La mujer en los evangelios: curación de una hemorroisa

Una bonita y tierna historia. La mujer había padecido durante doce años. Al ser su enfermedad inveterada e incurable, el milagro adquiere mayores proporciones.

25 DE OCTUBRE DE 2024 · 10:38

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Imagen de Jeremy Bishop, Unsplash.

Esta palabra tan difícil se aplica a la mujer enferma de flujo de sangre.

La ley levítica era muy precisa sobre el tema. “Cuando la mujer tuviere flujo de sangre, y su flujo fuere en su cuerpo, siete días estará apartada; y cualquiera que la tocare será inmundo hasta la noche”. (Levítico 15:19). “Y cuando fuere libre de su flujo, contará siete días y luego será limpia. Y al octavo día tomará consigo dos tórtolas o dos palominos y las traerá al sacerdote. Esta es la ley para la mujer que padece flujo”. (Levítico 15: 28-33).

Después de la petición de curación de la hija de Jairo, tres de los cuatro evangelistas cuentan otra curación, la de una mujer que padecía flujo de sangre. Así lo cuenta Marcos. “Una mujer que desde hacía doce años padecía flujo de sangre, y había sufrido mucho de muchos médicos, y gastado todo lo que tenía, y nada había aprovechado, antes la iba peor, cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la multitud, y tocó su manto. Porque decía: Si tocare tan solamente su manto, seré salva. Y en seguida la fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote. Pero él miraba alrededor para ver quien había hecho esto. Entonces la mujer, temiendo y temblando, sabiendo lo que en ella había sido hecho, vino y se postró delante de él, y le contó toda la verdad. Y él le dijo: Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote”. (Marcos 5:25-34).

Una bonita y tierna historia. La mujer había padecido durante doce años. El dato se incluye para destacar la importancia del milagro. Había gastado toda su hacienda en médicos y no le había aprovechado en nada. Al ser su enfermedad inveterada e incurable, el milagro adquiere mayores proporciones.

Tras decidir su encuentro con Jesús se le acercó por detrás. No se atrevió a acercarse al descubierto. ¿Por qué por detrás? ¿Por humildad? ¿Por pudor? ¿Por no descubrir ante los demás la enfermedad que padecía? ¿Por qué conocía la ley levítica que prohibía acercarse al hombre en aquellas circunstancias?

Como si ignorase lo que estaba ocurriendo, Cristo pregunta a los discípulos quién lo había tocado. El debió saberlo, pero quería que la mujer no pasara inadvertida, que se identificara, tal como ocurrió. Jesús pretendía el testimonio de la persona que recibió el milagro, no de la persona que lo realizó.

Lo de Jesús fue una manera humana de hablar, como si de él hubiese salido la virtud al modo de la sangre de la vena abierta. La importancia del toque.

A Jesús le oprimía una gran multitud. Eran muchos los que le tocaban o más bien le oprimían. El toque verdadero, como el de aquella mujer, era un toque de fe, confiando en recibir su beneficio.

Cuando la mujer se vio requerida por Cristo, entró en gran temor y temblor, como si hubiese cometido un sacrilegio, hubiera robado clandestinamente la salud de su cuerpo y tuviera que pagar por el castigo. Cristo la anima llamándole hija, y no mujer.

San Juan Crisóstomo dice que Cristo quiso que este milagro no pasara inadvertido para que la gloria de Dios resplandeciera y fuera conocida la fe de aquella mujer. Los tres evangelistas destacan esta fe en el pensamiento de la mujer: “Si tocare tan solamente su manto, seré salva”. ¿Pensaba la mujer en su curación o en la salvación de su alma? Cristo une ambas cosas: “Tu fe te ha hecho salva y queda sana de tu enfermedad”.

En la curación de la mujer, tanto ella como Cristo actúan por encima de la ley Levítica que prohibía a una mujer acercarse a un hombre en su estado de impureza y al hombre hablar en público con una mujer.

Una antigua leyenda dice que la mujer de la historia era natural de Cesarea de Filipo. Vuelta a su ciudad levantó un monumento en bronce en la puerta de su casa representándola de rodillas, en actitud suplicante ante Cristo. Eusebio de Cesarea dijo en el siglo IV que él mismo había visto este monumento. Otra tradición afirma que Juliano el apóstata lo mandó destruir.

 

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