La marca del cristiano

En un mundo tan aparentemente polarizado como el nuestro, en el que la enemistad, el encono e, incluso, el odio levantan sus feas cabezas, la fe cristiana ofrece un camino muy distinto, el del amor.

02 DE AGOSTO DE 2021 · 11:00

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Foto de Lawrence Jing en Unsplash.

Se han cumplido 50 años de la publicación del que considero uno de los libros más significativos de Francis Schaeffer: La iglesia al final del siglo XX. Gracias a la enorme visión de Josep Grau Balcells, muchos de nosotros tuvimos acceso a algunas de las obras de Schaeffer en castellano, a los pocos años de que aparecieran en inglés y, sobre todo, cuando en esos momentos no era nada sencillo conseguir los libros de Schaeffer en su idioma original. Es verdad que me gustan todos los libros del fundador de L’Abri, pero La iglesia al final del siglo XX, es muy especial. Y esto por al sencilla razón de que siempre he considerado que estábamos ante una obra de una inusitada relevancia para nuestros días. El título no invita precisamente a leer el libro, y, sobre todo, en momentos en los que, aparentemente, solo importa estar al tanto de la última novedad. Pero sería una pena que el título nos apartara de un contenido tan enjundioso como el que tiene este libro. En defensa de Schaeffer, y de este título, tan solo se puede decir que nuestro autor siempre buscó mostrar la idoneidad de la fe cristiana en todo momento histórico. Pero lo que era adecuado al final de siglo XX, no ha dejado de serlo hoy también y, si cabe, creo yo, con una mayor urgencia. 

Básicamente Schaeffer considera que la pertinencia de la fe cristiana reside en lo que denomina la marca del cristiano. La marca del cristiano es el amor. Así lo dijo nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos: “Hijitos, aún estaré con vosotros un poco. Me buscaréis; pero como dije a los judíos, así os digo ahora a vosotros: A donde yo voy, vosotros no podéis ir. Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:34-35). De entrada, no debe sorprendernos que esta sea la marca del cristiano. La Escritura enseña que Dios es amor (1ª Juan 4:8). El Dios Trino: Padre, Hijo, y Espíritu Santo tiene un vínculo eterno de amor entre sus personas (Mateo 3:17; 12:18; 17:5 y Colosenses 1:13). Es el amor lo que está detrás de la venida de nuestro Señor Jesucristo al mundo para ser nuestro Salvador. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). El amor, según este texto, es entrega: Dios nos dio a su Hijo. Dios nos otorga lo mejor, a su propio Hijo, para que muera en una cruz a favor de pecadores como nosotros, y para que así, seamos perdonados por la fe en Él, ya que Jesucristo: “Es la propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 2:2). Por ello, si Dios es amor, sus hijos no pueden sino amar. Y hacerlo del mismo modo, un amor que se ofrece, de una manera costosa y real, para el bienestar de otros.

Por ello, la idea que desarrolla Schaeffer en este volumen es la de la iglesia como una comunidad alternativa en la que reina el amor. Schaeffer era muy consciente de que no hay iglesia perfecta en este sentido, pero por eso mismo insistía en esta cuestión de una manera primordial. En este sentido podemos recordar las palabras de Tertuliano (c. 160-c. 220) el padre de la iglesia, con las que contrastaba a la iglesia con los que estaban fuera, haciéndose eco de lo que estos últimos afirmaban: “Mirad, dicen los que no creen, como los cristianos se aman, ya que los que no creen se odian entre sí”[1]. Esto es lo que el fundador de L’Abri considera que es primordialmente la iglesia, un colectivo vestido de amor (Colosenses 3:14). Mirad como se aman debe ser el testimonio del mundo frente a la iglesia. Schaeffer tiene un mensaje inquietante para la iglesia a la luz de este mandamiento de Cristo: “Con estas palabras Jesús le concede un derecho a este mundo, a esta civilización agonizante, el derecho de juzgarnos, bajo su autoridad, de juzgar si tú y yo somos cristianos nacidos de nuevo a base del amor que los cristianos tengamos los unos para con los otros. Esto es más que suficiente para aterrarnos”[2]. Y añade Schaeffer: “Confesemos con lágrimas que habrá veces cuando fallemos en nuestro amor mutuo como cristianos. En un mundo caído, donde no existirá la perfección hasta que Cristo venga, sabemos que esto ocurrirá, y cuando ocurra hemos de pedirle a Dios perdón por ello”[3]. Yo me pregunto si somos conscientes de esta falta de amor, y si lo lamentamos y buscamos remediar tal estado de cosas. Schaeffer que dedicó toda su vida a intentar dar respuestas veraces a las preguntas honestas que le hacían, y que defendió que nuestra apologética deber ser intelectual, también aseguró que: “Jesús nos dice que, faltando el amor entre los cristianos, no podemos esperar que el mundo nos escuche, por buenas que sean nuestras respuestas … no olvidemos que la apologética final y terminante que Jesús da es el amor auténtico y observable por el mundo entre los verdaderos cristianos”[4]. El camino, pues, no puede ser otro que el de dar “respuestas veraces”, sin duda alguna, pero unido a un “amor evidente”[5].

Pero Schaeffer también incide en que este amor no se limita a la propia comunidad cristiana. Se extiende también hacia afuera. De hecho, Juan 3:16 enseña que Dios amó al mundo, es decir, a una humanidad caída en pecado, rebelde contra Dios y culpable ante sus ojos. Sabemos que los Diez Mandamientos se resumen en dos: “Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos” (Marcos 12:30-31). Schaeffer comenta que “el primer mandamiento es amar a Dios nuestro Señor con todo el corazón, con toda el alma y la mente. El segundo encierra un mandamiento universal de amar al hombre. Obsérvese que no se trata solo de amar a los cristianos, sino que este va mucho más lejos, hasta el amor a nuestro prójimo como a nosotros mismos … este amor al prójimo está fundado en la creación misma, sea el hombre redimido o no, pues el valor del hombre consiste en que está hecho a semejanza de Dios, y por ello hemos de amar a todos y a cada uno, por mucho que nos cueste”[6]. El amor por los de afuera es, asimismo, eminentemente práctico. Una aplicación muy actual y concreta se encuentra en el modo en el que presentamos el evangelio a otros. Pablo nos instruye a seguir la verdad en amor (Efesios 4:15). Tenemos un desafío enorme a presentar la verdad en amor en las redes. No a adoptar los patrones de los de afuera cuando usamos las redes. Recordemos el adagio latino: suaviter in modo, fortiter in re[7], que es lo que, de hecho, recomienda el Apóstol Pablo a Timoteo: “Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido[8], que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a voluntad de él” (2 Timoteo 2:24-26). 

En un mundo tan aparentemente polarizado como el nuestro, en el que la enemistad, el encono e, incluso, el odio levantan sus feas cabezas, la fe cristiana ofrece un camino muy distinto, el del amor: “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:43-48). El primer evangelista se centra en mostrarnos lo que bien podríamos denominar las razones teológicas para el amor al enemigo: la imitación del Padre. El evangelista Lucas pormenoriza lo que significa amar de una manera real a nuestros enemigos: “Pero a vosotros los que oís, os digo: amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen; orad por los que os vituperan. Al que te hiera en la mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, no le niegues tampoco la túnica. A todo el que te pida, dale, y al que te quite lo que es tuyo, no se lo reclames. Y así como queréis que los hombres os hagan, haced con ellos de la misma manera. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman. Si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores hacen lo mismo. Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir de ellos la misma cantidad. Antes bien, amad a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad no esperando nada a cambio, y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo; porque Él es bondadoso para con los ingratos y perversos. Sed misericordiosos, así como vuestro Padre es misericordioso” (Lucas 6:27-35). 

El médico amado reitera ese mismo mensaje, nos recuerda también que nuestro Padre es misericordioso y que somos llamados a amar como lo que ya somos, hijos del Altísimo. Leyendo estas chocantes afirmaciones a la luz de la historia de la humanidad, uno no puede sino notar que en estos pasajes estamos respirando otro aire distinto e inmensamente más puro que el enrarecido que emana de este mundo caído. Y esto no nos puede sorprender, pues viene de otro lugar más alto y santo, del cielo mismo. Como dijo el escritor británico G.K. Chesterton, comentado algunas de las afirmaciones del Sermón de la Montaña: “Esta no es la moralidad de otra época, mas bien pudiera ser la de otro mundo”. Ese otro mundo es el de una renovada creación que está destinada a prevalecer sobre cualquier otra realidad. Y es que, como enseñó Jonathan Edwards, el cielo nuevo y la tierra nueva que Dios ha prometido “es un mundo de amor”. Esa es la realidad final a la que aspiramos. 

Los cristianos somos, pues, incondicionalmente llamados al amor, conforme a nuestra nueva naturaleza como hijos de Dios, en imitación de nuestro Dios. Pablo nos recuerda lo que éramos antes de nuestra conversión: “Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros” (Tito 3:3). Pablo les recuerda también cómo fueron transformados: “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres” (Tito 3:4). Vive, pues, ya como lo que eres, alguien salvado por amor y para amar, un ciudadano de los cielos, de ese reino de amor eterno de Dios en su iglesia y para su gloria. Ama al hermano, ama a tu enemigo. Ámalos hasta el punto de decirles la verdad, pero hazlo con amor.

 

Notas

[1] Tertuliano, Apologeticus.

[2] Schaeffer, Francis A. La iglesia al final del siglo XX, p 183

[3] Ibid, p. 184.

[4] Ibid, p. 187,188

[5] Frase de F. Schaeffer entrecomillada.

[6] Ibid, p. 180, 179.

[7] Suave en las forma, fuerte en el contenido.

[8] Es decir,: no propenso a irritarse, así traduce la palabra sufrido la Nueva Versión Internacional. 

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