Jean Paul Sartre: frío en el alma

Concluiremos que la permanencia de Sartre en el ateísmo ideológico no fue, precisamente, por falta de oportunidades para conocer al Dios de la Biblia ni por carencia de testimonios personales. 

06 DE DICIEMBRE DE 2018 · 20:05

Jean Paul Sartre. / Wikimedia Commons,
Jean Paul Sartre. / Wikimedia Commons

Jean Paul Sartre nació en París el 21 de junio de 1905 y murió en la misma capital el 15 de abril de 1980, minutos después de las nueve de la noche. Hacia 1928 inicia su vida de pensador y revolucionario de la filosofía moderna. Un año después se une sentimentalmente a Simone de Beauvoir, con la que permaneció hasta el final de sus días terrenos. No tuvieron un mismo domicilio conyugal, no engendraron hijos, pero se amaron más allá de todas las exigencias y las conveniencias sociales. Esta unión dio motivos a Sartre para una profunda y discutida tesis sobre la antipareja. 

Su primera obra importante fue La náusea, publicada en 1938. Luego seguirían otras, que obtuvieron un éxito rápido y universal, tales como El muro, sobre la guerra civil española; El ser y la nada, que junto a La náusea contiene lo esencial del pensamiento sartriano; varios tomos con el título genérico de Los caminos de la libertad, El existencialismo es un humanismo, Crítica de la razón dialéctica, en dos volúmenes, etc. En teatro destacan Las manos sucias, El Diablo y el buen Dios, Los secuestrados de Altona y otras más. 

En la última entrevista concedida por el escritor a un estrecho colaborador suyo, Benny Levi, y publicada en el semanario francés Le Nouvel Observateur un mes antes de su muerte, el escritor confesaba: 

“He dicho a menudo que era un fracaso en el plano metafísico, ya que no he hecho obras como la de Shakespeare y Hegel, pero algunas de mis obras han tenido éxito y eso me basta”. 

¡Y qué éxitos! Solamente de La Náusea y El muro se han vendido más de dos millones de ejemplares. El conjunto de sus ensayos, libros de memorias, entrevistas, obras teatrales, etc., está traducido a casi todas las lenguas habladas del mundo, incluido el esperanto. El catedrático de literatura Joaquín Benito dice que la muerte de Sartre supuso un “profundo vacío difícil de llenar no sólo en la literatura y en la filosofía francesa, sino en el pensamiento occidental”. 

Como revolucionario social, militante en todos los movimientos de reivindicación obrera y luchas estudiantiles –tuvo un papel activo e importante en la revolución estudiantil de mayo de 1968 en Francia–, Sartre estuvo siempre en primera línea de combate. En este sentido, el poeta y crítico de literatura española Antonio Domínguez dice que Sartre “fue la conciencia del vómito europeo, la purga de las malas aguas que anegan una civilización ya corva”.

Jean Paul Sartre fue para el siglo XX lo que Voltaire para el XVIII. La luz de sus escritos iluminó a una Europa hundida entre la penumbra de dos desastrosas guerras mundiales y, aun cuando se rechace su ateísmo, estuvo acertado al afirmar que el hombre es responsable de su propia existencia. Lo contrario supondría un fatalismo condicionador que privaría al hombre de su libertad interior y de sus facultades decisorias. El hombre se hace más hombre cuando entiende, con Machado, quien nos dio en versos las mismas ideas que Sartre en filosofía, que en la tierra no está el camino hecho, que el hombre es dueño absoluto de su destino, que se hace camino al andar: haciendo surcos, sembrando versos y dejando huellas. 

En el capítulo trece del libro que relata «los hechos de los Apóstoles», escrito en el curso del primer siglo cristiano por el médico-misionero Lucas, se habla de cinco profetas y maestros que componían la jerarquía dirigente de la Iglesia en Antioquía de Siria. Uno de ellos era Manaén, del que el escritor afirma «que se había criado junto con Herodes el tetrarca». ¿Quiere esto decir que Manaén y Herodes fueron hermanos de leche o simplemente compañeros de estudios desde la niñez? En cualquiera de los dos casos, impresiona el hecho de que dos hombres que crecieron juntos, compartiendo confidencias, sentimientos y experiencias a lo largo de muchos años, eligieran caminos tan desiguales en el plano religioso. Manaén llegó a ser cristiano fiel, dirigente en la Iglesia fundada por Cristo, en tanto que Herodes se convirtió en un anticristiano incrédulo y sanguinario; teniendo a Cristo ante sí, sólo se le ocurrió vestirle de ropa burlesca y escarnecerle ante sus soldados. 

¿Estaba Manaén destinado a creer? ¿Estaba Herodes destinado a no creer? Ambos tuvieron las mismas oportunidades. Manaén encaminó su libertad individual hacia la fe y Herodes usó de la suya para optar por el ateísmo activo, vergonzoso y agresivo. Con Sartre ocurrió algo parecido. 

La madre de Sartre era católica practicante, pero su abuelo Charles Schweitzer, con quien Sartre se crió, era protestante y abuelo también del célebre Albert Schweitzer. Toda la familia era oriunda de Alsacia. Albert Schweitzer nació en 1875, de forma que sólo era 30 años mayor que Sartre. El mismo año que se publicó en Argentina la versión española de El Diablo y el buen Dios, donde Sartre reafirma el ateísmo radical que ha venido manteniendo desde La náusea, a Albert Schweitzer entregaban en Estocolmo el Premio Nobel de la Paz 1952 por su dedicación total a favor de las necesidades materiales y espirituales de los habitantes del África negra. No es aventurado creer que el famoso médico, musicólogo y misionero presentaría a su primo, el filósofo ateo más importante de la Europa viva, el plan de redención personal tal como se encuentra en la Biblia. Añadamos a todo esto que el padre de Albert Schweitzer era pastor protestante y concluiremos que la permanencia de Sartre en el ateísmo ideológico no fue, precisamente, por falta de oportunidades para conocer al Dios de la Biblia ni por carencia de testimonios personales. 

Con todo, la figura del abuelo no sale bien parada en los recuerdos infantiles de Sartre. En su obra autobiográfica Las palabras, Sartre está muy cerca de atribuir su incredulidad al rigorismo académico y a la frialdad emocional y espiritual del abuelo. Muerto el padre cuando Sartre apenas tenía once años de edad, el paternalismo huero del abuelo no le benefició y le perjudicó en sus primeras inquietudes religiosas. El niño le veía como una caricatura de Dios. 

 “Se parecía tanto a Dios Padre –dice Sartre en Las palabras, que con frecuencia se le tomaba por él… Este Dios de cólera se rehartaba con la sangre de sus hijos. Pero yo aparecía al término de su larga vida; su barba había encanecido, amarillenta por el tabaco, y la paternidad ya no le divertía”. 

La rigidez del abuelo proyectaba sobre el pequeño Sartre un concepto tirano y déspota de Dios; esta perversión de la personalidad le asqueó y la combatió a lo largo de toda su vida. Continúa diciendo en Las palabras:

“Me era preciso un Creador, y se me daba un Gran Patrono. Ambos eran lo mismo… Charles Schweitzer era demasiado comediante para no tener necesidad de un Gran Espectador; pero casi no pensaba en Dios más que en los momentos de punta. Seguro de volver a encontrarlo a la hora de la muerte, lo tenía alejado de su vida”. 

La fingida santidad de aquel severo abuelo protestante, que colaba el mosquito y se tragaba el camello, repugnaba al Sartre niño, que exigía aires más puros y más auténticos. Recordándolo, el filósofo prosigue en Las palabras

“Corría el riesgo de ser una presa para la santidad. Mi abuelo hizo que me diera asco para siempre: al verla por sus ojos, esa locura cruel me repugnó por la insulsez de sus éxtasis, me aterrorizó por su desprecio sádico del cuerpo. Las excentricidades de los santos apenas tenían más sentido que la del inglés que se metió en el mar con su smoking”. 

La Biblia afirma que la hipocresía religiosa no sirve sino para desprestigiar las verdades espirituales. Quien pretende pasar por religioso y virtuoso sin serlo, causa a los demás un daño mayor del que se hace a sí mismo. Las palabras más duras de Cristo fueron pronunciadas contra los que procuran salvar las apariencias, en tanto que interiormente no existe motivo alguno de espiritualidad. En Las palabras, Sartre denuncia el vacío religioso y las actitudes farisaicas observadas en su propia familia y en la sociedad de su época. Dice: 

“Los domingos, estas damas van a veces a misa para oír buena música. Ni una ni otra practican, pero la fe de los demás les predispone al éxtasis musical. Creen en Dios el tiempo necesario para saborear una tocata… Era católico y protestante a la vez; en mí se unían el espíritu crítico y el espíritu de sumisión… Me enseñaban la Historia sagrada, el Evangelio y el catecismo, sin darme los medios para creer; el resultado fue un desorden que se convirtió en mi orden particular...”. 

Estas contradicciones influyeron decisivamente en su personalidad en cierne. Todos los medios son buenos cuando son eficaces, dice Sartre en Las manos sucias. Y todos los medios pierden su eficacia cuando no están aconsejados por la sinceridad. El filósofo, creemos que un poco a la ligera, atribuye su incredulidad a los medios superficiales que tanto el abuelo como los demás miembros de la familia emplearon para acercarle a Dios en los años de la infancia. Sartre recuerda en Las palabras

“En el fondo, todo esto me abatía: no me condujo a la incredulidad el conflicto de los dogmas, sino la indiferencia de mis abuelos… Dios me habría sacado de apuros: yo habría sido una obra de arte firmada”. 

¿Puede aceptarse como determinante de su ateísmo la razón dada por el filósofo? A un hombre de su altura intelectual, que da al mundo obras como Crítica de la razón dialéctica, se le puede exigir otro tipo de responsabilidad. No cabe justificar toda una vida de militancia atea basada en la malformación religiosa recibida en la niñez. El propio Sartre nos dice en Saint Gener, comédien et martyr, que “lo importante no es lo que hacen de nosotros, sino lo que nosotros mismos hacemos de lo que han hecho de nosotros”. Aplicando el aforismo a su propio caso, él pudo haber transformado aquella religiosidad vacía que le rodeó durante la niñez en una fe personal basada en la lógica de la revelación. Pero no quiso. 

No quiso o tal vez no supo escuchar a tiempo la llamada de Dios. En El Diablo y el buen Dios Sartre afirma que “un elegido es un hombre a quien el dedo de Dios arrincona contra un muro”. Exacto. Pero no contra el muro de la incredulidad para condenarlo, sino contra el muro de la gracia, para salvarlo. 

No ha existido ni existe un solo ser humano a quien Dios no haya dado, en algún momento de su vida, una oportunidad de salvación. Sartre no fue una excepción. Como los magos de Egipto que pugnaban por imitar las plagas provocadas por Moisés, Sartre vio el dedo de Dios en forma de mirada amante. Lo cuenta en Las palabras

“Durante varios años aún –dice– mantuve relaciones públicas con el Todopoderoso; en privado, dejé de tratarme con Él. Una sola vez tuve el sentimiento de que existía. Había estado jugando con cerillas y había quemado una pequeña alfombra. Me disponía a maquillar mi delito, cuando, súbitamente, Dios me vio; sentí su mirada dentro de mi cabeza y en mis manos. Me puse a dar vueltas por el cuarto de baño, horriblemente visible, como un blanco viviente. La indignación me salvó; me enfurecí contra una indiscreción tan grosera; blasfemé; murmuré como mi abuelo: “Sagrado nombre de Dios, del nombre de Dios, del nombre de Dios”. Nunca me volvió a mirar”. 

Eso fue, al menos, lo que el creyó. A los doce años solucionó, a su manera, el problema de la existencia de Dios. De Las palabras es también esta confesión: 

“Una mañana de 1917 –Sartre nació en 1905– en la Rochelle, estaba esperando a mis camaradas, que debían acompañarme al Liceo. Tardaban y, no sabiendo ya qué inventar para distraerme, decidí pensar en el Todopoderoso. Al instante se precipitó por el azul del cielo y desapareció sin explicación. No existe, me dije con un asombro cortés, y creí arreglado al asunto. En cierto modo, lo estaba, pues jamás he tenido, después, la menor tentación de resucitarlo”. 

Puede que no lo hiciera en su vida, pero casi toda su obra, con la excepción, tal vez, de El ser y la nada, está impregnada de una preocupación no disimulada por el problema de Dios. En tanto que Orestes, el personaje de Las moscas, llega a su verdadera grandeza cuando descubre que no hay Dios, que el hombre está solo en el Universo y es dios de sí mismo, tema esencial en la filosofía sartriana, en El Diablo y el buen Dios Sartre afirma que “no hay más que Dios; el hombre es una ilusión óptica”. 

Charles Moeller, que dedica 137 páginas al estudio de la obra de Sartre en el tomo segundo de Literatura del siglo XX y Cristianismo, cuenta un episodio poco conocido del autor de La náusea

Durante su estancia en un campo de concentración nazi, entre 1940 y 1942, Sartre compuso una pieza teatral para distraer a los prisioneros del campo con motivo de la fiesta de Navidad. Se titulaba Bariola, el hombre que quiso matar al Niño Jesús. En la mañana de Navidad, Bariola acude al portal de Belén para matar al Niño Jesús. Lleva un puñal en la mano. Ante la puerta del establo, Bariola suelta el puñal sollozando: “Señor, dadme fuerza para amaros”. Más tarde, los pastores, después de marchar los ángeles que habían anunciado el nacimiento, se quejaban diciendo: “¡Qué frío hace! ¡Qué frío!”. 

La idea de Sartre en esta obra es que el anuncio del Salvador no cambia nada en el frío de este mundo. Y, sin embargo, lo ha cambiado todo. Sartre, que comprendió tantas cosas, vivió en permanente ”desconocimiento del verdadero semblante de la gracia”, como afirma Moeller. También Estragón, el personaje de Esperando a Godot, tenía frío y estaba cansado de tanto esperar la llegada del personaje misterioso. Esto no sorprende al creyente. La ausencia de Dios hiela el corazón. El mexicano Octavio Paz dice en Puerta condenada que “el fuego del infierno es fuego frío”. Y no hay peor infierno que el rechazo voluntario de Dios. Sartre ya no tiene frío.

 

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