¿Choque de civilizaciones?
Hay un sentimiento de rechazo en Europa entre quienes temen estar siendo invadidos silenciosamente por un ejército de inmigrantes con idiomas, creencias y culturas diferentes a la suya.
10 DE ENERO DE 2015 · 22:30
Decía Samuel Huntington, el famoso profesor de ciencias políticas de la universidad de Harvard, que “si la demografía es el destino, los movimientos de población son el motor de la historia”1. Es cierto que las migraciones humanas han existido siempre. Desde aquella primitiva sentencia divina que escuchara Caín: “errante y extranjero serás en la tierra” (Gn. 4:12) hasta el día de hoy, el ser humano no ha cesado de deambular de un sitio para otro con la intención de buscar un lugar mejor para sobrevivir. Las condiciones ambientales, el hambre, las guerras o el excesivo incremento de la población han actuado como detonantes a lo largo de los tiempos provocando importantes desplazamientos humanos.
Tales fenómenos sociales han afectado a casi todos los pueblos. Griegos, judíos, escandinavos, germanos, rusos, turcos, chinos, franceses, ingleses, hispanos y otros muchos se han visto obligados en algún momento a abandonar la tierra que les vio nacer para buscar fortuna en otros horizontes. Es como si la humanidad no lograra liberarse del estigma de Caín sino que, por el contrario, éste se intensificara con fuerza a medida que avanza la historia.
Desde luego los europeos, en esto de los desplazamientos nos llevamos la palma. Durante el pasado siglo XX, sobre todo antes del primer cuarto de siglo, unos 55 millones de europeos habían emigrado ya a otros lugares del mundo. Muchos abandonaban las grandes metrópolis de Europa y se iban a probar fortuna en las colonias africanas, americanas o de Oceanía. Sólo Estados Unidos atrajo 34 millones de estas personas procedentes del viejo continente. Tales desplazamientos humanos tuvieron lógicamente consecuencias positivas para unos, sin embargo para otros las cosas no siempre fueron tan deseables.
Es cierto que los occidentales exploraron y conquistaron tierras, mejoraron las condiciones de vida de la población, introdujeron la democracia, la cultura occidental así como los valores cristianos de occidente pero, a la vez, sometieron por la fuerza a otros pueblos autóctonos despreciando sus valores y tradiciones culturales. En los mejores casos, los nativos fueron asimilados o subsistieron en grupos reducidos, mientras que en los peores escenarios, éstos se extinguieron cruelmente. Enriquecerse injustamente a costa del trabajo o del patrimonio de los nativos fue el pecado más habitual de muchas colonizaciones europeas. Es menester reconocer la historia para aprender de ella y no incurrir en las mismas equivocaciones del pasado. A pesar de estos muchos errores, la exportación de europeos a otras partes del planeta fue lo que permitió el auge de Occidente así como la influencia que todavía mantiene hoy en el mundo.
No obstante, a mediados del siglo XX este flujo migratorio desde el norte hacia el sur se empezó a invertir. La gente se desplazaba ahora desde los países pobres del hemisferio austral, donde no había trabajo suficiente para buscarse la vida, a los centros desarrollados del norte. La emigración procedente de América Latina buscaba así instalarse principalmente en los Estados Unidos. Lo mismo ocurría en Europa sobre todo con los inmigrantes magrebíes y del África negra que, por afinidades lingüísticas, buscaban refugio preferentemente en Francia. Gran Bretaña acogía, por la misma razón, asiáticos y caribeños. Alemania, turcos. España aceptaba también a magrebíes y ciudadanos procedentes de los diversos países latinoamericanos.
Hubo un tiempo en el que se pensaba que tales migraciones remitirían poco a poco, si se cumplían las expectativas de desarrollo en los países de procedencia. Pero lo cierto es que esto, salvo puntuales excepciones, no ha sido así. La realidad es que la pobreza y el subdesarrollo de tales naciones se ha venido incrementado, constituyendo la causa principal de las actuales migraciones internacionales que observamos en el siglo XXI.
En la actualidad hay aproximadamente unos 44 millones de hispanos viviendo en Estados Unidos. La mayoría de los cuales, al profesar el catolicismo o el protestantismo, pertenecen a la misma tradición judeocristiana que el resto de la población de acogida. A pesar de todas las diferencias que puedan existir, esta peculiaridad cultural facilita notablemente si no la integración completa, por lo menos la convivencia pacífica y, en mayor o menor grado, el respeto mutuo. Al otro lado del Atlántico, sin embargo, las cosas parecen muy diferentes. Curiosamente, en Europa viven también unos 44 millones de inmigrantes musulmanes pero, como resulta evidente, su cultura, religión y valores son bien distintos a los propios del viejo continente. Los emigrantes que profesan el Islam suelen tener bastantes hijos (entre cinco y diez de media, frente a los uno o dos de los europeos) y esto eleva el crecimiento demográfico de los países europeos. Semejante realidad, unida a otras cuestiones religiosas y de identidad cultural, está generando un sentimiento de rechazo en determinados sectores de la población europea que temen estar siendo invadidos silenciosamente por un ejército de inmigrantes con idiomas, creencias y culturas diferentes a la suya. Si a esto se añade las precariedades laborales y económicas generadas por la crisis actual, tales inmigrantes se ven como una amenaza para conseguir trabajo, vivienda, mantener el estado de bienestar o para la propia forma de vida europea.
Uno de los libros más vendidos actualmente en Francia, El suicidio francés, de Eric Zemmour, defiende precisamente la tesis del debilitamiento del estado-nación francés provocada por la inmigración de extranjeros. Zemmour afirma que los dirigentes políticos y culturales del país han sacrificado la soberanía popular de los franceses en el terreno económico, social, cultural e incluso familiar, permitiendo la entrada masiva de tantos inmigrantes y haciéndoles todo tipo de concesiones. Sus planteamientos son compartidos por buena parte de la población y utilizados por los movimientos políticos europeos de derechas opuestos también a la inmigración. Esta creciente hostilidad se dirige mayoritariamente a los musulmanes. Es como si el antiguo antisemitismo de la Europa Occidental contra los judíos, se hubiera transformado hoy en otro antisemitismo pero contra el mundo árabe.
Por si todo esto fuera poco, el número de jóvenes de origen musulmán nacidos y educados en Europa, que viajan a Siria para alistarse en el Frente Islámico, no deja de crecer. Miles de muchachos con nacionalidad francesa o de otros países europeos anhelan formarse en ese “arte” de la guerra terrorista con la intención de defender su religión y cultura islámica, aunque sea contra ciudadanos de la nación que les vio nacer. Se sienten marginados en Europa y quieren luchar contra ella.
Durante la confección del presente artículo, acabo de enterarme del reciente atentado terrorista producido en París. Al menos doce personas han muerto y otras quince han resultado heridas cuando un grupo de musulmanes armados ha irrumpido en la sede de la revista satírica Charlie Hebdo. Esta publicación realizó en el pasado unas caricaturas burlonas de Mahoma y, al parecer, esta es la venganza que como espada de Damocles pendía sobre sus cabezas, hasta que ha caído y las ha cortado. Semejante atrocidad del radicalismo islamista es absolutamente injustificable. Nadie merece morir por expresar libremente su opinión aunque ésta se considere ofensiva para cualquier religión. Menos aún unos guardias de seguridad cuya misión era defender a los demás y fueron rematados con repugnante frialdad.
Dicho esto, tampoco comparto la ridiculización sistemática y discriminatoria que Charlie Hebdo ha venido realizado del mundo musulmán. Alguien ha dicho estos días que el humor el la máxima expresión de la inteligencia humana. Puede que así sea, pero ¿qué inteligencia hay en burlarse y degradar aquello que millones de personas por todo el mundo consideran sagrado? Incluso aunque se esté convencido de que están equivocadas, ¿por qué ofender mediante críticas irónicas de mal gusto el sentimiento y las creencias de tantas criaturas? Desde luego, esa no es una actitud que pueda defenderse tampoco desde una conciencia cristiana. Jesús procuró no ofender a los demás, aunque no estuviera de acuerdo con ellos (Mt. 17:24-27). El desprecio burlesco del prójimo y de sus valores culturales, venga de donde venga, no contribuye el entendimiento y la convivencia.
¿Qué nos deparará el futuro? ¿Se están cumpliendo ya las predicciones de Samuel Huntington cuando dijo que las guerras del siglo XXI se deberán al choque de civilizaciones? ¿Se verá condenada Europa después de haber abandonado su pasado judeo-cristiano a sufrir un islamismo restrictivo? En el mejor de los casos, lo que se vislumbra en el horizonte europeo es un conjunto de países divididos en colectividades distintas, cristianas, laicas, musulmanas, judías y de otras creencias, procedentes de civilizaciones diferentes. Esto exigirá mucho esfuerzo de entendimiento por parte de todos los líderes ya que en cualquier momento podrá saltar la chispa de la intransigencia. Cualquier joven terrorista, con un Kalashnikov en las manos, será capaz de reventar años de negociaciones pacificadoras. ¿Tiene solución este grave problema?
Quizás ha llegado el tiempo de controlar de manera eficaz la inmigración europea así como el crecimiento económico y la seguridad ciudadana, aunque esto comporte importantes restricciones sociales. ¿Están los gobiernos dispuestos a asumir los costos económicos y a reducir los índices de crecimiento de la UE por la escasez de mano de obra extranjera? ¿Dejarán de vender armas a países y grupos radicales? ¿Podrá Europa detener con sabiduría y solidaridad la avalancha de inmigrantes que se sigue lanzando al mar en precarias pateras? ¿Qué solución se les dará a los jóvenes africanos colgados en las alambradas fronterizas? ¿Se recurrirá como tantas veces sólo a la violencia institucional? La violencia no es la solución.
Desde la fe cristiana reconocemos que la violencia se gesta casi siempre en corazones pecadores que rechazan o ignoran voluntariamente el verdadero mensaje de Jesucristo. La persona que actúa de esta manera peca contra Dios, contra su prójimo y pone en peligro la paz, la justicia social y la igualdad entre todos los seres humanos. Por el contrario, el cristiano que rechaza toda forma de violencia y se muestra sensible ante el dolor ajeno, asume el reto evangélico de convertirse en apóstol de la paz. De alguna manera, está contribuyendo a adelantar la venida del Hijo del Altísimo. Al enjugar lágrimas, fomentar el entendimiento entre culturas, consolar al sufriente y aliviar el dolor o las secuelas del desamor, hace que el presente se parezca cada vez más al futuro glorioso que esperamos. Trae la paz del cielo a la tierra. Y esta es, sin duda, la mejor manera de evitar el choque de civilizaciones. ¿No deberían los ciudadanos de Europa regresar a sus raíces cristianas y descubrir el verdadero mensaje de Jesús?
1 Huntington, S. P. 2005, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona, p. 265.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - ConCiencia - ¿Choque de civilizaciones?