«¡Dios mío!, ¡Dios mío!»
No era, que sepamos, creyente. No tenía problemas económicos, todo lo contrario, era un profesional con un sueldo muy por encima de lo normal. Si le hubieran hablado de Dios media hora antes probablemente se habría sonreído, quizás con suficiencia. Quizás con escepticismo.
07 DE AGOSTO DE 2007 · 22:00

Pero en ese instante, sin ninguna vergüenza a pesar de saberse escuchado por muchas personas, y con el más hondo sentimiento, exclama ese «¡Dios mío!, ¡Dios mío!» que encabeza este editorial, y que nos ha hecho reflexionar. Es la conversación grabada en la caja negra del avión que se estrelló hace pocos días en Brasil, originando 200 muertes, incluidas las de los dos pilotos.
Las voces, registradas en sus últimos segundos de vida, se han dado a conocer hace pocas horas:
"Mira eso. Desacelera, desacelera, desacelera...", le pide el copiloto. "No consigo, no consigo", responde el piloto, antes de agregar "¡Dios mío, Dios mío!".
Parece duro pensar en esta situación en medio de unas vacaciones. Pero estos pilotos conducían el avión que se accidentó el pasado 17 de julio en Sao Paulo, con sus casi 200 pasajeros, en medio de un periodo de descanso y diversión.
El testigo ciego -pero con voz- de la caja negra nos relata que pocos minutos antes del accidente y cuando piden autorización para aterrizar, uno de los pilotos le recuerda al otro y a la torre de control de Congonhas que uno de los reversos (freno auxiliar en la turbina) está desconectado por problemas mecánicos.
El piloto llegó a pedir información sobre el estado de la pista, cuyas condiciones de seguridad han sido cuestionadas debido a que carecía de ranuras para facilitar el drenaje del agua, y la torre de control respondió en dos ocasiones que estaba "mojada y resbaladiza".
Poco después de tocar suelo el piloto advierte que apenas un reverso funciona y que los "spoilers" (frenos aerodinámicos) tampoco realizan su función de frenado.
Una suma de circunstancias y errores humanos en cadena, ninguno de ellos grave de manera aislada… pero que llevan a un final que es una tragedia sin remedio, envuelta en llamas. E instintivamente, unos segundos antes, Dios como último recurso ante la eternidad sin nombre, en los labios.
¿Y por qué no como primera opción? ¿por qué esperar al último momento?
Si al final todos vamos a clamar ese “¡Dios mío! ¡Dios mío!”, ¿por qué no hacerlo antes de estar al borde de la catástrofe final?, cuando aún El nos puede ayudar en esos errores humanos que nos parecen “veniales”, pero que nos pueden llevar hasta nuestra propia destrucción, y la de aquellos que están bajo nuestra responsabilidad y cuidado.
No tengas miedo a clamar a Dios. Tenlo a hacerlo cuando sea demasiado tarde. Es más, tenlo a no poder hacerlo nunca, porque no te de tiempo. No es una religión; sino una necesidad que Dios mismo ha puesto en nuestro corazón. Así le ocurrió al piloto en Brasil. No lo pensó, no fue una idea que le rondó la cabeza, sino algo que le surgió más allá de lo profundo del alma.
No te de vergüenza. En lo íntimo de tu habitación, de tu momento sin tiempo, díselo esperando una respuesta: «¡Dios mío!, ¡Dios mío!».
No te quedarás en vacío. El dijo: “Buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Porque todo aquel que busca halla, y al que llama se le abrirá” (Mateo 7:7-8)
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Editorial - «¡Dios mío!, ¡Dios mío!»
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