Treinta navidades olvidadas

Quizás la vida auténtica, la Navidad verdadera, es aquella que pasa a nuestro lado de forma sencilla, casi inadvertida.

Redacción PD

22 DE DICIEMBRE DE 2014 · 22:30

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Navidad es una de las épocas del año con mayor número de suicidios. Según algunos expertos aumentan los casos de depresión y suicidio un 40 por ciento en comparación a otros meses del año.

Queda mal hasta decirlo, como si fuese algo a ocultar, lejos de las luces en las calles, las mesas llenas de alimentos, la euforia de los días festivos.

La Navidad genera la idea de felicidad casi de forma artificial, y cuando la ilusión choca con la realidad se produce depresión y tristeza.

Los premiados por la Lotería, la imagen de familia feliz de las películas, ese vago sentimiento del “espíritu de la Navidad” que se achaca a una solidaridad etérea y casi mágica.

La realidad que a menudo se vive son los problemas económicos, la lejanía o la muerte de los seres queridos, las rupturas amorosas y los problemas familiares. También, en esa especia de examen de conciencia que supone el cambio de año hace que se analicen las metas logradas y las no alcanzadas.

Ocurre como en el amor que se vende hoy en día, tan ilusorio como irreal, que a veces sólo dura eternamente durante unas horas.

Quizás nos están vendiendo una vida irreal, tan irreal como los Días (del Padre, de la Madre, de los Enamorados) cuando los padres, madres y enamorados de nuestra sociedad están cada vez más distantes de esa imagen insulsa del comercio y el marketing.

Quizás la vida auténtica, la Navidad verdadera, es aquella que pasa a nuestro lado de forma sencilla, casi inadvertida. En esa madre que cada día lucha por lo suyos. En ese padre que no flaquea  en su esfuerzo por mantener a flote a su familia. En ese hijo que a pesar de la desilusión y la desesperanza levanta la frente y llama ilusión a labrarse un futuro.

De hecho, aunque conocemos al Jesús que revolucionó la historia con su vida y su mensaje, pasó treinta navidades inadvertido para muchos, como el hijo del carpintero, posiblemente sacando adelante a su madre y hermanos tras la muerte de José. Ese Jesús también era el Hijo de Dios trabajando cada día, sin más sentido ni propósito que amar a los suyos dando su vida por ellos. Lo mismo que hizo después, sólo que –milagro de amor- hizo suyos también a sus enemigos.

Hemos olvidado esa época en la que el Hijo del Hombre vivió de espaldas a las multitudes, sin más milagro que acostarse cada noche sabiendo que había cumplido con su obligación y –suponemos- disfrutado de la sencillez de estar cerca de quienes amaba y le querían.

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