Y tú, ¿quién dices que soy?

La caída de Roma es el fortalecimiento del papado:‘Otro evangelio, Otro señor, Otro pedro’

31 DE MAYO DE 2013 · 22:00

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Nada que ver con la conversación en el camino por los alrededores de Cesarea de Filipo. En la ciudad de Roma, el papado es Otro evangelio, Otro señor, Otro pedro. Caminamos en el inicio del siglo V, y el papado aparece con sus trazos propios, aunque quede por establecerse su arquitectura final en los próximos siglos. Inocencio I (401-417) será el artífice de la transformación de una silla jerárquica episcopal, pero silla al fin y al cabo, en un trono que todo lo pone bajo sus pies. No es que lo consiguiera, pero lo proponía. Las condiciones empezaban a darse, especialmente que el trono del Estado en Roma se desmorone (además del simple hecho de colocarse en otra ciudad). El del papado tiene que construirse con sus piezas. La caída de Roma es el fortalecimiento del papado. Con Inocencio ocurre. Incluso cuando se libra la ciudad en la primera embestida, el papa con sus sacerdotes (ya lo son) sale a recibir a su victorioso emperador, pero esa comitiva representa una nueva situación. Roma y su obispo están allí como parte sustancial del momento; más tarde, en otra crisis, el Senado romano enviará a Rávena a Inocencio como mediador. Luego, cuando Alarico entra en Roma (410) y es saqueada, esa ruina de la ciudad supone la fortaleza del papado. Con la capital en Rávena, la “Antigua” Roma empieza a aparecer como la ciudad, no imperial, sino papal. La grandeza histórica de Roma, que no ha podido devastar Alarico, ahora se empieza a identificar con lo que sigue de pie: el papado. Incluso desde la “Nueva” Roma, Constantinopla, se tiene que conservar el prestigio de la Antigua, y lo hacen sin el trono del emperador en la ciudad. (Quien asume ser segundo, y quiere subir, solo puede hacerlo impulsando delante al primero.) Queda el trono papal, al que cuidan y afianzan. Al principio esto se acepta mutuamente, pero luego, cuando se siente fuerte el trono romano, reclama jurisdicción universal. Con Inocencio I esta pretensión de jurisdicción sobre todas las iglesias locales se expresó claramente, aunque con tono distinto si el discurso lo oían en las Galias, con poco poder de reacción, o en Constantinopla, donde no admitían una cosa así. Hasta la aparición del otro pilar fundamental del papado como luego se configura, León I (440-461), sus pretensiones son rebajadas por los hechos. Al apoyar las posturas pelagianas, la iglesia de Roma, con su papa, fue desacreditada por las demás. Se puede hablar de papado en este tiempo, pero el papado no tiene el poder de futuros siglos. Antes de toparnos con León y de nuevo con otra caída de Roma, me parece útil anotar un aspecto que, sin ser de la iglesia de Roma propiamente, sirve para afianzar sus pretensiones. Se trata de Ambrosio de Milán (340-397), que con su enseñanza y práctica, establece un modelo de relación entre el obispo y el poder civil, en su caso, el propio emperador, que teniendo un elemento de verdad, sin embargo, ha sido una fuente de corrupción en la Historia (y fortaleza del papado). Quizás lo mejor sea ver el cuadro de Van Dyck, donde aparece Ambrosio “revestido” con todo su formidable poder de excomunión sobre el emperador, y éste, “desvestido” de sus ropas e insignias imperiales, inclinado, sometido. El simbolismo es tremendo: el emperador tiene su poder en manos de su obispo. Una verdad a medias, pero con la confusión añadida de que no se trata del cristianismo, del Evangelio, de su condición de redimido, y sometido a la autoridad de Cristo (eso es la parte de verdad, si fuere el caso), sino de una sumisión al poder humano, fabricado con humanas fuerzas, aunque en formato eclesiástico. Eso es la ruina de la Iglesia y del Estado; y eso representa el cuadro, aunque para algunos sea el triunfo del cristianismo. Esa posición la mantendrá, con su peculiar estilo, Agustín de Hipona (354-430), convertido en la iglesia y por la actuación de Ambrosio. Aunque Calvino usa extensamente a Agustín, también reconoce que es de los que han edificado hojarasca sobre Cristo, y su obra se quemará. Estoy en pleno acuerdo. Con toda su defensa del cristianismo, con su explicación de la Biblia (en algunos casos muy complicada; ¿han leído sus comentarios –“enarraciones”– a los Salmos?), Agustín es uno de los pilares del papado: propone la iglesia como casta sacerdotal, con los obispos a la cabeza; el sacerdocio como canal de la gracia por su manejo de los sacramentos; por no hablar de su desprecio del matrimonio, o su santificación del mérito monacal. Y admite el discurso que ya se anuncia desde la “silla” de Pedro. Muy destructivo de la fe cristiana, muy constructivo del papado. Me he metido con Agustín, no era mi intención, pero puede servir de ejemplo de cómo la Iglesia que Cristo ha redimido se las ve en este mundo. Sigue adelante, nadie la puede destruir, pero en medio de todo tipo de destrucciones. Esas destrucciones son precisamente las construcciones de las estructuras que se levantan en esos tiempos. (De Agustín he leído todo lo que editó la BAC, muchos volúmenes.) Nos ponemos ahora en medio del siglo, con León I. Este papa aparece en algunos esquemas como el fundador real del papado. Ya he mencionado que antes se dieron los medios, pero efectivamente con León se consolida la entidad. Con él y la ayuda del emperador. En un largo conflicto de intereses con Hilario de Arlés, el emperador Valentiniano III, se puso al lado de León y, por un edicto (445) dispuso que “por el mérito de Pedro y la dignidad de la ciudad de Roma, se declare culpable de lesa majestad a quien se oponga a los dictados del papa”. Con ello, las decisiones papales se convierten en parte de las leyes del imperio. Efectivamente, esto ya es el papado. Este León está unido en la ocasión histórica de la retirada de Atila antes de asaltar a una Roma vencida. Tenía Atila trato extenso en los años anteriores con las comarcas del imperio. Está a las puertas de Roma, puede tomarla y saquearla sin dificultad, pero se ha parado (se podría decir, dadas sus supersticiones, que se ha “paralizado”). No sabemos por qué, pero allí estaba sin decidirse a conquistar la ciudad. La fama del episodio se la llevó León, aunque no fue solo al encuentro de Atila, también venían los más altos representantes de las familias romanas. No es que Atila se parara ante el séquito, ya estaba paralizado, y luego se decidió a no entrar en Roma. León el héroe liberador de Roma; así quedó. Los romanos, más prosaicos, celebraron la liberación como efecto de sus estrellas, lo que enfureció al papa. El resultado, en cualquier caso, es que Atila, el “Azote” de Dios, no entró; y el papa que estaba dentro se quedó mejor sentado que nunca. Tampoco se trata de tocar campanas. Tres años después, Genserico con sus vándalos conquista y saquea la ciudad. También intentó frenarlo León, pero en vano. Eso sí, este proceder le reportó su merecida fama. Además, la aristocracia romana, con tantos peligros al acecho, se dispersó por donde mejor pudo. Quedó en Roma la nueva aristocracia: la eclesiástica. De la ruina tras la actuación de Genserico (se dice que se llevó los utensilios de Jerusalén que antes se trajo Tito), se fortalece y confirma la fuerza de la nueva entidad. La Antigua Roma cada vez es más el papado. Por recordar la última parte que se levanta del edificio al final del siglo, el papa Gelasio (492-496) dicta que incluso el concilio, por muy universal que sea, no tiene autoridad sin la firma de sus propuestas por el papa; pero el papa no necesita para que sean efectivas sus disposiciones, doctrinales o de conducta, de la firma de un concilio. El concilio necesita al papa, el papa no necesita a nadie, su trono se sostiene por su propia naturaleza. Este es el cuadro que se desea pintar. Otra cosa es la realidad. El trono papal se sostiene por intereses diversos, que son los que quitan y ponen papa. Una cosa es evidente en todo esto, no sabemos si realmente el apóstol Pedro estará enterrado en algún lugar de Roma, puede ser, pero lo que no se puede negar es que a Pedro lo han enterrado en la iglesia Romana, lo han quitado de en medio. El Pedro que confesó al Señor y que recibió sus promesas, ése está enterrado, lo han eliminado, en el papado. En su lugar han puesto a otro. La silla del papado es la de otro apóstol, el que vendió a su Señor. Enterrada la palabra del Señor con nuestro Pedro en los alrededores de Cesarea de Filipo, en las colinas de Roma se escucha otra conversación, otra palabra. Están hablando el papa y el emperador. Pregunta el emperador, ¿quién dice la gente que soy yo? Unos, que eres un tirano; otros, que la Bestia política de Apocalipsis; y tú, ¿quién dices que soy? Tú eres el dominador, el Estado encarnado, el señor, donde se encuentra la fuente de la justicia y la moral, el soporte único del bien público, sin el que no habrá felicidad, ni salvación, ni futuro a la humanidad. Bienaventurado eres papa, porque esto que dices no proviene de reflexión humana, no es de carne y sangre, esto proviene de mi padre (sí, ese padre de “sois de vuestro padre”, que dijo el Señor). Y yo te digo que tú eres papa supremo, y sobre ti edificaré mi imperio; lo que ates atado quedará, y lo que desates desatado quedará en mi reino; el que a ti recibe, me recibe a mí, el que te rechaza, a mí rechaza; y el reino del Resucitado no prevalecerá contra ti. En esa conversación también se oyó la pregunta del papa al emperador. ¿Quién dice la gente que soy yo? Unos, un impostor; otros, que eres la clara expresión del anticristo; y otros que eres un títere de los intereses terrenos. Y tú, ¿quién dices que soy yo? Tú eres el papa; infalible sucesor de Pedro; maestro supremo de la cristiandad, sin comunión contigo no hay comunión con Dios, ni salvación posible; en tu mano está la bendición o maldición de los reyes, de tal manera que por ti reinan y mantienen su poder. Bienaventurado eres, porque esto que confiesas no es fruto de la reflexión humana, ni de datos históricos, sino revelación de mi padre (sí, de ese padre de “sois de vuestro padre”, que dijo nuestro Señor). Y yo te digo que tú eres Emperador y Rey, y sobre tu espada y tus leyes edificaré mi iglesia; será tan común nuestro trono, que quien a ti reciba, a mi persona recibe, y quien contra ti se levante, contra mí se levanta. Un solo palio para los dos. Una sola ley. Una sola moral. Y el reino del Resucitado no prevalecerá contra ti. La semana próxima, d. v., seguimos en los pasos finales para la completa constitución de la entidad del papado. En cualquier caso que miremos, inicio del siglo V, o año 755, con la donación de Pepino, el papado (=iglesia Romana) no es una institución de dos mil años. Eso es una mentira tan enorme como la falsa donación de Constantino o las falsas decretales isidorianas. Cualquier papa, por supuesto el actual, dirige una institución que no tiene dos mil años; bastante menos. Si se pone la fecha de la final constitución de poder eclesiástico y temporal del papado, más o menos el 755, estará a punto de cumplir sus 1260 años; que es una edad en la Biblia muy señalada. El papa actual no tiene que arreglar nada del papado, si quiere servir al Señor, que lo cierre y tire la llave al abismo. No lo hará; eso corresponde al Señor. Ya mismo. Y todos los que hemos sido rescatados por la obra perfecta, hecha una vez para siempre, de nuestro Redentor, seguiremos en comunión, en una fe, un bautismo, un Señor de todos y sobre todos.

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