El tweet de Dios sobre el apresuramiento al hablar
Nada es más fácil que hablar, pero cuesta mucho más pararse a pensar.
05 DE JUNIO DE 2025 · 10:00

Por la boca muere el pez, es el dicho popular que expresa la verdad de que el hablar constituye un peligro mortal, cuando se hace irreflexivamente. Como nada es más fácil que hablar, pero cuesta mucho más pararse a pensar, es por lo que esa clase de hablar está tan extendida, hasta el punto de que hace acto de presencia en todos los niveles de la vida, ya sea en el ámbito más restringido o en el más amplio.
En El Progreso del Peregrino presentó Bunyan al personaje de Locuacidad, hijo de Bien-Hablado y residente en el callejón Parloteo, que sabía disertar sobre todas las cuestiones y le encantaba hablar y hablar, aunque su vida no respaldaba lo que tan vehementemente sostenía. Si bien tenía conocimiento teórico de las materias doctrinales y teológicas más profundas y mediante ello quería impresionar a cualquiera, todo estaba en su cabeza y en su boca, sin traducirse en una coherencia práctica en su manera de vivir. Locuacidad es la manifestación del placer de hablar por hablar.
Pero dejando a un lado la obra del escritor inglés, en la esfera pública actual no hay día que pase sin que se note su existencia, habiendo quienes son expertos en el manejo de las palabras que parecen contundentes y decisivas, pero cuyo valor se esfuma en cuestión de horas. Si hay facilidad de palabra y va acompañada de la imprudencia, entonces el cóctel es perfecto para formar un discurso en apariencia categórico, pero que no se sostiene más allá del deseo del que lo ha pronunciado, porque el tiempo se encarga de mostrar las continuas contradicciones en las que caen los sueltos de lengua, que teniendo a su disposición grandes altavoces, como son los medios de comunicación, no cejan en sus charlatanerías y palabrerías.
Cuando se suma el enardecimiento y acaloramiento, las palabras brotarán en catarata, encendidas por la pasión, la parcialidad y la ceguera, conduciendo a toda una retórica y oratoria precipitada y apresurada, a la que queda atado irremisiblemente el autor, dado que el orgullo le impedirá que reconozca su error, cuando sea puesto en evidencia.
La historia de Judá con su nuera Tamar es reveladora de hasta qué punto la precipitación en el hablar se vuelve en contra del hablante. Tamar se casó con el hijo mayor de Judá, pero al quedar viuda de él fue tomada como esposa por el hermano del difunto, según la costumbre de aquel entonces. Sin embargo, este hombre también murió, quedando Tamar viuda de nuevo, ante lo cual su suegro le prometió que le daría como marido a su hijo menor, cuando creciera.
Pero el tiempo fue pasando y la promesa no se cumplía, por lo cual Tamar ideó la estratagema de hacerse pasar por ramera, cuando supo que su suegro llegaría a la ciudad donde ella vivía. Al verla, él la solicitó, pero como tenía cubierto el rostro no la reconoció. El pago por el acto sexual sería un cabrito, pero en tanto se efectuaba dicho pago le pidió como prenda su sello, su cordón y su báculo, a lo que él accedió. A consecuencia de esa relación, Tamar quedó encinta, lo cual llegó a ser de conocimiento público, esparciéndose el dicho de que había fornicado, noticia que llegó a oídos de Judá, quien sentenció que debía ser quemada. Entonces Tamar mostró las pertenencias que su suegro le había entregado en prenda, que demostraban quién era el padre de la criatura.
Hay algunas lecciones en este relato que son pertinentes para cualquier tiempo. En primer lugar está la ceguera para ver lo que hay dentro de nosotros, justificando fácilmente nuestros peores actos, incluso ante los demás, porque Judá no tuvo ningún problema en enviar el pago a Tamar por medio de un amigo. En segundo lugar está la severidad empleada para condenar al prójimo, sin ni siquiera darle oportunidad de explicarse o defenderse. En tercer lugar está el apresuramiento en llegar a conclusiones y hacerlas públicas mediante palabras. Y en cuarto lugar están las consecuencias irreversibles que pueden tener las palabras apresuradas. Tamar habría sido sentenciada, de no ser porque tenía en su poder las pertenencias personales de su suegro.
En este apresuramiento de las palabras, el culpable, que se considera justo, condena sin paliativos, pareciendo que la razón y la justicia están de su parte, cuando, en realidad, esa misma razón y justicia le condenan a él. El torrente categórico de palabras que salen de su boca tan efusivamente, se convierten en su propia acusación y sentencia.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘¿Has visto hombre ligero en sus palabras? Más esperanza hay del necio que de él.’ (Proverbios 29:20). Ligero aquí no es tanto el que habla insustancialmente, sino el que habla atropelladamente, movido por un irrefrenable impulso que le domina. Naturalmente, todo lo que salga de su boca irá descaminado y cuando tal proceder se transforma en hábito, entonces se convierte en un caso perdido, peor que el caso del necio. Todo un aviso muy actual.
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