Andanzas y lecciones de Don Quijote (7): el mono adivino

La inteligencia fue concedida al ser humano para dudar. Un hombre honrado como Don Quijote no puede renunciar a una duda honrada.

25 DE NOVIEMBRE DE 2021 · 21:00

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Encontrándose Don Quijote en la venta, y después de haber oído el relato de los regidores rebuznantes, entra maese Pedro con su mono adivino y el retablo de la libertad de Melisendra.

Maese Pedro dice de su mono que tiene poderes de adivino y le relata al oído la vida y milagros de los que pagan por contemplar sus actuaciones.

Cuenta Unamuno en Vida de Don Quijote y Sancho que “pasmado Don Quijote al ver que maese Pedro, luego que oyó al mono, le conoció, lo tuvo por cosa demoniaca”. Clemencin observa que el mono debía ser bilingüe, pues cuando Don Quijote le habla en italiano el mono, según maese Pedro, responde en la misma lengua.

En cuanto maese Pedro llega, el ventero pregunta: “¿Adónde está el mono, que no lo veo?”.

Don Quijote, que escuchaba la conversación, preguntó al ventero “qué maese Pedro era aquél y qué retablo y qué mono traía”.

Responde el ventero que el tal maese Pedro era un famoso titerero que andaba por la Mancha de Aragón enseñando un retablo de Melisendra y llevando consigo un “mono de la más rara habilidad que se vio entre monos, ni se imaginó entre hombres”.

Según la explicación del ventero a Don Quijote, si preguntan algo al mono “está atento a lo que preguntan y luego salta sobre los hombros de su amo, y, llegándosele al oído, le dice la respuesta de lo que le preguntan, y maese Pedro la declara luego; y de las cosas pasadas dice mucho más que de las que están por venir; y aunque no todas las veces acierta en todas, en las más no yerra; de modo que nos hace creer que tiene el diablo en el cuerpo”.

Dos reales cobraba maese Pedro por cada pregunta, si es que el mono respondía, es decir, si respondía el mono por él. Esto ha dado por creer que el tal maese Pedro estaba riquísimo. “Y darse la mejor vida del mundo; habla más que seis y bebe más que doce, todo a costa de su lengua y de su mono”.

Don Quijote consiente que Sancho dé los dos reales al dueño del mono. El escudero quiere saber que hacía su mujer, Teresa Panza, en aquellos momentos. Maese Pedro le da la respuesta que le ha dictado el mono: “Alégrate; que tu buena mujer Teresa está buena, y esta es la hora en que ella está rastrillando una libra de lino, y por más señas, tiene a su lado izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen porqué de vino, con que se entretiene en su trabajo”.

Queda conforme Sancho y pide turno Don Quijote. El caballero de la alegre figura sólo tiene una pregunta, dirigida a maese Pedro: “Dígame vuestra merced, señor adivino, qué ha de ser de nosotros. Y vea aquí mis dos reales”.

Da a entender Cervantes que maese Pedro nunca había visto a Don Quijote ni sabía quién era. Da con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un brinco del mono se le puso en él, “y llegando la boca al oído daba diente con diente muy apriesa; y habiendo hecho este ademán por espacio de un credo, de otro brinco se puso en el suelo”.

Ocurrió entonces algo inaudito, inconcebible, incalificable, y otros adjetivos semejantes. Maese Pedro se puso de rodillas ante Don Quijote y abrazándole las piernas, dijo: “Estas piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos columnas de Hércules, ¡Oh resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante caballería! ¡Oh no jamás como se debe alabado caballero Don Quijote de la Mancha, ánimo de los desmayados, arrimo de los que van a caer, brazo de los caídos, báculo y consuelo de todos los desdichados!”

Quedó pasmado Don Quijote, absorto Sancho, espantados todos los que oyeron las razones del titerero. Don Quijote quedó halagado con la supuesta respuesta del mono, pero no del todo conforme, bien que no podía negar lo que había presenciado. Con todo, tomó la palabra y dijo: “El que lee mucho y anda mucho, vee mucho y sabe mucho. Digo esto porque ¿Qué persuasión fuera bastante para persuadirme que hay monos en el mundo que adivinen, como lo he visto ahora con mis propios ojos? Porque yo soy el mesmo Don Quijote de la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha estendido algún tanto en mis alabanzas; pero como quiera que yo me sea, doy gracias al cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a hacer bien a todos, y mal a ninguno”.

La inteligencia fue concedida al ser humano para dudar. Un hombre honrado como Don Quijote no puede renunciar a una duda honrada. Decía Shakespeare que una vez que se duda, el estado del alma queda fijo e irrevocable.

Así quedó el estado espiritual del caballero de la alegre figura. Según Cervantes, Don Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono “por parecerle no ser a propósito que un mono adivinase, ni las de porvenir ni las de pasadas cosas”.

Lleva a Sancho a un rincón de la caballeriza y los dos a solas le dice: “Mira, Sancho, yo he considerado bien la estraña habilidad deste mono, y hallo por mi cuenta que sin duda ese maese Pedro, su amo, debe de tener hecho pacto, tácito o espreso, con el demonio… que a sólo Dios está reservado conocer los tiempos y los momentos, y para Él no hay pasado ni porvenir; que todo es presente”.

Estando en esto llega maese Pedro a buscar a Don Quijote y pedirle que acuda a ver su retablo de las maravillas que ya tiene preparado. Con la historia del mono en la cabeza Don Quijote pide al dueño del animal le pregunte y le dijese las cosas de las que había visto en la cueva de Montesinos. Maese Pedro, evidentemente de mal humor, pone al mono delante de Don Quijote y le pasa su pregunta. El mono dice que parte de las cosas que vio o pasó en la cueva “son falsas y parte verosímiles”. Que esto es lo que sabe. Y que si quiere saber más acuda a él en cuestión de siete días, “que por ahora se le ha acabado la virtud”.

Así termina la historia del mono adivino. Siguen las dudas en la mente del Caballero, quien dice al escudero: “El tiempo, descubridor de todas las cosas, no se deja ninguna que no la saque a la luz del sol, aunque esté escondida en los senos de la tierra”.

La adivinación, que trata de alcanzar el conocimiento de las cosas ocultas constituía uno de los elementos de la religión asirio-babilónica. Sus seguidores creían que la divinidad enviaba presagios por aparición, por sueño o por fenómenos naturales, como el vuelo de los pájaros o por el examen del calendario.

Todos los adjetivos y verbos que tienen que ver con la adivinación se encuentran en la Biblia: acertar, agorar, atinar, augurar, auspiciar, predecir, presagiar, profetizar, pronosticar, vaticinar, etc.

Según el primer tomo de los 10 que compone la Enciclopedia de la Biblia, “al contrario de la magia, la adivinación se considera como acto netamente religioso. Su objetivo es conocer la voluntad de los dioses para mejor cumplirla, como fieles siervos o vasallos”.

En tiempos del Antiguo Testamento la adivinación estaba en uso entre los cananeos y fenicios. Los judíos, por su convivencia con estos pueblos, eran muy propensos a las prácticas adivinatorias. En Deuteronomio 18:10 Moisés prohíbe severamente la adivinación. Lo mismo hace en Levítico 19:31: “no os volváis a los encantadores ni a los adivinos”, y también en 20:6 del mismo libro. El profeta Samuel echó de la tierra de Israel a los adivinos (1º Samuel 28:3). Exactamente igual hizo en su tiempo el rey Josías (2º de Reyes 23:24). El Nuevo Testamento, donde se completa la revelación, se pronuncia en contra de la adivinación. Hechos capítulo 16 cuenta la historia de una muchacha “que tenía espíritu de adivinación” (Hechos 16:16).

Nada más dice la Biblia de la adivinación. Hay que llegar al siglo XVI de la era cristiana para que un escritor llamado Miguel de Cervantes Saavedra presente al mundo las habilidades de un mono que adivinaba el pasado y el porvenir, caso de Don Quijote de la Mancha.

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