El Edén revisitado

Si el movimiento LGBTI con su ideología de género trata de borrar la diferencia entre los sexos, el feminismo radical no le va a la zaga: incluso converge con él en sus objetivos.

22 DE ABRIL DE 2018 · 06:00

KIan Shea / Unsplash,Manzana, Mujer
KIan Shea / Unsplash

El problema del machismo en nuestra sociedad difícilmente se resolverá del modo en que pretenden hacerlo las feministas: con leyes de cuotas, discriminación positiva, inversión de la carga de la prueba en los pleitos, imposición del reparto de las tareas domésticas, etc. Es muy difícil lograr la igualdad de la mujer con el hombre con medidas tan coercitivas, tan poco igualitarias y que respetan tan poco la intimidad de la familia como esas. Más bien pareciera que el machismo ─propiamente definido como el menosprecio, la injusticia, el abuso y la violencia contra las mujeres─ ha aumentado desde que se utilizan esta clase de tácticas, si nos atenemos al incremento de asesinatos de mujeres a manos de hombres en nuestro país durante los últimos años.

El problema está en que la propaganda feminista ─tan necesaria allí donde existe una verdadera discriminación por el hecho de ser mujer─ se ha convertido, en el avanzado mundo occidental, en un instrumento de ingeniería social cuyo objetivo es conseguir un ser humano unisex. El hombre tiene que ser más femenino y la mujer más masculina; de modo que se fomenta en ambos una forma de ser, de pensar y de actuar como la del sexo opuesto, obviando las diferencias biológicas, psicológicas y relacionales de cada uno.

La mujer se ve lanzada a competir con el hombre en terrenos que, por lo general, no le son propios: por su complexión física o por los intereses que le dictan su cromosoma XX o esa progesterona y esos estrógenos que la diferencian del varón. Al hacerlo, abandona otros quehaceres que son inherentes a su sexo ─como la maternidad o el cuidado de los hijos, sobre todo cuando estos son pequeños─, con el considerable perjuicio para la familia, la sociedad y ella misma. En el caso de las solteras, o de las mujeres sin hijos, la cosa es más comprensible y menos desestabilizadora.

Por otro lado, la solución que se propone para la esquizofrenia que crea en la mujer con hijos el tener que conciliar su vida laboral con sus responsabilidades en casa, es simplemente que el hombre asuma por ley el 50 por ciento de las tareas domésticas y del cuidado de los hijos, y tenga el mismo tiempo de permiso de paternidad que la mujer de maternidad. ¡Todo menos que le toquen al feminismo ese pequeño monstruo híbrido que está criando! Pero de ahí a conseguir que la mujer piense, sienta o actúe como el varón de un modo natural es tan poco realista como esperar que el varón dé a luz hijos.

Si el movimiento LGBTI con su ideología de género trata de borrar la diferencia entre los sexos, el feminismo radical no le va a la zaga: incluso converge con él en sus objetivos. Lo que ya no es tan comprensible es que los creyentes en Cristo, que sabemos que Dios creó al hombre a su “imagen y semejanza” como “varón y mujer”[1], admitamos esa clase de igualdad ficticia y sin futuro en vez de subrayar la diferencia y la complementariedad que el Creador ideó para la pareja humana.

La lucha de la mujer por igualarse con el hombre en todo es, sin duda, una penetración del espíritu de la época en la Iglesia de Cristo, que no puede defenderse ni con una teología bíblica rigurosa ni aduciendo razones naturales. La Biblia afirma ─como hace también la propia naturaleza─ que el hombre y la mujer son iguales en dignidad y valor, pero, al mismo tiempo, complementarios, y que están sujetos a un orden establecido por Dios en la Creación y confirmado en el Nuevo Testamento[2].

Por otro lado, el auténtico machismo ─no lo que se presenta interesadamente como tal para justificar ese adefesio unisex que propugnan las feministas─ implica, como ya hemos dicho antes, menosprecio, injusticia, abuso y violencia contra las mujeres. Ese machismo ─el verdadero─ es consecuencia de la Caída; como también lo es la rebeldía de la mujer hacia el varón. En palabras de David Burt: “La Caída significó, entre otras cosas, el trastorno del orden establecido por Dios: en vez de escuchar la mujer la voz del hombre, Adán obedeció la voz de Eva (Génesis 3:17). Entonces, Dios anunció a Eva que la consecuencia sería la «guerra» entre los sexos […]. A partir de aquel momento, la mujer intenta dominar el matrimonio con manipulaciones emocionales y victorias dialécticas. El varón responde con fuerza, violencia y con imposición tiránica” [3].

El cristianismo, sin embargo, introdujo el verdadero antídoto contra el machismo cuando el apóstol Pablo comparó la relación entre el marido y la mujer con la de Cristo y la Iglesia[4]. Y Pedro confirma esto mismo cuando dice a los maridos: “Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida” (1 Pedro 3:7). Esto fue, sin duda, lo que inspiró la caballerosidad del hombre hacia las mujeres que ha prevalecido en la sociedad occidental hasta hace poco más de un siglo. El problema es que muchas mujeres, hoy en día, ya no quieren que las consideren un “vaso más frágil”.

No estamos negando que las mujeres deban tener la misma posibilidad de estudiar aquello que más les guste, o de ejercer profesiones o desempeñar cargos que hasta hace poco han sido en su mayoría ocupados por los hombres (después de todo también hay profesiones y cargos en los que los hombres han estado siempre en minoría).  Lo que no es justo es que se incite a las mujeres, con argumentos espurios, a abandonar lo que solo ellas pueden hacer para competir con los varones por el poder, la autoridad o el dinero. Mucho menos si para ello se echa mano de tácticas competitivas poco leales como las cuotas en el gobierno de los partidos políticos, en las empresas e incluso entre los directores de cine; o como esa otra de la discriminación positiva legalizada por Rodríguez Zapatero. A lo único que una estrategia así contribuye es a devaluar a las mujeres que realmente valen para desempeñar esa clase de funciones u ostentar tales cargos.

En el testimonio bíblico, como en la vida corriente, hay normas y excepciones a las normas, porque Dios no renuncia a su soberanía. Él ha levantado a lo largo de la historia a mujeres destinadas para el liderato. Pero el espíritu de Débora, Abigail, Ester o Priscila es tan diferente del que demuestra el feminismo actual que difícilmente se puede identificar como el espíritu de Jesús. La difunta misionera y escritora Elisabeth Elliot, se quejaba de que en Estados Unidos el discurso feminista tenía siempre que ver con aspectos referentes a la autoridad, el poder, la competición o el dinero y nunca con la feminidad[5].

Si como buenos evangélicos nos atenemos a la enseñanza normativa de la Palabra de Dios, hemos de reconocer que, desde el principio, Él tuvo para la relación entre el hombre y la mujer un propósito caracterizado por la igualdad, la diversidad, la complementariedad y el orden.

Lo que el feminismo nos propone hoy en día ─además de esa criatura híbrida de que hemos hablado─ es un nuevo diseño que trastoca el propósito divino para los seres humanos en el matrimonio, la familia, la sociedad y la iglesia. Se trata simplemente del Edén revisitado[6].

 

[1] Génesis 1:27

[2] Mateo 19:4-6; 1 Corintios 11:3, 8-9, 11-12; Efesios 5:22-24

[3]David Burt, “Maridos abnegados, mujeres sumisas”, Tiempo de Hablar, 2005.

[4] Efesios 5:25-30

[5] Elliot Elisabeth, “The Essence of Femininity”, en Recovering Biblical Manhood & Womanhood, John Piper y Wayne Grudem, eds. (Wheaton, IL, EEUU: Crossway Books, 1991).

[6]  1 Timoteo 2:11-15;

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