra mentira del levita. Cuando comparece ante los representantes de las tribus y éstos le preguntan cómo ocurrieron los hechos, responde el muy cínico:

“Y levantándose contra mí los de Gabaa, rodearon contra mí la casa por la noche, con idea de matarme, y a mi concubina la humillaron de tal manera que murió” (Jueces 20:5).

No era verdad. La intención primera de los monstruos de Gabaa era violarlo analmente, no matarlo.

La escena de atrocidad y horror que protagoniza el levita después de su cobarde comportamiento ignoro si merecía el perdón de Jehová. El mío no. Su inhumano proceder, que provocó una guerra en la que murieron miles de hombres de ambos bandos, se habría evitado si los que entonces mandaban hubieran condenado a muerte al levita o encerrarlo en una roca del monte Efraín hasta que su malvado corazón hubiera dejado de latir.

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