La revolución digital y la marca de la bestia
La clave es coger las cosas buenas y no rechazarlas, con el valor, el coraje suficiente y la visión para usarlas para la gloria de Dios.
10 DE MARZO DE 2021 · 11:36
Vivimos en una época histórica. Y las épocas históricas pueden serlo para bien o para mal. A nosotros nos toca vivir la de la tecnología digital. Algunos hablan incluso de la Tercera Revolución Industrial.
Entre 1760 y 1840 ocurrió la primera, y marcaba la transición de la época del trabajo manual al tiempo de las máquinas. Tuvo su origen en Inglaterra y marcaba un antes y un después en la historia de la humanidad: máquinas sustituyeron la mano de obra humana.
La segunda revolución industrial fue inducida por el uso generalizado de la electricidad que facilitaba la producción en masa y las cadenas de montaje en las industrias. De cierto modo también el desarrollo de la informática, que empieza después de la Segunda Guerra Mundial, forma parte de esta época.
Y finalmente, en los años 80 del siglo pasado empieza algo que ha cambiado nuestras vidas de una forma aún más radical que las dos anteriores: ha llegado la era digital.
El comienzo de cada una de estas épocas, levantaba sospechas y temores, también entre muchos creyentes. Cuando circulaban los primeros trenes, propulsados por máquinas de vapor con sus humaredas y ruidos de mil demonios, más de uno estaba convencido de que este, sin lugar a duda, era un instrumento del diablo.
Pero mirando atrás no conozco a nadie que desee volver seriamente a los tiempos del trabajo manual, del carruaje de caballos y del teléfono analógico. Hoy asumimos estos avances sin pensarlo dos veces. No solamente nos hemos acostumbrado a las nuevas tecnologías, sino que además las usamos con toda la naturalidad del mundo. Los teléfonos inteligentes no solamente se han convertido en una herramienta imprescindible para jóvenes y ejecutivos, sino que ya hace tiempo han llegado a manos de nuestros padres y abuelos que los manejan en muchos casos con soltura.
Gracias a la tecnología digital, nuestros coches se han vuelto más seguros y las emisiones se han reducido de forma sustancial. Nuestros hospitales no funcionarían con la misma eficacia sin ella y un médico puede llevar a cabo cirugías que hasta hace poco parecían ciencia ficción. Sin ir más lejos: mi esposa tiene una vida más fácil como diabética gracias a pequeños artilugios que le suministran la cantidad de insulina que necesita y le permite medir el nivel de azúcar sin tener que pincharse varias veces al día para sacar una gota de sangre para el medidor.
Y por supuesto hay que mencionar los ordenadores de diferentes tamaños que hoy por hoy faltan en pocos hogares. Estos juntamente con internet, una red mundial que nos comunica y facilita información digitalizada en tiempo real ha cambiado la vida en este mundo profundamente. Si la pandemia, con todas las medidas que se han tomado, hubiera ocurrido tan solo 20 años antes, la situación habría sido bien distinta: no existían entonces servicios como Zoom, Skype, Meet o cables de fibra óptica que ahora nos facilitan tanto la comunicación. Cabe preguntarse: ¿cómo habrían funcionado nuestras iglesias y organismos evangélicos sin la revolución digital en los últimos 12 meses?
Lo mismo ocurre con la posibilidad de comprar alimentos y otras cosas necesarias de la vida diaria a través de la red. Nos ha ayudado a más de uno en los tiempos peores del confinamiento. Las empresas que reparten los envíos no funcionarían con la misma eficacia sin la digitalización de los datos correspondientes, asistidos por satélites que ubican a los conductores vía GPS en cualquier momento. Las vías de reparto funcionan gracias a tecnologías digitales con gran eficacia. La pandemia y sus consecuencias no han sido agradables, pero imagínate por un momento cómo hubiera sido sin la revolución digital. Y aún quedan por mencionar muchas áreas más.
Todo esto, sin embargo, es solo una parte de la verdad. Ahora dependemos completamente de funcionamiento de las “autopistas” digitales. Correos no te vende ni un sello si se cae la red y los súper del barrio quedan paralizados.
Otra cosa que nos tiene preocupados es el uso manipulador, fraudulento o criminal de estas tecnologías y de nuestros datos que en algunos casos incluso han terminado en un “robo de identidad”. Aquellos que lo han sufrido saben lo que significa encontrarse en una situación donde tienes que comprobar que eres quien eres, aunque todos los datos digitalizados hablan en tu contra. Es una auténtica pesadilla.
Y también es cierto que en vez de tener políticos transparentes, lo que se ha convertido en completamente diáfano, controlable y espiable y transparente es el ciudadano.
Mucho se ha comentado lo que ocurre en China, donde es imposible dar un paso fuera de casa sin que en seguida una cámara de vigilancia capte los datos biométricos de cualquier persona en la milésima parte de un segundo.
En un experimento de la BBC hace unos años, se pudo localizar a un periodista británico, que se había identificado de forma experimental como malhechor, en menos de 10 minutos. El sistema funciona en cualquier urbe china.
Pensar que esto no es posible en Europa, porque tenemos leyes de protección de datos, es vivir fuera de la realidad.
Sin embargo este sistema de vigilancia tiene un efecto curioso: los ciudadanos chinos viven en medio de la pandemia una vida completamente normal sin necesidad de estar encerrados en sus casas, sufrir un comercio a media velocidad, restricciones de movimientos y reglas que cambian cada tres días. Y a quien no le gusta el ejemplo de China: lo mismo se aplica a una serie de países como Taiwán, Japón, Corea del Sur y Singapur.
Sí, es verdad: la tecnología digital puede convertir el famoso pasaje de la marca de la bestia de Apocalipsis en una realidad. Estamos a un paso de la implementación de divisas digitales controladas por los bancos centrales con todo lo que esto puede implicar: poder comprar y vender, ser regulado por un sistema de puntos que premian a ciudadanos buenos y castigan a los malos según el criterio del gobierno de turno ya es completamente viable. Pero una dictadura totalitaria al estilo de Hitler, Stalin, Mao o Pol Pot no era más agradable que una que usa todas las tecnologías del siglo XXI.
Y esto me lleva a una conclusión: con todo lo que he intentado describir, no debemos olvidar una cosa que debería hacernos reflexionar: las tecnologías no tienen ideología y dependen de quien las maneja.
La rueda podía servir para un carro de combate romano o para llevar al primer ministro de Etiopía - recién convertido - de vuelta a casa. Un barco podía atacar una ciudad o llevar al apóstol Pablo a evangelizar media Europa. Un tren sirvió tanto para llevar millones de judíos a campos de concentración, como sirve para llevar unos abuelos para una visita de sus hijos y nietos. La tecnología nuclear se empleaba tanto para erradicar dos ciudades japonesas en un segundo, como para facilitar energía a millones de hogares. Y de la misma manera, la tecnología digital sirve tanto para establecer un infierno totalitario sin igual en la historia, como para facilitarnos avances y un bienestar sin parangón.
Buscar nuevas tecnologías no es un pecado. Entra en la autoridad que Dios nos ha dado como administradores de sus recursos. La curiosidad por la vida y las ganas de descubrir son un regalo de Dios. El Creador nos ha dado un cerebro con tremendas capacidades que van más allá de dominar el mando a distancia de la tele. Pero es nuestra responsabilidad para que no se haga mal uso de lo que Dios ha puesto en nuestras manos. Esta responsabilidad se ejerce en la medida en la hacemos valer nuestros principios cristianos en todas las áreas de este mundo y en todos sus rincones. El tema es coger las cosas buenas y no rechazarlas y tener el valor, el coraje suficiente y la visión para usarlas para nuestro fin: la gloria de Dios.
Por esto, como cristianos, no nos podemos permitir el lujo de quedarnos fuera de combate y de auto limitarnos a las cosas que consideramos “espirituales”. Deberíamos ser los primeros que investigan, descubren, inventan y enseñan al mundo ser responsables. Es aquí donde entra nuestro concepto de valorar el futuro. Y como cristianos, deberíamos valorarlo altamente.
Esta tierra es demasiado valiosa y encantadora -aunque lleva las marcas del pecado- como para dejarla en manos de personas incompetentes e irresponsables que no temen a Dios. Un mundo caído necesita el correctivo de la ética cristiana por el bien de todos. Esto entra en el concepto teológico de la gracia común.
Y como cristianos nos conviene no olvidar: no somos “perrillos” que viven de las migajas que caen de la mesa de sus señores. Dios ha puesto en nuestras manos sentarnos a la mesa. Aún más: queremos la mesa y todo lo que hay en ella - para la gloria de Dios.
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