Babel: una torre para gobernarlos a todos (2)
La historia de Babel significa que Dios no está ajeno a la historia ni se desentiende de su pueblo, y que ningún proyecto que quiera llegar hasta el cielo y ocupar el lugar de Dios va a prosperar.
22 DE OCTUBRE DE 2022 · 11:00
La semana pasada presenté la historia de la torre de Babel en su contexto histórico: el siglo VI a.C., en tiempos del cautiverio babilónico del pueblo judío. Considerar el contexto echa luz sobre las implicaciones de la historia de la torre de Babel: más que una nota al pie sobre la existencia de muchas lenguas en el mundo, es una meditación sobre la obra de Dios en el mundo. (Si no la leíste, te recomiendo LEER LA NOTA antes de seguir).
Intenta imaginarte la escena. Es un contexto de cautiverio y derrota. Los judíos viven como prisioneros en Babilonia; son mano de obra esclava del Imperio más grande del mundo. Quizás algunos trabajan incluso en la construcción del zigurat de Marduk. En las calles de esa tierra extraña se cruzan con muchas razas, pueblos y lenguas que también estaban cautivos; pero en Babilonia las tradiciones culturales, lingüísticas y religiosas tenían que desaparecer.
Tenemos un ejemplo de esto en una historia de Daniel; el rey Nabucodonosor construye una estatua de oro para que todos la adoren:
¡Gente de todas las razas, naciones y lenguas escuchen el mandato del rey! Cuando oigan tocar la trompeta, la flauta, la cítara, la lira, el arpa, la zampoña y otros instrumentos musicales, inclínense rostro en tierra y rindan culto a la estatua de oro del rey Nabucodonosor. ¡Cualquiera que se rehúse a obedecer será arrojado inmediatamente a un horno ardiente!» (Dn. 3:4-6).
En Babilonia, igual que en Babel, todos debían ser iguales. Como dice Génesis 11, todo el mundo hablaba una sola lengua, usaba las mismas palabras y formaba un solo pueblo. La identidad de las personas, incluida la fe del pueblo judío, tenía que desaparecer bajo la sombra del gran imperio babilónico. Una ciudad, una lengua y una torre para gobernarlos a todos.
Si hubieras sido uno de esos cautivos en Babilonia, la historia de la Torre de Babel te habría llenado de esperanza. Porque significa que Dios no está ajeno a la historia ni se desentiende de su pueblo. Y significa también que ningún proyecto que quiera llegar hasta el cielo y ocupar el lugar de Dios va a prosperar.
La historia de la Torre de Babel es una denuncia contra el sistema totalitario de Babilonia. Y cuando lo vemos así, nos damos cuenta de que la intervención de Dios es una bendición, no un castigo. La multiplicación de las lenguas destruye el proyecto vertical y restaura el proyecto horizontal de Dios. Confundir las lenguas no es un capricho; Dios no tiene miedo de que la humanidad suba por una torre y llegue hasta el cielo.
¿Se acuerdan del mandato que recibieron Adán y Eva, y después Noé? ¿Que tenían que extenderse por toda la tierra? Cuando Dios confunde las lenguas, no los está maldiciendo: les está dando un regalo. Es la forma creativa en la que Dios lleva de vuelta a la humanidad al plan original. Como dice Génesis 11:9: «En Babel el Señor confundió a la gente con distintos idiomas. Así los dispersó por todo el mundo».
La contracara de Babel
A la luz de lo que aprendimos hasta acá, vamos a releer la historia de Pentecostés (Hechos 2:1-13). Si en Babel, un milagro de Dios convierte la única lengua universal en muchos idiomas, en Pentecostés, otro milagro permite que muchas lenguas se puedan entender. Dice así:
El día de Pentecostés, todos los creyentes estaban reunidos en un mismo lugar. De repente, se oyó un ruido desde el cielo parecido al estruendo de un viento fuerte e impetuoso que llenó la casa donde estaban sentados. Luego, algo parecido a unas llamas o lenguas de fuego aparecieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Y todos los presentes fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otros idiomas, conforme el Espíritu Santo les daba esa capacidad. En esa ocasión, había judíos devotos de todas las naciones, que vivían en Jerusalén. Cuando oyeron el fuerte ruido, todos llegaron corriendo y quedaron desconcertados al escuchar sus propios idiomas hablados por los creyentes. Estaban totalmente asombrados. “¿Cómo puede ser? —exclamaban—. Todas estas personas son de Galilea, ¡y aun así las oímos hablar en nuestra lengua materna! Aquí estamos nosotros: partos, medos, elamitas, gente de Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, de la provincia de Asia, de Frigia, Panfilia, Egipto y de las áreas de Libia alrededor de Cirene, visitantes de Roma (tanto judíos como convertidos al judaísmo), cretenses y árabes. ¡Y todos oímos a esta gente hablar en nuestro propio idioma acerca de las cosas maravillosas que Dios ha hecho!”.
Pentecostés es una ironía preciosa, la contracara de Babel. Porque, aunque lo que pasó en Babel significó una bendición de Dios, todavía quedaba un problema por resolver: la gente ya no podía entenderse. Y esto va mucho más allá de los idiomas: es el problema de la comunicación humana. Aunque nos esforzamos, muchas veces no podemos entendernos. Pentecostés viene a resolver precisamente ese problema.
Entre Babel y Pentecostés hay muchos puntos en común:
- En primer lugar, en ambas historias, la gente está muy confundida. En Babel [Gn 11:9], la confusión surge porque no puede entenderse. En Pentecostés (Hch. 2:6), la confusión surge exactamente por lo contrario: por el milagro de que todos pudieran entenderse.
- En segundo lugar, hay una cuestión geográfica. En la historia de Babel, todo están en un solo lugar y Dios los esparce por la faz de la tierra (Gn. 11:9). Por el contrario, pareciera que en Pentecostés todas las naciones del mundo que se habían dispersado en Génesis vuelven a juntarse. Pero lo interesante es que ya no se reúnen en Babilonia —ciudad que simboliza el pecado—, sino en Jerusalén, la ciudad santa, donde Cristo había muerto y resucitado hacía solo 50 días.
- Y en tercer lugar, Babel y Babilonia son historias de soberbia; querían hacerse un nombre, ser famosos, llegar hasta el cielo (Gn. 11:4). La consecuencia de esa arrogancia fue que un día ya no se pudieron entender. Pero en Pentecostés la imagen es totalmente opuesta: más que arrogancia, vemos a la gente más humilde de Galilea, unos analfabetos que adoraban a un profeta asesinado por el poder religioso y político (Hch. 2:1-4). Aunque esos humildes discípulos no podían hacer nada, el Espíritu Santo en medio de ellos hizo lo imposible: logró que gente de toda lengua, tribu y nación se pudiera encontrar bajo la cruz de Jesús.
En Babel todos eran iguales, pero no se podían entender. En la iglesia de Pentecostés todos son diferentes, pero cuando el Espíritu de Dios está entre nosotros, los que hablamos diferente, pensamos diferente y pertenecemos a culturas diferentes, milagrosamente podemos entendernos. El abismo de Babel es cubierto en Pentecostés por el puente del Espíritu.
Y me parece muy interesante que el Espíritu Santo no hizo que toda la gente entendiera el arameo, que era el idioma de los discípulos. Más bien, el Espíritu les da a los discípulos la capacidad de hablar otros idiomas. Es la iglesia la que habla el idioma de la gente, no al revés. En palabras de Jacques Dupont: «La lección de Pentecostés es clara: a la iglesia le corresponde asumir todas las lenguas y culturas. No se trata de hacer que la gente comprenda su lenguaje, sino de hablarles en su lengua».
El final de la historia
Lo que la iglesia experimentó en Jerusalén el día de Pentecostés no fue un hecho aislado. Más bien, es el modelo de lo que debería ser la obra del Espíritu Santo entre nosotros. En Apocalipsis 7:9-10, Juan tiene una visión de la eternidad: «Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero».
Es un pantallazo profético de cómo va a ser el final de los tiempos. Todos los pueblos de la tierra, dispersos en Babel y reunidos momentáneamente en Pentecostés, vuelven a encontrarse. Es una iglesia de toda tribu, lengua y nación. Y lo increíble es que, aunque cada uno habla en su propia lengua, todos cantan la misma canción. No cantan todos en arameo, ni en griego, ni en latín, ni en español, ni en inglés… cada pueblo canta en su propia lengua la canción del Cordero.
Conclusión
Para reconciliarnos, Cristo no borra las diferencias: borra el pecado. Lo que se vivió en Pentecostés en un momento, se convierte en Apocalipsis en una fiesta eterna. El pueblo de Dios es como una novia que se ha embellecido por toda la historia con adornos y experiencias de todos los rincones del mundo, de toda tribu, lengua y nación.
Hay dos maneras de buscar la unidad: la de Babel o la Dios. Para estar juntos en Babel, tenemos que hablar todos de la misma forma y construir la misma torre. Pero la unidad de Dios es distinta: aunque somos diferentes, podemos entendernos si el Espíritu Santo está entre nosotros. Es el misterio de la unidad en la diversidad.
Pentecostés nos enseña la importancia de la multiforme gracia de Dios. La multiplicidad no es algo que tengamos que tolerar; más bien, es la base misma de la comunidad cristiana. construimos imperios en los que todos pensamos igual y hacemos lo mismo, le estamos diciendo a Dios: “¿Sabés qué? No te necesitamos, podemos arreglarnos con estos ladrillos”.
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