Antonio Muñoz Molina, el evangelio laico
Antonio Muñoz Molina también se plantea las grandes dudas del lector puro ante la Biblia: ¿Cómo encajan en el mundo todas las parábolas, todas las ideas y los relatos que la Biblia contiene? ¿Qué haré con aquello que no comprendo?
19 DE ENERO DE 2017 · 16:00
Si un fuego se enciende y un hombre arroja un papel sobre él, ¿qué destacará el autor de Sefarad (2001) de todas las lecturas posibles? Creo que el narrador fijará su atención en el fuego y en los pasos que el hombre ha traído desde la oscuridad, mientras que el lector que escribe en prensa tratará de remontar el primer impulso que llevó a la quema del documento, se preguntará (a riesgo de no llegar a ninguna conclusión importante) qué contenía escrito el papel.
Quienes conocimos primero los artículos, como por ejemplo las lecturas de Ida y Vuelta en Babelia, el suplemento del sábado en El País, nos sentimos abrumados por las novelas de Muñoz Molina (Úbeda, 1956). La primera página se nos presenta con más timidez que promesa; el acento de Jaén, el tono de voz que hemos escuchado en entrevistas o conferencias, viene adherido a las líneas del comienzo. Y para colmo, al menos en mi caso, desde que vi un reportaje en Televisión Española donde aparecía él sentado frente a su ordenador, me cuesta desprenderme del sonido de las teclas: de cierta forma los pensamientos se están abriendo camino, y los dedos que una vez varearon olivos tienen ahora que agitar esos pensamientos y colocarlos en su sitio. Uno no puede olvidar que todos los libros estaban en el principio destinados a no existir, que cualquier narrador, incluso el más infame de todos, está reviviendo una criatura llena de costuras y neuronas deshechas.
Por otra parte, ninguno de sus libros está hecho para matar el tiempo; son sus personajes quienes se pasan las páginas huyendo y escondiéndose con el fin de que el tiempo (el que da dimensión, textura y densidad a las sombras) no acabe con ellos. Algunos se aferran al descubrimiento de la ciudad o de un viaje en tren. Otros viven sumergidos en la felicidad y el entusiasmo de la lectura, como un héroe de Proust, y por eso las bofetadas son tan fuertes como los versos de César Vallejo; son tan fuertes esos golpes en la vida para los personajes, pero también para nosotros, porque cuando aparecen ya hemos comenzado a superar la desconcertante sensación inicial… o tal vez la impaciencia (como me sucedió con la primera lectura de El Jinete Polaco) nos ha llevado a no estar por allí cuando debíamos.
El nombre de Sefarad permanece asociado a la expulsión de los judíos de España en 1492, pero curiosamente el sefardí es un término que se aplica a la comunidad de judíos que regresan a la península. Se produce así una curiosa referencia a una diáspora contemporánea, y se asocia a un recuerdo más conectado al intento de exterminio del pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial. Sefarad queda entonces como un rumor lejano, como una estación perdida del cautivo babilónico que comprende a los deportados de Jerusalén que habrían (según el libro de Abdías) de ocupar el desierto del Neguev, con su suelo cubierto de pizarra. Sefarad, la novela de Muñoz Molina, ocupa en la obra de su autor un punto y aparte, semejante en estética a esos montículos de piedra que los nómadas dejan a su paso para marcar los lugares importantes, pero siempre con la conciencia de que ese montículo puede ser fácilmente desmantelado. Así lo veo al examinar la multiplicidad de voces y personas en la novela, y la unión entre los dramas ficticios y reales de aquellos que parten (en un tren borroso, en una serie de pisadas dolientes sobre la nieve eterna) hacia un exilio, hacia un despojo incierto de sus almas.
Hay quien sitúa a Sefarad como la línea que traza la obra menor y mayor de Muñoz Molina. Algunos hablan de ambición desmedida o malograda, de repetición cansina o de libro fallido. Debo admitir que, aunque coincido con la idea de que es su novela más inclasificable (y al mismo tiempo la que conserva todas las características clave del jienense), y comparto el desconcierto que suele despertar en sus críticos menos entusiastas, son precisamente esas repeticiones, esos rodeos sobre el tema central de las deportaciones y las pérdidas de la seguridad vital, los rasgos que dan valor a la historia. Es verdad que en varios pasajes Muñoz Molina no se contiene y deja salir a flote su visión moral; pero no puedo dejar de preguntarme hasta qué punto uno puede (o incluso debe) plantarse ante el desarraigo de los demás y ceñirse a la tarea de la observación y la distancia, apagando la luz en las entrañas. Dudo si todos los exilios probables son iguales: el de la infancia, el de la condición social, el generacional, el político y el amoroso, el que conocemos a través de los libros, o el que nos han contado.
Desconozco cuáles son los libros de la Biblia que más llaman la atención de Muñoz Molina, o sobre cuáles ha reflexionado más. No sé a qué obedece su evidente (y creciente si tomamos en cuenta su última etapa) fascinación por el protestantismo. Pero yo he creído (espero no quedarme en deseado) ver en Sefarad la influencia de los evangelios: porque está el enfoque social de Mateo, el viaje tiñéndose de oscuridad de Lucas, la libre digresión de Juan con su amor hacia el Verbo, y la cualidad de fuente oral que contiene Marcos (el que con el tiempo se ha convertido en mi favorito), con esa conciencia narrativa, esos detalles que otorgan lucidez y veracidad a la historia que cuenta. Antonio Muñoz Molina también se plantea las grandes dudas del lector puro ante la Biblia: ¿por qué conservar diferentes versiones sobre una misma historia? ¿Cómo encajan en el mundo todas las parábolas, todas las ideas y los relatos que la Biblia contiene? ¿Qué haré con aquello que no comprendo?
Existen más referencias bíblicas dispersas en las novelas de Muñoz Molina. En El Jinete Polaco ya utilizaba un leitmotiv procedente de la lírica hebrea, de ese fabuloso y etéreo poema erótico que es el Cantar de los Cantares: “Ponme como un sello sobre tu corazón” (8:6), dando pie a párrafos de gran intensidad emocional. En Sefarad utiliza el mismo recurso, partiendo de una cruda invención que se descuelga en variaciones por el capítulo titulado Quien espera:
Y tú qué harías si supieras que en cualquier momento pueden venir a buscarte.
Vendrán por ti, pero no sabes cuándo.
Como la muerte, que vendrá buscando nuestros ojos. La falta de estructura aparente de la novela tiene que ver con el modo en que el narrador de Sierra Mágina entiende la Historia: aquello que fue (con el peso inevitable de las circunstancias), pero también lo que sucede hoy (ya que las cosas ocurren poco a poco, y estas han de contarse paso a paso y con sal). Así, los personajes que viven como teselas en estas páginas van descubriendo la pérdida de la inocencia y la oscuridad del mundo adulto, la música minoritaria que todos producimos en este mundo en transformación inagotable. El narrador, sea en tercera o primera (incluso en segunda) persona, se transforma y confunde con la historia que cuenta, como lo hacían los antiguos contadores de historias (muchos de ellos residentes en nuestro propio entorno familiar): la prosa deja ver la calidez que hay bajo la necesidad de contar. Lo cierto es que cuando leo a Muñoz Molina mi biblioteca mengua.
“Leo la Biblia en la traducción del siglo XVI para intuir una semejanza en español a la elocuencia emancipadora y visionaria de Martin Luther King, a la mezcla de rebeldía política y estremecimiento religioso que traspasa la cultura negra americana, que abarca en un mismo ímpetu la tradición cristiana y judía, los cantos de trabajo de los esclavos, las músicas comunales de África. La cautividad en Egipto y en Babilonia es la segregación en el Sur. Las palabras milenarias de los profetas resuenan con la urgencia de los panfletos políticos, agrandan su eco en los altavoces y en los equipos de sonido de los mítines en las iglesias y en las plazas públicas. El que hace derecho a los agraviados, el que da pan a los hambrientos, Jehová el que suelta a los aprisionados, Jehová el que abre los ojos a los ciegos, Jehová el que endereza a los agobiados, Jehová el que ama a los justos, el que guarda a los extranjeros y a las viudas levanta, y el camino de los impíos trastorna. Las salmodias repetitivas de la traducción del hebreo se corresponden con los ritmos iguales de los cantos africanos.” Este fragmento pertenece a un libro reciente, Como la sombra que se va, pero podría perfectamente aparecer entre las páginas de Sefarad. El acercamiento a la Biblia de Muñoz Molina es cultural, laico (que no aconfesional), de una insaciable sed literaria.
Por último, en Sefarad se nos desvela de forma incipiente un pensamiento que su autor cultivará a lo largo de su narrativa posterior: la idea de que no estamos condenados. Si bien en la Biblia esta verdad se produce a causa de Cristo (“ni yo te condeno”, dijo según Juan 8:11, a la mujer que iban a apedrear, mientras escribía en el suelo), en una novela como Sefarad se produce por sufrir (en) el exilio.
Después del cruce de voces, de las fotos antiguas de familia y las historias traseras que quedan sin resolver, después de la irrupción de la música popular, la noche en que se encuentran los amantes nuevos y avergonzados, después de los siglos, uno se detiene frente al retrato de la niña de Velázquez, que tiene exactamente la misma mirada líquida en la pintura que tenía el jinete de Rembrandt, envuelta en sombras en un museo vacío, el tiempo congelado una vez más. Y en ese vistazo con el cuadro se produce uno siente al fin que se vive “en dos lugares a la vez, en dos tiempos simultáneos”. Y entonces un yo que une todas y cada una de las historias abiertas se mueve “en dos direcciones y a dos velocidades que ya han empezado misteriosamente a confluir”.
En un rato de contemplación cabe toda la vida y la muerte enteras, descritas a lo largo del libro. La voz exhausta, amarga y deseable, la de un escritor que pronto sentirá la necesidad de tiempo libre para disfrutar de la fragmentariedad y el liviano pensamiento, no por exhibición, sino por la búsqueda feliz del contraste.
Por cierto, el hombre, después de arrojar el papel al fuego, se sirve dos dedos de whiskey de malta con hielo y se sienta a ver una película. El papel en llamas contenía unas notas ilegibles que ya han sido transcritas y perdurarán un instante más en otras memorias.
- Sefarad, Antonio Muñoz Molina, Cátedra (edición de Pablo Valdivia, 2013).
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