Fabián el sabio

25 DE SEPTIEMBRE DE 2014 · 21:55

,traje

Erase una vez un sabio que sabía de todo. Igual disertaba sobre mosquitos que sobre elefantes, sobre física que sobre metafísica, sobre matemáticas que sobre albañilería, sobre moral o sobre bordados y sastrería.

Sus discípulos habían encontrado el modo de progresar en la vida gracias a los acertados consejos e inventos de Fabián, que así se llamaba nuestro sabio. Daba clases en la universidad, en iglesias, en clubs feministas, en peñas folklóricas, incluso a expertos en bricolaje, ajedrecistas, médicos o zoólogos.

De todos recibía aplauso, y todos prosperaban. Mejoraban sus casas y sus coches, formaban familias numerosas y gozaban de todos los adelantos técnicos que Fabián descubría... aparte de muchas otras cosas más.

Disfrutaba de tal aceptación que, al finalizar la jornada, la cara se le encendía de satisfacción cual bombilla de Edison. Ese era todo su salario y a él le parecía más que suficiente. Con una sonrisa franca y satisfecha descendía a su casa situada en los suburbios de aquella ventajosa ciudad. A decir verdad, no se podía hablar de casa, más bien era una barraca. No disponía en ella ni de sacacorchos, por no hablar de las goteras, humedades, falta de espacio y catre incómodo en el que intentaba recuperar las fuerzas cada noche.

Así que, nuestro pobre Fabián, a la vez que bajaba a su casa, el rostro luciente se le apagaba poco a poco, como si dispusiera de potenciómetro; sus labios pasaban del cóncavo al convexo, hasta el humor le cambiaba. Y para peor desgracia, no tenía nadie que escuchase sus lamentos.

— ¿Merezco esto yo?— se quejaba contra el cielo—, ni una ducha caliente puedo tomar.

Arrinconado y envuelto en una manta buscaba algo de calor e ideaba soluciones a aquella triste vida. Allí se inventó el calentador eléctrico instantáneo, el suelo radiante y la bomba de calor. Inventó el mata mosquitos eléctrico cuando le asaltó una plaga, el mini-velo para una iglesia guay, el móvil animado que va tras su dueño, el semáforo inteligente que da preferencia a las autoridades locales, las gafas que delatan a los mentirosos. Sería imposible hacer una lista completa de sus ingeniosos descubrimientos.

Cuando ya lo tenía claro, subía lleno de ilusión a aquella enriquecida ciudad para hablar con ingenieros, técnicos, operarios y lampistas y confeccionar las ideas que el frío y la necesidad habían propiciado en Fabián.

Sucedió que un día fue invitado por unos aventajados discípulos a conferenciar sobre ética y moral, bajo el tema “misericordia y solidaridad”. Fabián lucía en aquella ocasión su único traje que se sostenía por numerosos imperdibles. Hasta entonces nadie sospechó nada de su precaria situación, pero al alzar su brazo para escribir una alejada palabra en el gran pizarrón, se oyó un raaaaaaaás, al tiempo que caían varios imperdibles al suelo.

Al finalizar el discurso se le acercaron discretamente varios alumnos que se interesaron por su indumentaria. Hablando y hablando, Fabián declaró que en él se cumplía aquel refrán de “en casa de herrero, cuchara de palo”. Les habló con franqueza de su necesidad.

—Hasta ahora me he conformado con la satisfacción de hacer el bien —les decía Fabián—, y mi compensación ha sido el elogio de los que favorecía.

Sus palabras llegaron al corazón de estos jóvenes que enseguida actuaron con misericordia y compasión. Entre todos reunieron fondos suficientes para proporcionarle una casa que dispusiese de todos los adelantos e inventos que él mismo había ideado, emplazada en el centro de la ciudad. Aquella nueva casa era un paraíso a medida de Fabián, no le faltaba de nada.

Siguió trabajando como siempre, pero algo cambió. Sus inventos continuaron un tiempo y los elogios también, pero así como antes se le apagaba el sonrojo facial a medida que se acercaba a su barraca y entraba en contacto con su necesidad, ahora no había modo de calmar esa gloria en forma de calor. Recordando en su cálida y mullida cama los reconocimientos que había recibido de personas tan importantes como el alcalde, concejales, directores de bancos y varios arquitectos, no tenía modo de conciliar el sueño. La fiebre no bajaba y avanzaban las horas nocturnas entretenido en ese plácido recuerdo, consiguiendo dormir por fin pero ya de madrugada. Así fue como empezó a empobrecerse su imaginación hasta ser incapaz de inventar nada. Extrañados sus seguidores, hablaron seriamente con él por la estima que le tenían.

Como tenía más de sabio que de tonto y no le era difícil renunciar, les dijo que tomaba una decisión a partir de entonces.

—Dejo desde hoy todo el confort de mis inventos y la casa hecha a mi medida. Disfrutar de todo ello al fin me va a empobrecer por creerme demasiado importante y por no ver ninguna necesidad más por la que trabajar. No puedo vivir sin dormir. Me voy a mi casa.

Así fue cómo Fabián volvió a su triste barraca donde sus pies volvieron a pisar tierra. Se siguió quejando y lamentando, pero al menos pudo contar en adelante con un traje decente, que sus discípulos le iban renovando para enseñar en la ciudad.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Cuentos - Fabián el sabio