La Reforma y su relevancia hoy, de Carl Trueman
La Reforma protestante se propuso abordar los fundamentos teológicos de la Iglesia y reformarlo todo, desde las raíces hasta las ramas.
26 DE OCTUBRE DE 2017 · 17:00
Un fragmento de “La Reforma y su relevancia hoy ”, de Carl Trueman (Peregrino, 2017). Puede saber más sobre el libro aquí.
Definición de la Reforma
Nuestra primera tarea es, por tanto, formular una definición práctica de la Reforma que nos sirva de guía formativa para lo que viene después.
Esto, naturalmente, resulta imposible de un modo absoluto, concluyente y definitivo, ya que la Reforma incorpora muchos elementos —teológicos, políticos, sociales, culturales y económicos—, ninguno de los cuales se puede separar enteramente de los demás, aunque sea solo porque no es posible disgregar la vida real en categorías simples y específicas.
Mi intención es un poco más modesta; a saber: deseo formular una definición de la Reforma desde el punto de vista de su amplia contribución teológica al pensamiento de la Iglesia.
De esta manera confío en abrir algunas vías de reflexión que los diversos estereotipos conocidos del pensamiento reformista han pasado por alto; y, haciéndolo, inducir al lector a discurrir sobre cómo se podrían aplicar hoy los principios de la Reforma sin omitir la intemporal importancia teológica de los mismos ni caer en un estúpido reduccionismo doctrinal.
La amplia definición que propongo es la siguiente: «La Reforma representa una maniobra para poner a Dios, tal como se ha revelado en Cristo, en el centro de la vida y el pensamiento de la Iglesia».
En los siguientes capítulos me extenderé sobre tres aspectos particulares de esta cuestión: el enfoque de la Iglesia en Jesucristo y este crucificado, la importancia de la Escritura como base y criterio para la proclamación de Cristo, y la insistencia del cristianismo en la seguridad de la salvación como experiencia normativa para todos los cristianos creyentes.
Parámetros
[…] No estoy abogando simplemente por volver a los siglos XVI y XVII, ver lo que se hacía entonces y trasladar esas prácticas intactas a nuestros días como si fueran lo que debe hacerse. Toda práctica cristiana se ajusta al tiempo en el que surge, y sería ingenuo no reconocer este hecho de partida.
Me interesan los principios teológicos que sustentan la obra de los reformadores y discernir cómo podrían aplicarse hoy tales principios; dado que Dios no ha cambiado, ni tampoco nuestra teología, pero sí algunos aspectos de nuestra cultura y nuestra sociedad.
En esto reconozco mi deuda para con los hombres de la diócesis anglicana de Sidney y del seminario Moore College, quienes llevan años estudiando cómo aplicar las ideas de la Reforma a la Iglesia actual en el mundo moderno. Los capítulos de este libro son una pequeñísima contribución por mi parte a un proyecto que considero de apremiante necesidad en la presente atmósfera cultural de consumismo y eclecticismo.
Subrayar el valor de las ideas de la Reforma para nuestros días sin dar la debida importancia a la diferencia entre la sociedad del siglo XVI y la nuestra, tendría como resultado condenar a los reformadores de manera inconsciente a la irrelevancia, o ratificar en la sabiduría de su propia postura a nuestros gurús posevangélicos. Debemos asegurarnos de que nuestra defensa de los reformadores no demuestre que son, sencillamente, anacrónicos e inútiles.
La teología como fuerza motriz
Volvamos, pues, a mi hipótesis de trabajo sobre la Reforma: «La Reforma representa una maniobra para poner a Dios, tal como se ha revelado en Cristo, en el centro de la vida y el pensamiento de la Iglesia».
Esto es sumamente importante, ya que debemos recordar ante todo que si la Reforma constituye un hito en la historia de la Iglesia y los reformadores son teólogos relevantes para nosotros hoy, se debe solo a que representan fieles intentos de poner a Dios en Cristo en el centro.
No puede negarse que muchos de los reformadores fueron hombres valientes, que consiguieron muchos logros destacados, que lucharon contra innumerables abusos teológicos, eclesiásticos y morales manifiestos, y que algunos de ellos sufrieron una muerte atroz por sus creencias.
Pero estas cosas no implican —ni separadamente ni en su conjunto— que tengan algo que enseñarnos. Muchos no cristianos han demostrado valentía, hecho cosas maravillosas, denunciado abusos, o muerto heroica y resueltamente por sus ideas.
Sin embargo, como dice el viejo refrán, una buena muerte no santifica una mala causa. Además, ninguna de las acciones anteriores confiere a los individuos importancia imperecedera para la Iglesia. Solo porque los reformadores hicieron a Dios y a Cristo relevantes para los cristianos de su época tienen significación permanente para nosotros.
Lutero mismo insinuó esto al especificar la diferencia que había entre él y sus precursores John Wycliffe y Juan Hus, diciendo que ellos habían atacado la inmoralidad del papado y él en cambio su teología.
Resulta esencial que comprendamos esto: la cruzada de Lutero no fue —en última instancia— moral, sino teológica; aunque ambas cosas están íntimamente relacionadas.
El ataque del reformador contra las indulgencias en 1517 constituyó, en su mayor parte, un asalto a la práctica pastoral abusiva causada por la avaricia de la Iglesia; pero también tenía sus raíces en los cambios de su propia teología, que consideraba la venta de indulgencias como un abaratamiento de la gracia divina, una trivialización del pecado y una inducción de los fieles al error.
Lutero no atacó aquella costumbre simplemente porque fuera abusiva en sus resultados prácticos, sino porque tenía como base un falso concepto de Dios y de la situación del hombre con respecto a él.
En los años anteriores a su protesta, Lutero había llegado a comprender de qué manera tan radical afectaba el pecado a los seres humanos, cómo el bautismo no había quebrado el poder del mismo, y que su carácter era tan absorbente que nada aparte de la muerte podía curarlo. Y la muerte en cuestión resultó ser la muerte de Cristo en la cruz.
De modo que cuando apareció Tetzel en la parroquia vecina ofreciendo una reducción del tiempo en el Purgatorio a cambio del pago de algunas monedas, Lutero se sintió indignado de ver a un hombre vendiendo la gracia de Dios, no simplemente barata en términos económicos, sino también espirituales.
La práctica de la venta de indulgencias en manos de Tetzel había llegado a pasar por alto la condición del corazón humano y convertido la salvación en un asunto del bolsillo y no del alma.
Para el reformador, aquello era intolerable por sus implicaciones pastorales, ya que engatusaba a la gente con un falso sentido de seguridad. Pero también resultaba indignante teológicamente hablando, puesto que reducía el valor de la muerte de Cristo a una transacción comercial sin importancia.
La creencia corrupta y la práctica deshonesta corrían parejas, y no se podían reformar la una sin la otra.
Al parecer, la Iglesia católica de aquella época nunca logró comprenderlo. Debemos cuidarnos de quienes pintan siempre a la Iglesia católica de siglo XVI en tonos sombríos. Ciertamente se hallaba en un estado de enorme confusión teológica y, desde luego, toleraba buen número de excesos morales; pero también había en ella muchos hombres que deseaban ver eliminada la corrupción de sus filas.
Existió verdaderamente una Reforma católica que trataba de limpiar la Iglesia de los corruptos y deshonestos. La diferencia fundamental entre la Reforma católica y su contrapartida, que llegó a conocerse como protestantismo, fue que la primera se concentraba en los abusos morales y prácticos y no buscaba un cambio en la teología de la Iglesia.
Por eso resultó tan importante la Reforma protestante: porque se propuso abordar los fundamentos teológicos de la Iglesia y reformarlo todo, desde las raíces hasta las ramas.
Dios por encima de todo
Tenemos que ser conscientes de que la utilidad de la teología de la Reforma reside en el hincapié que hace en Dios. Las doctrinas, los catecismos y las liturgias que brotaron de las plumas de los reformadores indican que su piedad tenía que ver ante todo con él.
Daban mucha más importancia a la identidad y la acción divinas que a la experiencia humana de Dios. Naturalmente, ambas cosas estaban inseparablemente unidas, pero el acento recaía siempre en la parte divina de la ecuación.
Sospecho que esta es una de las razones por que las obras de Calvino revelan tan poco el tipo de hombre que era. Él raramente habla de sí mismo, ya que lo único que le interesa es el tema específico de la teología: Dios.
Es cierto que Lutero se explayó un poco más en cuestiones personales; pero en sus escritos hay igualmente una interesante centralidad de la encarnación sobre la acción del Espíritu.
En realidad, su mayor objeción a los anabaptistas y los radicales era la insistencia obsesiva de estos en lo que el Espíritu les había enseñado o cómo había influido en ellos. Lutero, en cambio, quería hablar de sus propias experiencias en lo tocante a Dios en Cristo y no a la influencia subjetiva del Espíritu sobre su alma.
Esto contrasta claramente con mucho de lo que vemos hoy (en los capítulos sucesivos hablaré más acerca de ello). Uno de los elementos más característicos de la piedad evangélica de nuestros días es la obsesión no tanto con Dios como con uno mismo.
Desde luego, resulta fácil poner ejemplos de fuera de nuestra propia tradición. Muchas de las canciones asociadas al evangelicismo carismático, por ejemplo, a menudo nos dicen más acerca de quien las canta que de aquel a quien se quiere adorar con ellas.
Sin embargo, si utilizamos la Reforma solamente para clasificar la piedad de los demás grupos como inferior a la nuestra, habremos fracasado en la tarea fundamental del reformismo contemporáneo.
Corremos un gran peligro al identificar tanto lo que hacemos con el modo de actuar de los reformadores, pasando por alto la necesidad que tenemos de considerar la verdadera reforma de nuestra vida y nuestra práctica.
La pregunta que debemos hacernos es si el acento que ellos ponían en Dios es tan evidente en nuestras propias iglesias como a menudo suponemos.
Un buen ejemplo sería la práctica de contar testimonios en los cultos. No me interpretes mal, no quisiera que pensases que considero dicha práctica como intrínsecamente errónea; pero me parece significativo, desde el punto de vista teológico, que con frecuencia sepamos tan poco de las experiencias religiosas específicas de los grandes reformadores.
Esto no significa, desde luego, que no las tuvieran, sino sencillamente que parecen no haberlas considerado relevantes para su cometido público como líderes de la Iglesia. Al fin y al cabo, creemos en el evangelio porque Dios —Dios— ha amado tanto al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, etcétera.
El poder y el carácter persuasivo del evangelio están en el hecho de que Dios mismo ha actuado en la historia para salvar al género humano en su Hijo Jesucristo y por medio de él.
La experiencia que las personas o las iglesias tengan de esta salvación es una fuente de regocijo, pero jamás se debería permitir que eclipsara la importancia de los maravillosos hechos de la historia redentora de Dios.
El evangelio es primordialmente el relato de lo que él ha efectuado en Cristo por los pecadores, no la experiencia de Dios que alguien tenga en particular. Para que los testimonios que se cuentan sean útiles, han de reflejar este hecho.
Sin embargo, con demasiada frecuencia no son otra cosa que extensas reflexiones sobre las vivencias individuales con Dios. Permitir que se den tales testimonios es, en mi opinión, poner nuestra propia vida como iglesias evangélicas en la senda del liberalismo; el cual no supone, al fin y al cabo, más que una reducción de la verdad religiosa a la piadosa preocupación con el individuo o la comunidad.
Esto es solo un ejemplo. Podemos pensar en otros: tales como usar la Biblia a modo de libro de pensamientos inspirados o hacer estudios bíblicos que nunca vayan más allá de lo que un pasaje en particular significa para mí o de cómo ha influido en mi vida.
Ciertamente los reformadores no hubieran considerado improcedente una cuestión así, pero la habrían puesto primeramente en el contexto del significado que tenía dicho pasaje para el pueblo de Dios dentro del propósito redentor.
La aplicación personal habría sido consecuencia de esta cuestión previa. Esto nos enseña que debemos asegurarnos de que el acento de toda nuestra vida y adoración esté puesto en Dios, más que despreciar la letra de las canciones que se canten en otras iglesias.
La centralidad de Jesús
El tercer aspecto que quiero destacar de esta definición es que la preocupación de los reformadores era Dios en Cristo. De todas las ideas de la Reforma la más esencial fue, sin lugar a dudas, que en Cristo vemos la gracia divina para con la humanidad pecadora.
El Hijo no consideró el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que condescendió a bajar del cielo y encarnarse, a vivir en medio de toda la suciedad física y moral de este mundo, para poder llevar consigo al cielo a los pecadores, hombres y mujeres, niños y niñas, a una eterna y maravillosa comunión con el Dios uno y trino en la gloria, salvándolos así de la perdición eterna.
Lutero comprendió la seriedad del pecado y el carácter radical de la gracia divina en la salvación al darse cuenta de lo que Dios había hecho en Cristo. Y lo mismo les pasó a Calvino y a los demás reformadores: toda su teología se unifica en torno a la persona y la obra del Señor Jesucristo.
Está claro que el alto concepto que tenían de él, la profundidad que atribuían al pecado y su asombro ante el milagro de la gracia de Dios guardaban entre sí una estrecha relación. No se puede abandonar ninguna de estas cuestiones sin renunciar también a las otras.
[…] Para ser verdaderamente cristocéntricos, todos los aspectos de nuestra vida cristiana —la adoración colectiva, nuestras devociones privadas o nuestro caminar diario— deben finalizar en Cristo.
Demasiado a menudo las iglesias actuales con un alto concepto de las Escrituras y del ministerio de la predicación toleran en realidad sermones que, aunque en cierto sentido son muy fieles al texto, jamás mencionan a Cristo.
Sin embargo, si la aseveración de los reformadores de que Cristo es el centro de la Biblia y toda esta cuenta una sola historia —que es aquella de la gracia de Dios en Jesucristo—, entonces, ningún sermón digno del calificativo de cristiano puede dejar de referirse a Jesús, ya sea que el pasaje escogido sea del Antiguo o del Nuevo Testamento.
Los sermones centrados en Dios deben ser, por definición, cristocéntricos para poder encerrar la más mínima gota de gracia. Y lo mismo debería suceder con los cánticos de adoración y las oraciones: su centro de atención tendría que ser Cristo y no nosotros mismos o nuestras necesidades, por muy importantes que estas sean.
Esto no quiere decir que nuestras carencias no tengan cabida en las oraciones que hacemos o en nuestros cánticos de adoración. Hay mucho en la Biblia que presenta a Cristo como la solución para las necesidades humanas: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar»; «El que tiene sed, venga a mí y beba». Hablamos de necesidades reales —«necesidades sentidas», según la jerga moderna—, y Cristo se ofrece para solventarlas.
Pero esa es la cuestión decisiva: el propio Jesús está identificando la necesidad y presentándose como el remedio para la misma. Todo el asunto es cristocéntrico, y nuestra adoración debería poseer esa clase de enfoque.
Resumiendo: lo que se dirime aquí es una cuestión de enfoque primordial, de cuál es en realidad el centro. Si el centro es Cristo, bien está; si es alguna otra cosa, necesitamos una reforma.
Recordemos que una iglesia centrada en la Biblia no equivale necesariamente a una iglesia cristocéntrica. Después de todo, no hay ninguna secta «cristiana» o iglesia liberal en el mundo que no reivindique el bibliocentrismo.
Solo cuando se interpreta y se aplica la Biblia en función de su centro —Cristo—, bibliocentrismo y cristocentrismo vienen a ser lo mismo. Asegurémonos de que nuestro deseo de subrayar la centralidad de la Biblia corra parejas con un anhelo de resaltar a Jesús como centro de la misma.
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