Reflexiones sobre Israel y la iglesia (II)

Una cosa era pertenecer al pueblo de Israel por nacimiento, haber sido circuncidado y formar parte de toda la estructura social y religiosa, y otra ser y pertenecer al verdadero pueblo de Yawéh.

29 DE OCTUBRE DE 2025 · 18:00

Foto: <a target="_blank" href="https://unsplash.com/es/@username_taken">Adam K</a>, Unsplash CC0.,
Foto: Adam K, Unsplash CC0.

En la pasada exposición nos quedamos en el fracaso del pueblo de Israel, tocante a las demandas divinas establecidas y especificadas en el antiguo pacto.

También mencionamos al profeta Jeremías y su declaración sobre el pueblo de Israel, en la que pone de manifiesto la infidelidad del pueblo al pacto y la decisión de Dios hacia el pueblo de Israel: “ellos invalidaron mi pacto, siendo yo un marido para ellos” (Jr.31.32).

Esta última frase fue traducida por los traductores de la Septuaginta (Versión de los LXX) como aparece en Hebreos 9.9 de nuestra Versión Reina-Valera: “Y yo me desentendí de ellos” 1.

Aunque todavía quedará otra exposición sobre el tema que nos ocupa, al respecto, leemos algunas declaraciones de parte del Señor Jesucristo acerca de Israel, que nos irán dando la comprensión necesaria, en principio, sobre cómo queda dicho pueblo, en esta nueva dispensación.

 

1.- La toma y destrucción de Jerusalén: “Jerusalén será -destruida y- pisoteada por los gentiles, hasta que se cumplan los tiempos de los gentiles” (Luc.19.41-44; 21.20-24)

Fue en varias ocasiones, cuando Jesús profetizó la destrucción de Jerusalén y la toma de ella “por los gentiles”. La tierra que Dios les había dado siglos antes, con altos propósitos, ahora les sería quitada, una vez más, por extraños. (Luc.21.23-24).

Jerusalén era la capital del reino: Sión, el centro político y religioso de Israel. Si desaparecía Jerusalén, el pueblo de Israel como tal pueblo de Dios, perdería parte de su identidad, de su sentido y propósito; pero eso era algo que ya habían perdido, en gran parte.

Esa realidad sería algo terrible y nada fácil de asumir. Pero sucedió, tal y como el Señor profetizó. En el año 70, D. d C., Tito, el general romano rodeó la ciudad de Jerusalén, la tomó y la destruyó, además de los centenares de miles de judíos que perdieron la vida y otros tantos que fueron llevados cautivos como esclavos, por el ejército romano. 2

Sobre las razones de este suceso, el Salvador hizo alusión a la actitud permanente de rechazar a los profetas y darles muerte (Lc.23.34-39) y porque con ese mismo espíritu, ellos rechazaron y dieron muerte al Mesías.

El Señor, anticipándolo, da la razón de dicha destrucción: “por cuanto no conocíste el tiempo de tu visitación” (Luc.19.41-44) ¿Qué sentido tenía la ciudad de Jerusalén y el templo, si ellos habían rechazado el pacto de Yawéh.

Por tanto, Dios tenía todo el derecho de desentenderse de ellos; así que todo cuanto les fue dado con altos propósitos y para su disfrute, les fue retirado por una decisión judicial divina; palabras recogidas más arriba.

Sin embargo, el Señor da una nota de esperanza, al decir: hasta que se cumplan los tiempos de los gentiles.” Tal declaración, nos hace pensar en que Jerusalén volvería otra vez a ser ocupada por el pueblo de Israel.

Aunque eso es una realidad que se ha cumplido en el presente, (¡después de casi dos mil años!) y beneficia a Israel políticamente, nada nos dice que el cumplimiento de esa profecía, al momento, le beneficie espiritualmente, dado que todo beneficio espiritual viene a través “de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (1ªCo.3; 2ªCo.1.2).

Pero esa realidad, hoy por hoy está muy lejos de haberse cumplido.

Mucho más sabiendo que, actualmente, un estimado 70% del pueblo de Israel se considera ateo o agnóstico. Sin embargo, con aquella declaración el Señor manifiesta que Israel no fue desechado abolutamente a causa de su rechazo y por haber dado muerte al Señor Jesús.

Por tanto, la puerta a la posibilidad de su conversión a Dios y reconocimiento del Mesías Jesús, quedó abierta a lo largo de la historia, hasta el día en el cual se cumpla la profecía.

 

2.- La destrucción del templo

Lógicamente con la destrucción de Jerusalén, el templo también sería destruido totalmente. Eso, unido al hecho de que ese y no otro era el lugar que Yawéh había elegido “para poner allí su Nombre” (Deut. 12.5; 2ªCr.6.5-6) –con todo lo que eso significaba- ponía fin a la antigua dispensación del régimen de la Ley.

Ellos, entre otras muchas cosas, habían hecho –en palabras del profeta Jeremías y de Jesús- “de la casa de mi Padre, casa de mercado y cueva de ladrones” (Jer.7.11; Luc.19.45-46; J.2.13-17).

Así que Israel ya no tendría “el lugar santo” como el centro de adoración a Dios; ya no podrían presentar las ofrendas indicadas en la Toráh/la Ley de Moisés, para reconciliarse con Dios (ni tampoco la casta sacerdotal podría seguir enriqueciéndose con el negocio de las ofrendas).

Aunque les costara reconocerlo, la casta sacerdotal que lo venía siendo desde el tiempo de su padre Aarón, se difuminaría y desaparecería para siempre. Llegaría el tiempo que nadie podría dar razón alguna de su genealogía para recuperar la línea sacerdotal, levítica y aarónica.

Todo ello daba testimonio firme y claro de que el viejo sistema había caducado (Heb.8.13). Jesús lo expresó claramente, cuando hablándole a la mujer samaritana, le dijo:

“Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre.” (J.4.21-24).

Estas breves palabras expresaban una verdad demasiado fuerte para los judíos. El decir que iban a perder Jerusalén y que el templo iba a ser destruido (aunque no era la primera vez) y que ya no iba a servir como centro de adoración del pueblo, ¡era blasfemia, que se pagaba con la muerte! (Mt.26.60-62; Hech.6.14; 25.7).

En conexión con esto que venimos diciendo, no hemos de olvidar que cuando Jesús expiró en la cruz del Calvario, nos dice el texto bíblico que… “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mat.27.50-51).

Así, Yawéh daba a entender que aquel lugar ya no iba a cumplir la misión que había tenido hasta ese tiempo y que, según el autor de la epístola a los Hebreos, “el camino al Lugar Santísimo, quedaba abierto” para todo aquel que confesando el nombre de Jesucristo como el Hijo de Dios, y aceptara su obra expiatoria, tenía acceso a la presencia de Yawéh.

Ya no haría falta ningún sistema sacedotal que mediara entre el pueblo y Yawéh. (He.10.18-22). Es por eso que los cristianos evangélicos, no aceptamos sacerdotes entre nosotros. No los hubo en la iglesia primitiva durante un poco más de dos siglos, y no lo necesitamos, ya que está escrito: “hay un solo Dios y un solo Mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre” (1ªTi.2.5-6).

Pero tampoco sería necesario ir a ningún centro religioso para adorar a Dios. Jesucristo, anticipándose a este momento, habló a sus discípulos diciéndoles: “Porque donde están dos o tres congregados en mi Nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt.18.19-20).

Con esta declaración ponía Jesús de manifiesto su divinidad, por cuanto, una vez resucitado y ascendido a los cielos, podía llenar todo el universo con Su presencia (omnipresencia -Ef.4.10) santificando con ella cualquier lugar donde hubiera discípulos suyos, para presentarle adoración, alabanza y obediencia.

Pero Jesús también había afirmado lo innecesario del templo para llevar a acabo la verdadera adoración a Dios. Así lo afirmó a la mujer samaritana con las siguientes palabras:

“Mas la hora viene y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en verdad; porque también el Padre, tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu y los que le adoran, en Espíritu y en verdad es necesario que le adoren” (J.4.23-24).

 

3.- “La casa desierta” y la esperanza de la conversión de Israel

En tercer lugar, Jesucristo hizo otra declaración asombrosa:

“He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Luc.13.34-35; Mat.23.37-39).

Una vez que Jerusalén y el templo son destruidos, la “casa de Israel” representada por Jerusalén y el templo, sería “dejada desierta”. “Desierta” en el sentido literal de que ellos no la habitarían, ni tampoco con propósito divino de representación alguna.

La existencia del pueblo de Israel se desempeñaría precariamente (¡muy precariamente!) en la dispersión, entre las naciones, tal y como estaba anunciado en Dt.28.64, por causa de la desobediencia de Israel, y como testifica también la historia.

Entonces, las palabras del Señorhasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor…” nos indican que Dios no ha desechado a su pueblo Israel. De otra forma Dios nos les dejaría la puerta abierta a la conversión y reconocimiento de Jesús “como ‘el Bendito’; el ‘Señor y Cristo’” (Ver, Hch.2.36).

Es por esa razón que, desde que en el día de Pentecostés se comenzó a predicar el Evangelio, muchos judíos de los que antes habían rechazado a Jesús, comenzaron a confesarle “como Señor y Cristo”; y en poco tiempo, miles de judíos se hicieron seguidores de Jesús, hasta el punto de que se hablaba de “las iglesias de Judea” (Hch.2.36-42; 4.4; 9.31).

Y pocos años después se nos dice que eran muchos miles de judíos que habían creído en el Señor Jesús, que antes le habían rechazado (Hch.21.17-20).

Incluso el gran perseguidor de la Iglesia que fue Saulo, se convirtió no solo en discípulo de Jesús, sino en su Apóstol, para llevar el mensaje del Evangelio a muchos pueblos y gentes. (Hch.9, con Romanos 15.17-21).

 

“¿Ha desechado Dios a su pueblo –Israel?” (Ro.11.1-2)

La pregunta que aparece en el enunciado anterior ha estado presente a lo largo de la historia en muchos creyentes genuinos. Unos han llegado a la conclusión de que sí: “Dios ha desechado a Israel y ha formado un nuevo pueblo: La Iglesia”.

Es lo que se conoce como “la teología del reemplazo” que viene a decir que “La Iglesia a reemplazado el pueblo de Israel”. Sin embargo, otros han llegado a la conclusión contraria: “Dios no ha desechado a Israel”.

Y esta posición es la que encontramos en el mensaje de la Escritura. No obstante, esa misma pregunta fue la que el mismo Apóstol Pablo lanzó al aire, en vista de todo cuanto acontenció después de la muerte y resurrección de Jesús y el nuevo entendimiento acerca del plan de Dios sobre el Nuevo Pacto:

“¿Ha rechazado Dios a su pueblo? En ninguna manera. Porque también yo soy israelita. No ha desechado Dios a su pueblo…” (Ro.11.1-2).

Pablo mismo contesta a la pregunta por él formulada: “No ha desechado Dios a su pueblo”. Si Dios hubiera rechazado a Israel, ninguna conversión se hubiera producido entre los judíos hasta el día de hoy después de la muerte y resurrección de Cristo. Ni siquiera Pablo mismo.

Por eso dice: “Porque también yo soy israelita. No ha desechado Dios a su pueblo”. Por tanto, todos cuantos de entre los judíos han confesado al Señor Jesús como el Cristo -como ya hemos señalado- han podido “verle” debido a que el Espíritu Santo les ha convencido de su pecado y han sido iluminados para entender, comprendeer y recibir a Jesús el Cristo como “el Bendito Hijo de Dios”.

Y esa experiencia se ha repetido una, y otra, y otra vez a lo largo de la historia. Lo cual nos muestra que Israel no ha sido rechazado por Dios.

 

4.- Sobre la verdadera identidad del pueblo de Israel

En relación con lo que venimos diciendo, era necesario que en toda la dispensación antigua, Dios tuviera a Israel como Su pueblo para cumplir sus propósitos, tal y cómo vimos en la primera exposición.

Al pueblo de Israel le dio sus leyes y también hemos visto cómo Dios esperaba que ellos fueran consecuentes con la identidad del pueblo de Dios que les había sido otorgada.

Ahora bien, a pesar de que cada israelita tenía una conciencia muy fuerte de pertenencia al pueblo de Dios, de la cual presumían, hasta el punto de dirigirse a los que no pertenecían a su pueblo, como “los perros gentiles”, la Escritura establece que dicha identidad podía muy bien ser solo aparente.

¿Qué queremos decir con esto? Que una cosa era pertenecer al pueblo de Israel, “en la carne”, por nacimiento, haber sido circuncidado y formar parte de toda la estructura social y religiosa, y otra cosa era ser y pertenecer al verdadero pueblo de Yawéh.

 

5.- “Los hijos de Abraham”, “los hijos del diablo” y “los hijos de Dios”

a.- Las declaraciones de Jesús. Con respecto a lo dicho anteriormente, fue el Señor Jesucristo quien aclaró y estableció la diferencia. Diferencia por demás escandalosa, cuando ante unas palabras que él pronunció sobre el pecado, sus oyentes le contestaron: “descendientes de Abraham somos y jamás hemos sido esclavos de nadie” (J.8.33)

El Señor les reconocía como “descendientes de Abraham” (J.8.37). ¡Sin problema! Pero ser descendientes de Abraham “en la carne”, aunque era un gran privilegio, no les daba garantías de nada, si no aprovechaban la gracia y el favor divinos, como era, entre otros, estar más cerca de la revelación especial de Yawéh (Ro.3.1-2).

Ellos no habían entendido lo que significaba ser “hijos de Abrahán”; ellos nada sabían de la vida de fe establecida sobre las promesas divinas; no habían sido transformados interiormente; eran orgullosos y soberbios y encima, se creían muy justos. Por esa razón es que Jesús, para dejar las cosas bien claras, dijo a Nicodemo, “un principal entre los judíos”:

“El que no naciere de nuevo, no puede entrar en el reino de Dios… lo que es nacido de la carne, carne es; lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (J.3.3-6).

Pero, Jesús, en su discusión con los judíos, fue más allá, cuando puso al descubierto el duro corazón de la clase religiosa. Ellos dijeron: “Linaje de Abrahan somos…”; “Nuestro padre es Abrahán…”; “Un padre tenemos, que es Dios” (J.8.33,39,41).

Notemos el énfasis que ponía los judíos en su afirmación, tanto acerca de su origen en la carne: “nuestro padre es Abrahan, como en su origen espiritual: “Un padre tenemos que es Dios”.

De todo ello estaban muy orgullosos. Sin embargo, notemos la dureza de la realidad de su condición, puesta de manifiesto por el mismo Señor: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo…” (J.8.44).

Estas palabras, contrastan con el argumentario de muchos, hoy día, al respecto de esa afirmación de que todos los seres humanos somo hijos de Dios y que lo único que tendrían que hacer es “descubrirlo”.

Pero eso es bastante discutible a la luz de las declaraciones de la Sagrada Escritura (J.1.12-13; Gál.3.26; 4.6) y a la luz de la realidad de la experiencia. Por supuesto, en el caso que nos ocupa y en el contexto de las declaraciones de Jesús, él dio la razón/razones de tales afirmaciones; y no son las únicas.

 

b.- Las declaraciones del Apóstol Pablo

Pero Pablo, siguiendo a su Maestro, viene a decir lo mismo. En un contexto en el cual pone de manifiesto el fracaso de Israel y rechazo del Mesías. Él, dice:

“No todos los que descienden de Israel son israelitas… (¿Cómo dices eso, Pablo?) ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos… Esto es: no los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino los que son hijos según la promesa” (Ro.9.6-8).

¡Qué fuerte! Pero Pablo ya lo había dicho antes, aunque de otra manera:

“Pues no es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior y la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en la letra; la alabanza del cual no viene de los hombres, sino de Dios” (Ro.2.28-29).

 

6.- No todo israelita/judío es “pueblo de Dios”

Entonces, quiere decir que aunque Israel era el pueblo de Dios en la antigua dispensación, ¡no todos eran ni son hijos de Dios! Efectívamente, eso es lo que dice el texto bíblico.

No era una cuestión del capricho divino. Basta leer a los profetas -como dijimos- sobre los delitos y crímenes que denunciaban y las páginas de los evangelios, para darnos cuenta sobre las denuncias del Señor a los dirigentes religiosos.

La denuncia y calificativos que el Señor les lanza a la clase religiosa no son hiperbólicos. ¡Son tremendos! (Mat.23).

Lo dicho anteriormente tiene también su paralelismo en la iglesia cristiana y haríamos bien en leer esas Escrituras aplicándolas a nosotros mismos como pueblo cristiano e individuos en particular.

Por tanto, no importa que tengamos un lenguaje religioso, -como en Israel tenían la gran mayoría-; no importa que hayamos participado de algunas ceremonias religiosas y que asistamos puntualmente a cultos y reuniones, como en Israel también lo hacían. El asunto es muy serió.

Hay palabras tan fuertes de parte del Señor, como éstas:

“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mat.7.21-23).

Y es que la cizaña siempre estuvo dentro del pueblo de Dios: en el pueblo de Israel y en la Iglesia. No en vano, el Señor Jesucristo declaró: “Y toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada” (Mat. 15.13). Así de claro y así de sencillo.

Pero para ir concluyendo con esta parte, uno se pregunta si muchos de los que dicen, afirman y defienden que el pueblo de Israel actual “es el pueblo de Dios” y que, además, defienden todo cuanto hacen sus gobiernos, si no se sorprenden e incluso se plantean si dichas afirmaciones tienen el respaldo de las Sagradas Escrituras.

Es para reflexionar, porque no podemos ver lo blanco como negro y viceversa. Que Dios nos ayude. Seguiremos D., m.

1. Esa discrepancia del texto bíblico entre Hebreos 8.9 y la de Jeremías en el Antiguo Testamento se debe a que Casiodoro de Reina tradujo el A. Testamento del original hebreo, del llamado “texto Masorético”, mientras que los autores del Nuevo Testamento cuando citaban el Antiguo usaban el texto de la versión griega conocida como, Versión de los Setenta (Los LXX) traducción del hebreo al griego en los siglos II y III a. de C. Así los traductores judíos que la llevaron a cabo interpretaron las palabras “habiendo sido yo un esposo para ellos” como: “Yo me desentendí de ellos” dado que, por la ruptura del pacto, ya no era ese “marido” que había sido para el pueblo de Israel.

2. Para conocer cómo se produjo la toma y destrucción de Jerusalén, el templo y todo cuanto el Señor profetizó… hay que leer el libro titulado: “Las Guerras de los Judíos”, de Flavio Josefo, historiador judío. Él fue testigo de todo ello y relata, con detalle, esa impresionante y trágica historia.

 

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Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Palabra y vida - Reflexiones sobre Israel y la iglesia (II)