La tristeza del rico
En ocasiones, también en nuestra propia vida cristiana, la obediencia produce tristeza.
29 DE NOVIEMBRE DE 2014 · 22:49

Hoy, en mi espejo particular, me he sentido identificada con uno de esos personajes bíblicos sobre los cuales uno pasa como por encima, sin detenerse demasiado y casi corriendo, por no terminar de creer que lo que se dice de él tenga que ver con la propia vida. Me refiero al joven rico, cuyo encuentro con Felipe se relata en el Evangelio (Mateo 19:16-24 y Marcos 10:17-25). Pensaríamos muchos de nosotros antes en otra multitud de personajes con los que, quizá, nos resultaría más fácil no sólo identificarnos, sino acercarnos a ellos con más compasión y empatía. ¡Y más en nuestros días! Casi con total seguridad ese estado de sobreabundancia material despertaría en nosotros otras muchas emociones, hasta alguna que otra envidia, pero cuesta creer que una de ellas fuera realmente la misericordia si no fuera porque, entendiendo el mensaje del pasaje que relata su situación, comprendiéramos también que, a pesar de sus muchas riquezas, era también el más infeliz de los hombres al apartarle éstas de la verdadera salvación.
En cualquier caso, sólo quiero centrarme en un matiz del pasaje en el que se habla de que este hombre, tras saber lo que debía hacer para ser salvo, al comprender aquello que le faltaba, se desanimó, dio media vuelta y marchó triste porque debía renunciar a sus muchas riquezas. Era la condición para heredar la vida eterna, y se esperaba que, tras ello, fuera tras Jesús y le siguiera. Marchó triste al comprender lo que se le demandaba, porque en el fondo sabía que era algo que no quería hacer. Y es que, en ocasiones, también en nuestra propia vida cristiana, la obediencia produce tristeza.
Cuando a menudo pasamos por alto este pasaje es por una razón verdaderamente simple, entiendo yo: no nos creemos ricos, con lo cual parece que lo que se dice a este joven no va con nosotros. Siguiente capítulo. Pero permítanme que hoy haga una extrapolación quizá poco ortodoxa y una aplicación de algunos principios incluso menos ortodoxa aún. Todos nosotros, creyentes en Jesús y no creyentes, somos ricos de una u otra manera. Quizá no tenemos a nuestra disposición todos los bienes materiales de los que nos gustaría disfrutar, o quizá los que tenemos a nuestro alcance nos cuestan tanto esfuerzo en su consecución que esto hace que incluso le perdamos el gusto una vez que los tenemos. Pero ya intuirán que no me refiero a cuestiones materiales en esta ocasión. Hablo de riquezas de otro tipo, cosas varias que nos atan, que son nuestras propias cadenas aquí, nuestros propios ídolos, incluso, y que nos impiden un verdadero discipulado, asumir un nuevo camino tras las pisadas del Maestro.
Cuando en determinados momentos somos invitados por Dios mismo en nuestra conciencia y convicción, tal como se apeló este joven rico, a abandonar esas nuestras ataduras, nuestras propias riquezas, materiales o no, y a dirigir nuestra mirada y pasos en otra dirección, a menudo recibimos ese llamado con profunda tristeza, sabiendo que seguir a Cristo tiene un precio y que ser verdadero discípulo aún implica uno mayor que no siempre estamos dispuestos a asumir. Sabemos que se nos llama a obedecer cuando en determinados momentos de lucha interna, incluso negándonos a nuestra propia realidad e intentando esquivar la voz de Dios, finalmente esta se hace audible en nuestro corazón y nos habla alto y claro sobre aquello que debemos abandonar, recolocar, considerar… y es en ese momento en el que la emoción que surge en nosotros es una tristeza que nos pone ante la realidad de cuán importantes son en el fondo para nosotros las cosas de este mundo y cuán atados seguimos a ellas. Ser sensibles a la realidad de esa tristeza no significa simplemente decir “He de asumir la obediencia al Señor con alegría” (cosa que en un sentido está muy bien, pero no es suficiente). Creo firmemente que de esa tristeza ha de desprenderse un análisis profundo que nos lleve a comprender algo más sobre cuánto nos parecemos a este joven rico, sobre lo mucho que nos agarramos a todo aquello de lo cual no somos más que mayordomos, incluso a nuestros sueños y deseos que albergamos en el corazón, a nuestros miedos, por qué no, que nos impiden esa confianza plena en un Señor que no se cansa de hacernos bien y cuyas promesas nos llevan a un destino infinitamente mejor que la mejor de las ganancias que obtenemos aquí o la mayor de nuestras posesiones.
Para el joven rico, en el fondo, los tesoros de la vida eterna no eran suficientes. Quizá en su propia mente se habían convertido en una potencial posesión más, pero no eran algo que él estimara lo suficiente como para renunciar, a cambio, a todo lo que materialmente ya poseía. Nosotros, desgraciadamente, tampoco sentimos siempre que lo que el Señor nos promete sea suficiente. Quizá sí lo creemos en nuestro intelecto, pero es en nuestro corazón en el que esas verdades toman realmente cuerpo. Ante todas estas dificultades que nos encontramos en el camino, las que nos retienen de rendirnos a un Dios absolutamente suficiente y que nos da mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, hemos de pensar que nuestro corazón sigue demasiado apegado a nuestras propias riquezas y que esa es la razón de que nuestra obediencia vaya acompañada a veces de profunda tristeza.
Quizá nuestra oración, como la de David, haya de ser “Devuélveme la alegría de tu salvación, que un espíritu obediente me sostenga” (Salmo 51:12)
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