Llamados a profundizar

Esto de la superficialidad ha pasado siempre solo que, como ahora nos toca jugar en ligas de mucho más calado, los temas son especialmente complejos y llevamos fatal lo que no es rápido o inmediato.

14 DE JULIO DE 2019 · 08:00

Cartel de la nueva serie de Amazon Prime, Good Omens. / Amazon,
Cartel de la nueva serie de Amazon Prime, Good Omens. / Amazon

Hace unas pocas semanas me sorprendía una noticia acerca de la denuncia de un grupo católico ultraconservador contra la emisión de la serie Good Omens, en que un ángel y un demonio se ponen de acuerdo para intentar parar el fin del mundo. Lo más sorprendente de la noticia era –y reconozco que me hizo reír un buen rato, a la par que me generaba cierto grado de enfado y vergüenza ajena de los que luego hablaré- que habían dirigido la solicitud de la cancelación de la serie a la plataforma Netflix, cuando la serie realmente pertenece a Amazon Prime. Es como si alguien manda una queja a Telecinco por algo que ha emitido TV1. 

Las mofas, como podrán imaginarse, estaban garantizadas. Cosas como estas, en otros foros, no pasarían de ser más que una anécdota graciosa. Una metedura de pata sin más. Pero como sabemos bien, los cristianos, da igual el color del que quiera que seamos o la formación a la que pertenezcamos, esos patinazos lo pagamos muy, pero que muy caros. Y nos siguen poniendo la cara colorada porque, efectivamente, tenemos “esa manera” de hacer las cosas. Nos enarbolamos con nuestras razones y en ese “atropello santo” desde el que actuamos, hacemos todo a medias y mal. 

Uno de los máximos responsables de la serie, ante lo sucedido, decía algo así con sus propias palabras: “Me encanta que vayan a escribir a Netflix para intentar cancelar la serie. En realidad, eso lo dice todo”. Y lo cierto es que no le faltaba razón, porque efectivamente, la cosa caía por su propio peso. Ojo, puedo comprender y entiendo que las personas nos equivocamos. Decir lo contrario sería, además de falso, tremendamente injusto y sería no reconocer que yo me equivoco también. Ciertamente lo hago y a menudo. Pero me dice la intuición, después de muchos años de tratar gente y especialmente a creyentes, además de ser “ratón de iglesia” y saber de primera mano cómo funcionamos a veces, que hay mucho más que un simple error detrás de esta historia aparentemente anecdótica. Esto no es una excepción, de hecho, sino más bien otro caso más de lo que desgraciadamente entre nosotros es casi una norma.

Por todo esto y algunas consideraciones más es que mi sonrisa inicial viró hacia algo mucho más profundo, un malestar, cierta rabia, no solo por las reacciones que esto genera ya fuera del mundo cristiano (como la que acabo de exponer en líneas anteriores), sino por lo que dice de nosotros mismos como creyentes. A ver si soy capaz de explicarlo con cierta claridad y orden, porque los sentimientos son encontrados.

Reconozco que lo primero que me abofeteó al leer la noticia y pasárseme esa primera sonrisa fue “¡Qué superficiales somos!”. Y digo que me sorprendió, por varias razones que intentaré desgranar: 

  • La primera, porque el olfato me hablaba de superficialidad cuando en realidad no creo que el contenido de la denuncia fuera superficial. Sin embargo, lo pareció cuando ni siquiera se atinó con el destinatario. A mí tampoco me gusta el planteamiento de la serie, pero no es la única, sino una más entre otras muchas a las que quizá se les ha dado menos publicidad, y ya que decidió orquestarse una ofensiva, lo suyo es que hubiera sido, al menos, bien planificada. El primer asunto, en efecto, es el destinatario correcto.
  • La segunda razón es que dije “somos” y no “son”. Porque aunque no formo parte del grupo denunciante, que es la Fundación Return to Order, sí soy parte del mundo cristiano y estas cosas, al resto de nosotros, nos afectan directamente.
  • En tercer lugar, soy consciente de que dije “somos” por mucho más que por ser cristiana: pensaba en el pueblo evangélico que somos hoy y en cómo uno de los signos que más nos representan es la superficialidad. Muchos de los que llenamos los templos evangélicos no dedicamos en general el tiempo ni es esfuerzo en analizar con detenimiento ciertas cosas y vamos opinando, con contadas excepciones, desde una inmensa ligereza, con lo que el mundo alrededor nuestro, que se da cuenta de ello porque no hace falta ser un lumbrera, rápidamente deja de tomarnos en serio y, con nosotros, al mensaje que intentamos proclamar. 

Más allá de que comparta o no las formas, o los métodos que ha usado este grupo para impactar y generar un cambio, que son respetables pero no muy eficaces, y que no son la cuestión aquí, me identifico con que esta serie, por hilarante, atractiva y desternillante que pueda ser, no me edifica como persona, no me acerca a conocer mejor a Dios, no creo que ayude a la extensión de Su reino aquí y, por tanto, no forma parte de mi lista de series por ver. Desde hace bastante tiempo intento escoger a qué cosas dedico mi tiempo y energías y a qué cosas no. Esta serie y otras varias no serán una de ellas, pero no por fanatismo, o porque “mi religión me lo prohíbe”, que no lo hace, sino porque no forman parte de mi elección en conciencia. Otros contenidos que veo, tampoco es que sean excesivamente santos, pero me llevan al menos a ciertas reflexiones productivas que no me producen un dolor de estómago constante.

Por supuesto, ver ciertos contenidos como estos y otros me duele, porque se le quita peso y valor a cosas de las cuales, en algún momento, todo ser humano tendrá que ser consciente, solo que ya será tarde para rectificar si no lo han hecho antes. Lo sagrado, hace unos años al menos, no se tocaba. Ahora sí, y sin ningún pudor. Pero sigo sin ver que haya cosas espirituales y otras que no lo sean. En un sentido claro, todo es espiritual, porque todo suma o resta al Reino. Y al tiempo de risa que viven ahora lo que encuentran estas cosas divertidísimas –que se ríen de nosotros, entre otras cosas, y del Dios en que creemos- seguirá llanto y crujir de dientes por haber llamado a lo bueno malo y a lo malo bueno, sin tener en cuenta lo que a Dios siempre le pareció fundamental e importante: Su propia gloria y lugar, que le corresponden porque es Dios. 

Sin embargo, para ser del todo serios y coherentes con esas demandas nuestras, y la forma en la que peleamos las cosas los cristianos, tendríamos que demandar a todas y cada una de las series que vemos en televisión por razones similares. Efectivamente, unas sátiras son más evidentes que otras, la caricatura, cuando es demasiado evidente, duele más, pero ninguna de ellas reflejan la realidad tal y como Dios la ve y la desea para nosotros. Quizá para algunos esto es ya demasiado. Pero hay otras varias similares a la vez en las diferentes plataformas digitales. Es solo que esta, quizá, ha tenido más publicidad que el resto.

En realidad, todas y cada una de las películas y series que tenemos delante normalizan el mal y el pecado, hasta el punto de que en muchas de ellas nos aliamos, casi sin darnos cuenta con el malo de la película, porque incluso le cogemos cariño. No es solo en Good Omens que se hace mofa de lo que serán los últimos tiempos de los que habla el Apocalipsis. El diablo, el fin del mundo, el juicio final y otros muchos conceptos relacionados están en el corazón de buena parte de los contenidos de cine, TV, música y literatura desde hace mucho, mucho tiempo. 

De hecho, hace no muchas semanas más empezamos a ver en casa una serie, The Good Place, que produjo en mí un rechazo casi inmediato porque, de nuevo, era un enfoque caricaturesco, superficial y manipulativo de lo que son realidades espirituales que no solo deberían tratarse con respeto aunque no se compartan, sino que además traen profunda confusión a cualquier espectador que las contemple, incluso teniendo criterio para poder discernir. Hasta mi propia hija de 13 años reconocía que ese contenido poco ayudaría a quien lo viera a comprender realmente lo serio que es el asunto de la eternidad y justamente venía a darse en un contexto en el que en la iglesia estábamos considerando estas cuestiones con una serie de exposiciones sobre el más allá. Al finalizar una de ellas, de hecho, ella me comentaba lo genial que le parecía que, en vez de intentar contarnos cómo podía ser aquel lugar, el énfasis estuviera centrado en ayudarnos a vivir una vida en la que tuviéramos en cuenta que lo habrá y cómo nos ayuda a vivir nuestro día a día considerarlo.

Diferenciar, sin embargo, nunca ha sido fácil, ni siquiera teniendo muy por la mano la verdad. Y la forma en que se plantea el más allá en estas series, la forma de llegar a la presencia de Dios y temas similares, son realmente una auténtica pachanga. Pero sé que esto es lo que hay. Es el mundo en el que vivimos. Dejé de verla, la desaconsejo absolutamente y procuro ser coherente con que ni en esta serie ni en ninguna encontraré lo que Dios me muestra como bueno. Pero no puedo eliminar de la televisión cada serie que va en contra de los principios divinos, porque entonces no vería nada. Para muchos esa es la solución y la respeto. Para mí no lo es.

Sin duda, estas series no se hacen desde el desconocimiento. Me sorprendo a mí misma admirándome muchas veces de cuánto conocimiento bíblico tienen muchos guionistas y gente de la industria del cine. Porque se entrelee en sus líneas que son buenos conocedores del mensaje que han decidido rechazar. Cuando hacemos estas cosas de esta manera principalmente (porque sería diferente si fuéramos verdaderamente serios con la forma de hacer las cosas) les cargamos de aún más razones para seguir tratándonos de tontos, y no por causa del evangelio, sino por nuestra propia causa y por hacer las cosas a medio gas. No se trata solo de oponernos, sino de hacerlo bien, en contenido y forma.

Alguien podría pensar que no debería haberme dado por aludida siendo que no formo parte de esas 20.000 firmas o de la entidad que las ha reunido. Sin embargo, estarán de acuerdo conmigo en que la gente fuera no nos distingue a unos y otros. Luego nos afectan porque, aunque seamos de enfoques diferentes dentro del cristianismo, desde fuera se nos ve igual, como fanáticos incapaces de pensar con claridad sobre nada y que actuamos desde el estómago, pero no desde la cabeza.

Me encantaría que llegara un momento en el que fuéramos capaces los de dentro, los cristianos de cualquier facción, católicos o no, protestantes o no, de comprender que a nosotros, para que se nos tenga en cuenta, se nos pide hacer las cosas diez veces mejor que al resto. Toda minoría oprimida, para ser mínimamente tenida en cuenta, ha de considerar esto. Las mujeres, por ejemplo, entendemos bastante bien este concepto. Cualquier mujer en un puesto de responsabilidad ha tenido que poner mucha más carne en el asador que la mayor parte de hombre para alcanzar el mismo lugar. Pero este es otro asunto.

Teniendo todo esto en cuenta, creo entonces que la mayor parte de mi reacción de frustración con este suceso es que, en conciencia, no me veía capaz de considerar esto como algo que le ha pasado a otros y que no me incumbe de ninguna forma. Esto, tengámoslo claro, no es algo que les pasa “a los demás”, “a los ultraconservadores”, o “a los fanáticos”. Todos tenemos algo de eso, dependiendo de qué tema se trate. Esto nos pasa a nosotros, lo evangélicos, y no de ahora, sino de hace mucho. Funcionamos exactamente igual. Por eso cada vez da más vergüenza llamarse evangélico, entre otras cosas, porque defendemos poco y mal, generalmente, porque no tenemos demasiado sentido estratégico, y porque peleamos batallas que no sé realmente si Dios nos pide que las peleemos de esa manera. 

La imagen que demasiado tiempo hemos estado volcando hacia fuera es esa: que somos unos cutres y, principalmente, unos superficiales. La superficialidad tiene que ver con hacer las cosas rápido y mal, por no tomarse el tiempo de considerar las cosas detenidamente, lo cual implicaría examinarlo todo y retener lo bueno, alinearse con Dios y Su carácter para poder discernir correctamente lo que quiere que veamos. Este no es un problema nuevo, ni de ahora entre nosotros. Los profesionales cristianos, sobre todo algunos de los que tenemos cierta voz en los medios, hace mucho nos sentimos demasiadas veces utilizados por los que, queriendo evitarse el trabajo de coger su Biblia y profundizar en los temas de calado social hoy, esperan que seamos nosotros los que opinemos, demos la voz audible y nos coloquemos en la primera línea de batalla en la que nadie quiere estar. Me pregunto por qué no podemos, cada uno, hacernos una opinión formada sobre ciertas cosas en las que el elemento diferencial es realmente la voz de Dios y no la nuestra como profesionales. 

Esto de la superficialidad ha pasado siempre solo que, como ahora nos toca jugar en ligas de mucho más calado, los temas son especialmente complejos y llevamos fatal lo que no es rápido o inmediato, se nos nota bastante más que antes. Solo hay que asomarse un poquito a las redes sociales y ver las formas en las que opinamos, analizamos la realidad y lanzamos frases lapidarias, sin darnos cuenta de que cada una de ellas es la palada con la que contribuimos a cavar nuestra propia zanja. 

Así que quizá anécdotas como esta que nos ocupa hoy nos dan cierta señal de alarma para que consideremos seriamente tomarnos estas cosas con la importancia que tienen, que nos tomemos el tiempo para ser coherentes con nuestras vidas y mensajes, que podamos impactar al mundo con un mensaje bien hilado, argumentado con profundidad, no actuando desde la improvisación o la prisa. En definitiva, como decía el propio apóstol Pedro (1ª Pedro 3:15), preparándonos para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo aquel que nos demande razón de la esperanza que hay en nosotros. 

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - Llamados a profundizar