Séfora, furiosa con Moisés

La verdadera causa de la separación entre Moisés y Séfora fue una discusión religiosa.

01 DE ENERO DE 2020 · 08:30

Séfora en uno de los detalles del cuadro La juventud de Moisés, de Sandro Botticelli. / Wikimedia Commons,
Séfora en uno de los detalles del cuadro La juventud de Moisés, de Sandro Botticelli. / Wikimedia Commons

La vida de Séfora desprende una gran lección para todos los cristianos, hombres y mujeres. Una persona soltera, varón o hembra, realmente convertida a Cristo, no debería contraer matrimonio con otra que no comparta su misma creencia y fe.

Así comienza la historia.

Moisés, encumbrado en Egipto, observa un día a un egipcio apaleando a un hebreo. La sangre judía desde el vientre de la madre le enardece. Tanto, que pierde el control. “Mirando a todas partes, y viendo que no aparecía nadie, mató al egipcio y lo escondió en la arena (Éxodo 2:12). Se descubre el crimen. Llega hasta oídos del Faraón y éste decreta la pena de muerte contra Moisés (Éxodo 2:15). Para evitarlo, huye de Egipto. Se extravía en el desierto. Rendido del camino se duerme al pie de un monte. Descansado, prosigue viaje. Llega al país de Madián, no lejos de Egipto. Los madianitas eran descendientes de Ismael, hijo de Agar, una de las concubinas de Abraham, pues según Génesis 25:6 el patriarca tuvo varias. A la entrada de la ciudad Moisés descansa junto a un pozo. Llegan Séfora y sus seis hermanas. Iban a sacar agua para dar de beber a las ovejas. Séfora recuerda aquí a Rebeca y a Raquel. Llegan pastores de la región que pretenden echar del pozo a las jóvenes. Moisés interviene y los pastores abandonan.

Va alumbrando el amor, que jamás ha sido ciego.

Séfora pide a su salvador que las acompañe a su casa. Las siete eran hijas del príncipe y sumo sacerdote de Madián, de nombre Jetro. La hija refiere al padre la historia del pozo. Jetro le propone que permanezca allí trabajando para él. Moisés acepta. Ocurre lo que tenía que ocurrir. El amor que alumbraba, nace, crece, se apodera de ambos corazones. Moisés contrae matrimonio con Séfora, la tierna y graciosa madianita que había elegido. Ella se considera dichosa en tener como esposo al valiente hombre que la protegió en el pozo.

Pasan muchos años.

El niño liberado de las aguas del río, el joven educado en toda la sabiduría de los egipcios, el hombre que habitó el palacio de Faraón, gobernando junto a él, queda reducido a pastor de ovejas que trabaja a sueldo para su suegro Jetro.

Un día llega el milagro y surge el misterio.

Aquél día había conducido el rebaño de ovejas hasta las faldas del monte Horeb. De repente una viva y suave voz sale de en medio de una zarza. La zarza ardía en fuego, pero no se consumía. Se acercó a ver qué era aquello. De en medio de la zarza vuelve la voz. Hablaba Jehová. Hablaba con esa voz fatídica que resuena en el fondo de la conciencia nuestra, de los seres humanos.

¿Qué quería Jehová de Moisés?

Mucho. Que regresara a Egipto, se enfrentara al Faraón que lo buscaba para matarlo, que hablara con el pueblo judío, que lo sacara de aquella tierra y lo acaudillara hacia una nueva tierra donde fluía leche y miel.

Demasiado. En ocasiones Dios nos pide imposibles.

Aún temblando, Moisés acepta el cargo, la carga que se le acababa de imponer.

Habla con el suegro, habla con la esposa, y les dice que debe ir a Egipto. Jetro lo lamenta, Séfora lo acepta de mala gana. Tomando a su mujer y a sus hijos los monta en jumentos y se encamina al país al que tanto debía.

Aquí entra Séfora.

Poco después de iniciado el viaje, Séfora abandona y regresa a Madián.

¿Por qué?

Mentira me parecen a mí las razones que algunos comentaristas del Éxodo invocan para explicar el incidente.

Dicen unos que Séfora no se sentía con fuerzas para seguir el largo viaje.

Dicen otros que Moisés provocó la deserción porque quería estar sin ataduras familiares ante lo que tenía que enfrentar en Egipto.

Ni unos ni otros entran en el motivo auténtico que provocó la escapada de Séfora.

La verdadera causa fue una discusión religiosa.

Jehová había impuesto la circuncisión. Dijo a Abraham: “Este es mi pacto. Será circuncidado todo varón de entre vosotros. Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro prepucio. De edad de ocho días será circuncidado todo varón” (Génesis 17:10-12).

Séfora no era hebrea, practicaba culto a los astros, del que el padre era sumo sacerdote. A ella no le afectaba el mandamiento de Jehová en torno a la circuncisión.

Moisés sí, él era hebreo, al igual que sus padres biológicos. Aunque criado en palacios paganos, el judaísmo estaba muy arraigado en él.

Eliezer, hijo menor de Moisés, no había sido circuncidado, tal vez por influencia de la madre. 

Entonces, camino de Egipto, ocurre algo por parte de Dios que a mí me deja atónito. Lo acepto porque está en la Palabra y punto en los labios y cerrojo en la mente: “En el camino, en una posada, Jehová le salió al encuentro y quiso matarlo” (Éxodo 24:4). No creo yo que Jehová llegara a matar al hombre al que había elegido para una empresa superior a las fuerzas humanas. Creo que Jehová quería simplemente manifestarle su descontento por no haber circuncidado a Eliezer.

Moisés decide hacerlo. Séfora se opone. El la obliga, entendiendo que el mandato de Dios es superior a la voluntad y al enfado de una mujer. Séfora se rinde y acepta. Pero enfurecida toma un cuchillo de piedra y sin anestesia, ella misma circuncida al hijo. Rabiosa, coge en sus manos el prepucio del hijo y lo arroja a los pies de Moisés en tanto le grita: “Tú me eres un esposo de sangre” (Éxodo 4:25), aludiendo a la sangre vertida por Eliezer en el proceso de la circuncisión.

Fue el final. A raíz del incidente el matrimonio se separa. Ella vuelve con su hijo a Madián y él continúa camino de Egipto.

Moisés queda solo. Se encontraba frente a un gran desafío. Y cuando más la necesitaba, ella decide abandonarlo. Porque la amaba, puedo imaginar el dolor que debió sentir, con el corazón partido, cuando leo en el texto inspirado: “Así le dejó luego ir” (Éxodo 4:26).

Utilizo la historia de Moisés y Séfora para advertir en contra de los matrimonios mixtos. En el capítulo 6, versículo 14 de la segunda carta que Pablo escribió a los miembros de la Iglesia en Corinto, les dice: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos”. Otras versiones traducen “infieles”. Incrédulos o infieles, el apóstol alude a los que profesan doctrinas distintas. Un cristiano o una cristiana que hayan nacido de nuevo en Cristo no deberían contraer matrimonio con una persona que profese doctrinas diferentes a las suyas.  Además de no ser bíblico, supone un riesgo en la convivencia diaria.

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