Descartes: de la luz de la razón a la filosofía de las luces

René Descartes (1596-1650): el mito de la razón o de la mente humana como fuente de toda verdad.

25 DE AGOSTO DE 2012 · 22:00

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“¿No habrá algún Dios o alguna otra potencia que ponga estos pensamientos en mi espíritu? No es necesario; pues quizá soy yo capaz de producirlos por mí mismo”. DESCARTES, Meditaciones metafísicas, (1997: 134). “Pues, en último término, ... no debemos dejarnos persuadir nunca sino por la evidencia de la razón”. DESCARTES, Discurso del método, (1997: 73). El principal error de Descartes fue, sin duda, pretender demostrar la existencia de Dios y la esencia del alma humana desde la razón física y metafísica. Esta pretensión le provocó una fuerte oposición por parte de filósofos y teólogos tanto católicos como protestantes. Se le acusó de ateísmo, escepticismo y pelagianismo. Sin embargo, él sólo pretendió discernir lo verdadero de lo falso: “aplicar mi vida entera -escribió- al cultivo de mi razón y a adelantar cuanto pudiera en el conocimiento de la verdad” (Descartes, 1997: 63). Pero ¿quién fue, en realidad, este gran pensador francés? ¿un hombre de ciencia o un hombre de fe? ¿un católico o el primer racionalista de la Edad Moderna que sembró el germen de la incredulidad propia de la Ilustración? Según afirman sus múltiples biógrafos, Descartes profesó la fe católica durante toda su vida. Aceptó la providencia de Dios pero, a la vez, sentó las bases para asumir que el hombre era la medida de todas las cosas. El giro copernicano consistió precisamente en pasar del antiguo teocentrismo al moderno antropocentrismo. Si en el pasado sólo se había pensado la realidad a partir de la fe en Dios, el método que Descartes propuso consistió en pensarla partiendo de la conciencia del propio hombre. Por eso se le considera como el padre del pensamiento científico y filosófico moderno porque señaló la razón humana como el punto de partida de todo conocimiento. Su filosofía constituye la frontera intelectual entre el Renacimiento y la Edad Moderna ya que inaugura el idealismo. Es decir, la creencia de que la verdadera realidad es el mundo de las ideas y que sólo puede existir aquello que se puede pensar. Estos argumentos serían posteriormente desarrollados por filósofos como Leibniz, Berkeley, Kant y Hegel, entre otros. Además de esto es posible afirmar también que la gran aventura iniciada en el siglo XVII, el de Descartes, fue sin duda la del racionalismo: la concepción de que la realidad es, en última instancia, racional. No obstante, de la luz de la razón se llegó a la “filosofía de las luces” propia de la Ilustración. Todos aquellos valores respetados durante el siglo XVII, como el orden, la autoridad, la disciplina, el dogma, la Iglesia o la fe, resultaron abominables para el siglo XVIII. Si Descartes fue moderado y respetuoso con las opiniones de ciertos pensadores cristianos, como Tomás de Aquino, sus vehementes discípulos, por el contrario, arremetieron contra toda afirmación dogmática para negarla de forma radical. El viejo orden teológico y cosmológico llegaría a ser sustituido por las directrices de otra clase de divinidad: la diosa Razón. De manera que en el pensamiento cartesiano aparece uno de los grandes mitos que, a nuestro entender, condicionará también la mentalidad moderna. El mito de la razón, un gran mito fundador de las ciencias humanas y sociales que concibe al hombre como un ser autónomo gracias a su capacidad para pensar. El ser humano usurpaba así a Dios su centralidad en el universo. La sociedad se entenderá, por tanto, como procedente del individuo y no al revés. Pero la realidad del mal en el mundo confirmaría que los seres humanos no actúan siempre de forma reflexiva. Por lo tanto, la única posibilidad de liberación del pecado que le quedaría al hombre sería sólo la razón. Así que quien no sabe aceptar las reglas del juego de la razón es porque no está en su sano juicio y tiene que ser recluido. En este sentido, “el siglo de la razón es también el siglo de la gran reclusión” (Claval, 1991: 48). Los locos tendrán que ser internados así como todos aquellos que se niegan a mostrarse dignos de su condición racional humana.

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