Suicidio: un silencio que duele
Necesitamos levantar la voz, hablar de lo que incomoda y recordar que en Cristo siempre hay esperanza, incluso cuando la oscuridad parece absoluta. Por Lourdes Otero.
10 DE SEPTIEMBRE DE 2025 · 13:55

Hace poco recibí la noticia de que un hermano en la fe había fallecido. Desde ese primer mensaje, algo me llamó la atención: no aparecía ninguna de esas expresiones habituales que solemos usar en nuestro entorno cristiano, como “partió con el Señor” o “ya está en la presencia de Dios”. Quizá por estar familiarizada con temas de duelo y prevención del suicidio, algo dentro de mí me hizo sospechar que había algo más detrás de ese silencio. No encontraba nada en redes sociales (vivimos en un tiempo en el que lo que no publicamos en redes, no existe).
Busqué confirmación, pregunté a personas cercanas, pero las respuestas eran evasivas: algunos no sabían nada, otros callaban lo que sabían. Hasta que, finalmente, y casi a regañadientes, me enteré de lo que temía: efectivamente, se había suicidado.
Me dolió.
Me dolió porque sabía que estaba sufriendo intensamente tras una pérdida reciente.
Me dolió imaginar el peso insoportable que le llevó a pensar que acabar con su vida era la única salida para su dolor.
Y me dolió el silencio en torno a su muerte: los eufemismos, el ocultamiento, la forma en que seguimos tapando una realidad, creyendo que, si no la nombramos, quizá evitaremos que otros piensen en ello.
Pero la realidad es que el silencio no protege: el silencio aísla, carga culpas y priva de acompañamiento a quienes más lo necesitan. Y es precisamente aquí donde, como Iglesia, necesitamos levantar la voz, hablar de lo que incomoda y recordar que en Cristo siempre hay esperanza, incluso cuando la oscuridad parece absoluta.
El dolor que no se ve
La Biblia reconoce la profundidad del sufrimiento humano. Job, en medio de su tragedia, exclamó: “¿Por qué no morí yo en la matriz?” (Job 3:11). Elías, agotado y desanimado, pidió a Dios que le quitara la vida: “Basta ya, oh Jehová, quítame la vida” (1 Reyes 19:4). David describió sentirse hundido: “Sálvame, oh Dios, porque las aguas han entrado hasta el alma” (Salmo 69:1).
Estos relatos muestran que el desánimo extremo y la desesperanza no son experiencias ajenas a los hijos de Dios. La depresión, el duelo profundo, la soledad y las crisis emocionales pueden llegar a nublar la perspectiva de una persona de fe, al punto de hacerle sentir que no hay salida. Por eso, como comunidad cristiana, debemos mirar con compasión y no con juicio a quienes atraviesan estas tormentas.
¿Es el suicidio un pecado imperdonable?
La vida es un don precioso de Dios. El salmista lo expresa con belleza: “Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre... mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas” (Salmo 139:13-16). Quitar la propia vida contradice el diseño divino.
Sin embargo, reducir el suicidio a una categoría moral simple ignora la complejidad de la salud mental y el sufrimiento que puede llevar a esta decisión. La Biblia enseña que nuestra salvación descansa en la gracia de Dios, no en nuestros últimos actos. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9).
Pablo añade: “Ni la muerte, ni la vida... podrá separarnos del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:38-39). Este pasaje nos recuerda que no nos corresponde determinar el destino eterno de quienes han pasado por un dolor tan profundo. Nuestra tarea es consolar, acompañar y sostener a los dolientes, no juzgar lo que sólo Dios conoce.
La respuesta de la Iglesia
La Iglesia no puede permanecer en silencio ante el sufrimiento emocional. Jesús vino a sanar a los quebrantados de corazón y dar libertad a los cautivos (Lucas 4:18). Frente a la desesperanza, debemos proclamar que siempre hay un camino hacia la luz y que Dios sigue obrando incluso en medio de las noches más oscuras.
Parte de la respuesta es romper el estigma. Las congregaciones deben ser lugares seguros donde se pueda hablar de depresión, ansiedad, duelo y pensamientos suicidas sin temor a ser juzgados. Experiencias como los grupos de ayuda que muchas iglesias han comenzado a desarrollar son un ejemplo de cómo se puede ofrecer acompañamiento real y sin máscaras.
Además, como pastores y líderes necesitamos tejer redes de cuidado que integren oración, apoyo pastoral y acompañamiento profesional cuando sea necesario. Cada creyente debe sentir que forma parte de una familia de fe que sostiene, anima y levanta (Gálatas 6:2): “Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo”.
Cómo acompañar a quienes sufren
El suicidio no solo hiere a quien lo comete; deja una estela de dolor en familiares, amigos y comunidades de fe. Por eso, acompañar de manera pastoral y compasiva es vital. Algunas pautas importantes:
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Escuchar sin juzgar
Evitemos frases como “le faltó fe” o “si hubiera confiado en Dios, no lo habría hecho”. Escuchar es un acto de amor que refleja el carácter de Cristo. - Ofrecer presencia y oración
Estar cerca, aun en silencio, puede ser más poderoso que muchas palabras. La Escritura dice: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón” (Salmo 34:18).
- Brindar apoyo práctico
Acompañar en gestiones, tareas del hogar o simplemente estar disponible para una llamada puede hacer una gran diferencia.
- Reconocer límites y derivar a profesionales
Buscar ayuda psicológica o psiquiátrica no es falta de fe; es parte de la sanidad integral que Dios desea para nosotros.
Prevención: un compromiso de todos
Hablar de suicidio no aumenta el riesgo; al contrario, ayuda a prevenirlo. La Iglesia debe enseñar que pedir ayuda no es señal de debilidad espiritual, sino de valentía. Además, debe equipar a la congregación para reconocer señales de alerta, como cambios drásticos de comportamiento, aislamiento, expresiones de desesperanza o frases que indiquen intenciones de hacerse daño.
También es crucial ofrecer recursos prácticos: líneas de apoyo, grupos de acompañamiento cristiano, consejería pastoral y profesionales que integren salud mental y principios bíblicos. La meta no es solo evitar tragedias, sino ofrecer esperanza y restauración.
El 10 de septiembre, Día Mundial para la Prevención del Suicidio, es un recordatorio de que la Iglesia está llamada a ser luz en medio de la oscuridad. Jesús dijo: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Esa abundancia incluye consuelo, gracia, restauración y acompañamiento para quienes sufren.
Como comunidad de fe, tenemos el privilegio y la responsabilidad de caminar junto a los quebrantados, recordándoles que no están solos, que hay esperanza en Cristo y que, aun en el valle más sombrío, Dios sigue siendo nuestro Pastor (Salmo 23:4).
En este 10 de septiembre, renovemos nuestro compromiso de ser una Iglesia que escucha, acompaña y proclama que en Jesús siempre hay vida, luz y una nueva oportunidad para seguir adelante.
Y no lo olvidemos: Hablar de suicidio salva vidas.
Lourdes Otero es periodista y forma parte del Grupo de Trabajo de Duelo y Suicidio de la Alianza Evangélica Española.
Este artículo forma parte de una serie semanal en torno al Día Mundial de la Prevención del Suicidio (DMPS), que se celebra anualmente el 10 de septiembre, en coordinación con el Grupo de Trabajo de Duelo y Suicidio de la Alianza Evangélica Española. Si deseas recibir más información sobre las actividades de este grupo, puedes contactar al WhatsApp +34 687 41 88 75 o a [email protected].
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Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Actualidad - Suicidio: un silencio que duele