La jura de bandera
¿Cómo silenciar mi fe, si yo había ido precisamente a comunicarla?
17 DE SEPTIEMBRE DE 2021 · 09:56
En el artículo anterior escribí como fui convertido en predicador ocasional de la Iglesia en Santa Cruz a petición de su predicador oficial, el bueno de Emiliano Acosta.
En la iglesia todo me iba bien. En el cuartel me iba mal. Téngase en cuenta que entonces habían transcurrido solamente 13 años del final de la guerra civil. Aquella España estaba dominada por militares y curas. Quien se declaraba no católico en el ejército era considerado comunista, masón, soviético, enemigo de España. A los reclutas que llegamos al puerto de Santa Cruz nos trasladaron al cuartel de Infantería San Carlos, en lo que hoy es la avenida Marítima, al final de la calle Castillo hacia la derecha. Allí nos dieron las primeras instrucciones y nos llevaron a un campamento situado en Hoya Fría, distante de la capital cinco kilómetros, dirección sur.
Comenzaba el período de instrucción militar.
En cuanto me fue posible pedí hablar con el sargento más cercano a mí. Le dije que era protestante y que quería ser eximido de la asistencia a la misa católica. Su respuesta fue negativa, pero no me desanimó. Me dijo: “Lo veo difícil, muchacho, la asistencia a la Misa es obligatoria. Y es mejor que no digas a nadie aquí que eres protestante”.
¿Cómo silenciar mi fe, si yo había ido precisamente a comunicarla?
Los dos primeros domingos sólo sufrí un arresto en el mismo cuartel y me tuvieron las mañanas realizando labores de limpieza. Me daba igual. Cualquier cosa antes que arrodillarme ante una imagen religiosa.
Yo insistía hasta que logré hablar con el capitán de la compañía. El capitán que tuve en Hoya Fría era un hombre relativamente joven, formado en Academia, nada que ver con el que me tocó obedecer después de la Jura de la Bandera, de quien hablaré más adelante.
El capitán se mostró comprensivo. Su posición era igual a la del sargento. La Misa se consideraba un acto militar y para ser objetor de conciencia era preciso llevar a cabo unos trámites que exigían tiempo. Me despidió prometiendo que hablaría con el jefe del Regimiento, un coronel de apellido Machado.
Cumplió su promesa. Poco después me convocó para decirme que, conocido mi caso, el coronel había acordado liberarme de la obligación de asistir a Misa. Con motivo de otro incidente tuve la oportunidad de conocer y hablar personalmente con el coronel Machado. Católico de religión, pero profundamente respetuoso con las creencias ajenas. Era un militar que ejercía su profesión con integridad, justicia e imparcialidad. ¡Fui afortunado al cumplir el servicio militar bajo su mando! No tuve otros problemas hasta que llegó el momento de la Jura a la Bandera. La Jura a la Bandera española se definía como “un acto que enlazaba dos nobles y elevados ideales de Religión y Patria”. Conforme a este sentir, a la ceremonia estrictamente militar seguía otra de religión.
Fue mi prueba de fuego.
Yo estaba atento a la fecha. Hablé con el sargento, con el teniente, pude llegar hasta el capitán. A todos expuse mi sentir. Yo juraría a la Bandera, pero no asistiría a la Misa de campaña. Al toque de corneta no podía inclinar mis rodillas ante un altar católico. Dije al capitán que yo había sido eximido de asistir a Misa por el jefe del regimiento. Invocaba el principio de objeción de conciencia. La Misa católica era parte de la Jura a la Bandera, argüían, y estaba obligado a asistir.
Con la confianza puesta en el Cristo, que había cambiado mi vida, me lo jugué todo a una carta, como diría el tahúr. Asistí al desfile, hice juramento a la Bandera, concluida la ceremonia militar salí de la fila donde estaba, dispuesto a dirigirme al cuartel. Escuché un grito del sargento: “Monroy, vuelve a filas”. No obedecí. Llegó el teniente, más nervioso que yo, en breves palabras lo puse al tanto de mi situación. Me ordenó: “Está bien, vete al cuartel. Mañana hablaremos”.
Obedecí, aliviado y temeroso al mismo tiempo.
Aquél acto de rebeldía podía suponer años de calabozo. Yo lo sabía, porque había estudiado el tema y conocía otros casos.
Llegó el mañana.
Fui citado a una reunión con el teniente y el capitán de mi compañía. ¿Qué había ocurrido? ¿Protegió Cristo la vida del hombre que estaba preparando para llevar Su nombre a muchos lugares de la tierra? ¿No querían el teniente y el capitán provocar un conflicto con el soldado que desde la ciudad internacional de Tánger había llegado hasta las islas Canarias para formar parte del Ejército español? ¿Hablaron con el coronel Machado? ¿Tomaron conciencia de que mi actitud era honrada y además me asistían razones de conciencia?
No lo sé. Sólo sé lo que ocurrió. El capitán me dijo que había obrado mal, que había desobedecido a mis superiores, que mi actitud conllevaba penas de calabozo; el teniente intervino favorablemente añadiendo que mi salida de la fila había pasado desapercibida entre tanta gente. Fui perdonado en palabras del Capitán: “Por esta vez no te vamos a castigar –dijo– aunque la falta cometida es muy grave. Procura no dar lugar a otro espectáculo como este”.
“No señor; a sus órdenes”.
“El Señor dijo a Pablo en visión de noche: No temas, sino habla y no calles” (Hechos 18:9). Lo interpreté como dicho y escrito para mí. Yo me libré de años de calabozo. Otros no.
Catorce años antes del incidente que acabo de relatar, un soldado Testigo de Jehová fue fusilado en Jaca, Aragón, por negarse a jurar la Bandera.
Se llamaba Antonio Gargallo Mejía, nacido en Madrid en 1918. Sólo tenía 19 años cuando lo condenaron a muerte. Los soldados que componían el piquete de ejecución contaron después que camino a la ejecución, Antonio iba cantando himnos de alabanza al Señor. Su único delito era no querer participar de la ceremonia religiosa en la Jura a la Bandera. La jerarquía de la Iglesia católica todavía no ha dado señales de arrepentimiento ni pedido perdón por los atropellos cometidos contra indefensos soldados que profesaban una fe distinta a la suya.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - En la última farra de mi vida - La jura de bandera