Ateísmo y Dios

El misterio de Dios no permaneció oculto. Cristo es la revelación del misterio de Dios, que en otras generaciones no se dio a conocer.

16 DE SEPTIEMBRE DE 2021 · 08:00

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Foto de Jeremy Bezanger en Unsplash.

Llegamos al reconocimiento más importante que enfrenta el ateísmo: Dios. De la negación de Dios emana toda la filosofía atea.

El ateísmo ha sido definido como una concepción doctrinal que niega explícita o implícitamente la existencia de Dios. El debate en torno a Dios recuerda la típica discusión entre adolescentes que Ingmar Bergman retrató en su película Fresas salvajes: “¡Existe un Dios!”. “¡Dios no existe!”. “¡Dios también existe!”.

Para el ateísmo Dios es mera creación humana: Dios no ha hecho al hombre. Es el hombre quien ha hecho a Dios. Nos gustaría que el ateísmo nos presentara a ese hombre, al primero que tuvo la ocurrencia de hacer del barro de la tierra una figura cualquiera y transmitirle todos los atributos de Dios.

El ateísmo nos deja huérfanos. El ateo norteamericano J. Wallace Hamilton, citado por Jean Paul Ritcher en el libro Who goes there?, escribe: “He atravesado el mundo. Me he elevado hasta los soles. He rebuscado incluso en los más alejados y desérticos lugares del espacio. ¡No hay Dios!”.

A este hombre le ocurrió lo mismo que el personaje del cuento de Tagore. Soñó que en el jardín de una casa había un abundante tesoro. Recorrió su gran país, India, preguntando por un jardín dónde había un tesoro para descubrir finalmente que el tesoro estaba en el jardín de su propia casa. Hamilton recorrió los espacios solares y los desiertos en busca de Dios sin advertir que Dios estaba en él, según el repetido texto de San Pablo: “Dios… no está lejos de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos y somos”.

Surgen en la historia del ateísmo dos sacerdotes católicos. Uno de ellos, el jesuita portugués Cristovao Ferreira. Hallándose de misionero en Japón fue encarcelado y torturado por los japoneses. Cuando lo liberaron en 1614 sus ideas religiosas habían dado un vuelco total. Escribe un libro que tituló La superchería desenmascarada, en el que arremete de forma explosiva contra todos los principios doctrinales del cristianismo y confiesa su ateísmo.

Un segundo sacerdote católico, este francés, Jean Meslier, cura de Etrépigni, en las Ardenas francesas, un día cambió su vestimenta, abjuró de la Iglesia católica y escribió un voluminoso Testamento atacando el cristianismo y proclamándose ateo. Se ha escrito que con Meslier “comienza la verdadera historia del ateísmo”. El libro de Meslier apareció en 1729, el mismo año de su muerte.

He querido citar esos dos casos de conversión desde la fe al ateísmo para ilustrar el hecho de que el ateísmo es algo que no sucede sólo en las sociedades modernas, sumidas en profundas crisis religiosas. Las experiencias vividas por esos altos cargos de la Iglesia católica demuestran que el ateo lo es aún cuando provenga de una institución religiosa. Es ateo porque deja de creer en Dios. La apostasía, dejar de creer tras haber creído, en una figura muy extendida en los tiempos presentes. 

El creyente suele aceptar el misterio y referirlo al Misterio Supremo, Dios. El ateo se rebela nerviosamente al sonido de la palabra misterio. Apoyo esta afirmación en las declaraciones de tres ateos famosos, reconocidos como tales a nivel mundial:

David Hume (1711-1776) filósofo escocés: “Cuando la religión carece de argumentos para explicar racionalmente la existencia de Dios, acude al misterio”.

Robert Ingersol (1833-1899), bogado y orador norteamericano: “Acudir a la fe para hacernos creer en Dios es inútil, porque la ciencia puede explicar cada acto de la vida mejor que el misterio”.

Paul Henri Thiry d’Holbach, filósofo y enciclopedista francés: “Un ateo es un hombre que destruye el misterio, tan dañino para la raza humana”.

Sin embargo, el misterio existe. El misterio nos rodea.

Misterio son los montes, centinelas entre el cielo y la tierra.

Misterio son los océanos con sus aguas profundas.

Misterio es la vida, compuesta hoy por siete mil quinientos millones de personas, cargadas con sus misterios a cuesta cada uno de ellos.

Misterio es la muerte, que desde Adán al último ser nacido anoche, nadie, nadie ha podido evitarla.

Misterio es el amor, agitación de la vida.

Si misterio es lo que no se puede comprender ni explicar, Dios encuadra perfectamente en el misterio. El apóstol Pablo lo aclara perfectamente en el capítulo 11 de la epístola a los Romanos: “¿Quién entendió la mente de Dios?” Uno de los supuestos consoladores de Job, Zofar naamita, pregunta al patriarca: “¿Descubrirás tú los secretos de Dios?” (Job 11:7).

Dios es misterio, seguro, como lo afirma el brillante filósofo francés de origen judío sefardita Bernard Henry Levy en su libro El testamento de Dios. Dios es misterio en su origen, es misterio en su identidad, es misterio en su localización.

Pero el misterio de Dios no permaneció oculto. En un sublime pasaje de la epístola a los Efesios, en el capítulo 3, el apóstol Pablo trata de la encarnación y concluye afirmando que Cristo es la revelación del misterio de Dios, que en otras generaciones no se dio a conocer.

Dios ha sido un problema constante para el ateísmo. Sus negaciones no bastan. La razón más simple nos dice que si no existiera Dios no habría ateos. Lo he escrito en algún otro lugar de este trabajo. Si Dios no existe no se le podría negar ni tampoco combatir. De tal forma que el ateísmo, en lugar de pronunciarse contra la existencia de Dios debería levantarle un monumento a su existencia.

En otro orden de cosas, cuando el ateísmo niega a Dios, ¿qué entiende por Dios? Cuando se niega a Dios, sin más, en principio se da por supuesto que Dios existe, en segundo lugar, no se aclara el laberinto que supone la definición de Dios, de quien la ciencia ofrece veinte interpretaciones y otras veinte la religión. “Creo en un solo Dios, pero la verdadera bienaventuranza en este mundo es reconocerlo dónde y cómo se revela, en la Biblia”. Estas palabras las escribió el mas grande poeta alemán, Goethe, en Maximen und Reflexionen.

La Biblia, con su mensaje de Dios a los seres humanos a través de los profetas y luego a través del Hijo, nos habla millones de veces de Dios a lo largo de sus 67 libros. Tan convencidos están los autores humanos de la Biblia que el ateísmo teórico que plantean algunos textos del Antiguo Testamento les parece insensatez. Los nombres de Dios, de los que trató Fray Luis de León, no son descriptivos de su naturaleza divina, sino apelativos que ponen de relieve algún aspecto de Dios. Atributos tales como espiritualidad, omnipotencia, eternidad, inmutabilidad, omnipresencia, omnisciencia, misericordia, santidad y otros son desconocidos o ignorados por el ateísmo. Si estudiara sin ideas preconcebidas ni prejuicios personales, los muros del ateísmo caerían como caen los castillos levantados con naipes de juego.

Niegue el ateísmo la existencia de Dios. Nosotros seguiremos creyendo en Él y adorándole, defendiendo su realidad, como está inscrito en la santa Palabra de Dios, la Biblia, nuestra guía para comunicarnos con Él: “Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmo 19:1)

Por tanto, “esto sé, que Dios está por mí. En Dios alabaré su palabra, en Dios su palabra alabaré. En Dios he confiado. No temeré”. (Salmo 56: 9-11).

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Enfoque al ateísmo - Ateísmo y Dios