Sobre el legalismo
El legalista está más preocupado del cumplimiento de “las normas” que de aquellos elementos esenciales de la ley divina como son, el amor a Dios y al prójimo.
12 DE JUNIO DE 2024 · 11:15
A veces solemos oír hablar sobre el legalismo y sin embargo, no estamos seguros de que todo el que usa dicho término sabe en realidad lo que quiere decir. Y a veces, el mismo creyente que es legalista tampoco sabe que lo es. Por ejemplo, vemos a algún creyente que es riguroso y disciplinado en su forma de vida y decimos: “Es que es muy legalista”. También usamos esa calificación para creyentes que hacen cosas que ellos creen muy importantes, como que les fuera gran parte de la vida en ello, pero que para nosotros no revisten mayor importancia el hacerlas o no.
Qué duda cabe que el legalismo se ha dado y se da dentro del contexto religioso, pero no es exclusivo de él. También se puede hablar de legalismo en otros ámbitos, como por ejemplo, el judicial. En realidad el legalismo se define como una actitud y forma de actuar de personas que se basan y rigen solo y exclusivamente por la letra de la ley -sea la que sea- y al margen de otras consideraciones esenciales, tanto en la comprensión como en la aplicación de la ley.
En el ámbito religioso el legalismo podríamos definirlo como la actitud y el comportamiento de personas que se rigen solo y exclusivamente por un código; sea este la Ley de Dios o acompañada de tradiciones humanas; o incluso un conjunto de reglas que a juicio del creyente le parecen indispensables cumplir. Luego, el creyente legalista dependerá más de sus propias fuerzas para cumplir con dicho código que del poder divino. Él creerá que por el cumplimiento de las reglas será justificado; si no para salvación sí para santificación. El legalista está más preocupado del cumplimiento de “las normas” que de aquellos elementos esenciales de la ley divina como son, el amor a Dios y al prójimo.
En tiempos de Cristo, (aunque no sólo es exclusivo de ese tiempo) la clase religiosa judía habían caído en un legalismo que los alejó de Dios, al punto de perder de vista, tanto el sentido como el propósito de la Ley divina. El apóstol Pablo dijo que es posible tener “celo por Dios, pero no conforme al verdadero conocimiento” (Ro.10.2). Eso trae unas consecuencias desastrosas para la vida espiritual de los individuos legalistas. La falta del conocimiento de Dios hace pensar al legalista que serán justificados en base a su propia justicia. Así lo pensaban los representantes del pueblo de Israel, en tiempos de Jesús. El apóstol Pablo lo define de esta manera: “Pues ignorando la justicia de Dios y procurando establecer la suya propia, no se sujetaron a la justicia de Dios” (Ro.10.3)
Evidentemente, ese “establecer su justicia propia” tendría dos aspectos aquí; uno el creer que por ellos mismos podrían cumplir con la ley de Dios, ignorando que el sistema de sacrificios en Israel, testificaba contra esa orgullosa pretensión, al enseñarles la necesidad de la expiación de sus propios pecados, a causa de las transgresiones continuas de la ley de Dios. ¿Dónde estaba, pues, ese cumplimiento de la Ley divina? La otra la puso Jesús de manifiesto cuando hizo referencia a “las doctrinas y mandamientos de hombres” que la clase dirigente judía había añadido a los mandamientos divinos y que, incluso los habían puesto por encima, llegando a invalidar la propia palabra de Dios con sus tradiciones (Mc.7.1-13). Esto último se ha repetido con demasiada frecuencia a lo largo de la historia de la Iglesia.
Entonces, estaríamos hablando de que el legalismo tal y como aparece en las Sagradas Escrituras, está relacionado fundamentalmente con el tema de la salvación e incluso la santificación y la forma errónea en la cual se trata de conseguirlas. Es por eso que el asunto es grave de por sí y necesita ser clarificado en las iglesias. Uno de los mejores ejemplos que ilustra lo que es ser legalista, lo tenemos en la parábola del “hijo pródigo” (Lc.15.11.32). Seguramente, alguien se extrañará por haber escogido esta parábola para hablar del legalismo religioso. Cierto, pero aunque está presente en aquella parábola, a menudo pasa desapercibido.
Cuando hemos leído esta parábola o escuchado alguna predicación sobre ella, toda la atención se fija en el hijo menor; su mal comportamiento así como su arrepentimiento y el trato de su padre para con él. Es obvio el por qué. El hijo menor había pedido anticipadamente al padre la parte de la herencia que le correspondía, sin reparar en el daño que le causaba al corazón de su padre. Él no quería estar más en su casa sino vivir la vida de manera libre y como a él se le antojara. Así que, habiendo recibido la parte de la herencia que le correspondía, se fue y vivió perdidamente en fiestas y todo cuanto le vino en gana. Pero cuando se le acabó el dinero, se vio cuidando un hato de cerdos y comía de las algarrobas con las cuales aquellos se alimentaban. Pero además de la pésima alimentación que tenía, para un judío aquella era una ocupación ilícita y repugnante. Pero no tenía otra opción. Entonces, dice el texto bíblico que “volvió en sí” y se acordó que en la casa de su padre los jornaleros vivían mucho mejor que él. Así que decidió volver y pedir perdón a su padre por todo lo que había hecho y cómo se había comportado y decirle: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros” (Luc.15.19). Así lo hizo y volvió a casa de su padre. Cuando se iba acercando a la casa, el padre lo reconoció aun estando él lejos… “y fue movido a misericordia, corrió a su encuentro, se echó sobre su cuello y le besó” (Lc.15.24).
La reacción de su padre no fue la que cualquiera hubiera esperado. Al contrario. El padre viéndolo aun de lejos, corrió hacia él y después de besarlo, no le recriminó, ni le juzgó por lo que había hecho. Más bien, se gozó mucho y mandó a sus criados que le vistieran con la mejor ropa, y pusieran un anillo en su mano y calzado nuevo en sus doloridos pies. Luego ordenó que mataran al becerro más gordo y celebraran una gran fiesta, con música y bailes. El padre estaba gozoso y dijo: “porque este hijo mío, muerto era, y ha revivido; se había perdido y ha sido hallado” (Lc.15.22.24).
Mientras todo eso ocurría en la casa, el hijo mayor estaba en el campo y no sabía nada de lo que estaba aconteciendo. Así que cuando llegó y vio el alboroto de los invitados, el grupo musical y la fiesta que habían organizado, preguntó a uno de los criados qué era aquello. El criado le informó que era a causa de su hermano que había regresado. Entonces el hermano mayor, enojado, se negó a entrar en la casa. El padre, enterado, salió a hablar con él y le rogaba que entrase. Pero su hijo mayor, estaba muy enojado y desde ese estado de ánimo, recriminaba al padre por haber dado tal recibimiento a su hermano, que había tenido tan mal comportamiento. Él le dice:
“He aquí, tantos años te he servido y no te he desobedecido jamás, y nunca me has dado un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo. Él padre, entonces, le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido y es hallado”
¿Qué tiene que ver el legalismo con esta parábola? Mucho. Si miramos el contexto, Jesús acaba de contar tres parábolas: la de la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo perdido (Luc.15.1-32). Tales historias fueron dichas, principalmente, a los fariseos y escribas que murmuraban porque Jesús se juntaba y comía con “los pecadores”. O sea, “la chusma” de entonces (Lc.15.1-2).
Pero como decíamos al principio, cuando leemos o escuchamos esta parábola, la figura del hijo menor parece cobrar más importancia como “pecador” que la del hijo mayor. Sin embargo, mientras que el hijo pequeño representa esa gente “indigna” con la cual los religiosos no querían juntarse, el mayor representa a la gente religiosa misma, que se consideraban “justos”, a la cual y de la cual estaba hablando Jesús. En pocas palabras, el Maestro definió bien el comportamiento del hijo mayor como legalista religioso. De su tiempo y de todos los tiempos. Veamos:
1.- El hijo menor con su mal comportamiento se había alejado de su padre; pero el hijo mayor, estando siempre cerca del padre, siempre había estado alejado de él.
El hijo mayor parecía que era bueno porque no había hecho las cosas malas que había hecho el hijo menor. Pero la base de la relación con su padre estaba equivocada. Su relación con él se basaba en lo que él hacía: sus obras y su servicio. Su relación con su padre era de carácter “legal”: “Tantos años te sirvo y nunca te he desobedecido”. Por tanto, estaba equivocado con respecto a sus motivos. Todo cuanto hacía era para “ganar” el amor y la aprobación del padre. El hijo mayor no se había dado cuenta de cuánto amor había en el padre para con él: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todas mis cosas son tuyas” (v.31). El padre deseaba que su hijo entendiera que su relación con él debería haberla establecido sobre la base del amor, no sobre la base legalista del servicio. Pero esa relación de amor, el hijo mayor la desconocía. Él pensaba que siempre había estado más cerca de su padre que su hermano menor; y mucho más en el estado en el cual aquel había caído; sin embargo, el hermano mayor había estado igual de alejado y perdido que su hermano menor. Sus motivaciones respecto de la relación con su padre estaban equivocadas.
Esto lo vemos ilustrado en bastantes lugares en los evangelios y las epístolas. Un ejemplo de “hermano mayor” lo tenemos en la parábola del fariseo y el publicano (Luc.18.9-14). Cuando leemos dicha parábola, enseguida nos damos cuenta que el fariseo basaba su confianza para agradar a Dios en que se creía superior a los demás hombres: “Te doy gracias, Dios porque no soy como los demás hombres…”; pero también en sus propias obras; lo que él hacía: “Yo ayuno… yo doy diezmos…”. Tanto sus motivaciones, como los medios y sus objetivos estaban equivocados. Sin embargo, también vemos por las palabras de Jesús, que tal confianza era vana y sin fundamento.
El creyente legalista tiene un serio problema y es que él piensa, equivocadamente, que puede ser justificado (salvado y/o santificado) delante de Dios por medio de sus propias obras; lo que él hace, tanto por guardar la Ley como por guardar sus tradiciones religiosas. Pero el apóstol Pablo, siguiendo a Jesús, escribió que sobre esa base, “ningún ser humano será justificado delante de él” (Ro.3.20). Es por eso que dijo Jesús que el fariseo de la parábola volvió a su casa sin justificar. En esta línea, Pablo hace una declaración general sobre esa misma actitud del fariseo, pero aplicada al pueblo de Israel: “lo que buscaba Israel –el agrado de Dios y su favor- no lo ha alcanzado” (Ro.11.7).
Todo lo dicho anteriormente nos da qué pensar, pues es posible que muchos religiosos, incluso dentro del llamado “pueblo evangélico” que se creen estar cerca de Dios por todo cuanto ellos hacen, estén más alejados de Dios que aquellos a los cuales ellos juzgan como pecadores, “apartados de Dios” y que “no han nacido de nuevo todavía”. ¡Ay, cuánta presunción y orgullo llena nuestros corazones!
Esto no hemos de perderlo de vista los que creemos que hemos entendido el evangelio de la gracia de Dios. Porque de haber sido así, no ha sido por nuestros méritos personales por los que hemos sido aceptados por Él, sino “por gracia…”; “por su bondad… por su gran amor con el cual nos amó… por su misericordia…” (Ti.3.4-5); y todo… “por medio de la fe” (Ef.2.8-9).
2.- El hijo mayor se enoja y recrimina el comportamiento del padre.
Por otra parte, el hermano mayor se enoja con el padre por recibir y celebrar “por todo lo alto” la llegada de su hijo perdido, y le recrimina por ello. Esto es muy lógico en el legalista, ya que al “establecer su propia justicia” se cree con el derecho de dictar a Dios lo que tiene que hacer e incluso pensar que Dios le debe algo. Ese espíritu exigente de parte del creyente legalista recorre a través de las páginas de la Biblia y es, el de gentes religiosas que piensan que Dios está obligado para con ellos, por todo cuanto hacen “a favor de él y de su obra”. Incluso cuando están haciendo cosas que desagradan a Dios, como en tiempos del profeta Isaías: “¿Por qué, dicen, ayunamos y no hiciste caso; humillamos nuestras almas y no te diste por entendido?” (Is.58.3). Quizás no se diga con palabras pero se demuestra con la actitud.
También encontramos aquí cierto paralelismo con la parábola de “los obreros de la viña” (Mt. 20.1-16) los cuales “murmuraban contra el padre de familia” porque consideraban injusto el trato, al recibir la misma paga que los otros, que trabajaron menos que ellos (v.11). En esencia, la enseñanza de la parábola dada a la clase religiosa, es puesta de manifiesto con las palabras de Jesús: “Los primeros (liderazgo religioso) serán los últimos, y los últimos (los publicanos y pecadores) serán los primeros” (v.16). Jesús lo dijo también de otra manera: “De cierto os digo que los publicanos y las rameras os van delante (de los religiosos) en el reino de Dios” (Mat.21.31).
Entonces, es bueno señalar aquí, que Dios no nos debe nada a ningún ser humano y que deberíamos guardarnos siempre de pretender algún trato de favor por parte de Dios sobre la base de nuestro “buen comportamiento”, más que de la gracia misericordiosa de Dios.
3.- El hermano mayor se niega a reconocer a su hermano menor.
El hermano mayor se niega a reconocer a su hermano. Él dijo al padre, señalando a su hermano: “este tu hijo…” (v.30). Es como si hubiera dicho: “Será tu hijo, pero yo no le reconozco como mi hermano.” Si el hermano mayor fue capaz de recriminar al padre, nada extraño tiene que no reconociera a su hermano como tal, ni se alegrara de su vuelta. Él no lo hubiera recibido en su casa, sino que lo hubiera condenado en su condición de “pecador perdido”. Él, al igual que los oyentes religiosos de esta historia, despreciaba a su hermano como aquellos despreciaban a “los pecadores, publicanos y rameras” con los cuales no había que juntarse. Él, al igual que aquellos, estaba ciego a causa de su propia justicia y tenía cerrado su corazón al reconocimiento de su prójimo y cualquier favor que se pudiera hacer para con él, por considerarlo un pecador que no merecía gracia de Dios alguna.
Al respecto, es interesante que en un contexto legalista como el de los creyentes de Galacia, ellos tenían serios problemas de relación los unos con los otros. Aquel era un ambiente de críticas, de juicio y de falta de amor evidente. Por eso el Apóstol Pablo les escribe:
“Porque toda la ley en esta sola sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros” (Gál.5.14-15)
Esta actitud de los creyentes legalistas surge de “ignorar la justicia de Dios” que es en Jesucristo “para todo aquel que cree” (Ro.10-1-3, 9-10) y no tanto “para el que obra” (Ro.4.3-5). Pero al rechazar el camino indicado por Dios, los legalistas dejan de percibir al Dios que tratan de agradar, y cuando eso ocurre se deja de conocer lo esencial de él: Su amor compasivo y misericordioso y un sentido de la verdadera justicia que emana de su corazón. Jesús denunció a la clase religiosa de su tiempo, porque su vida religiosa estaba desprovista de lo más importante de la ley: “La justicia, la misericordia y la fe” (Mat.23.23). Por eso también el fariseo de la parábola, a la vez que se ensalzaba a sí mismo diciendo: “Yo no soy como los demás hombres, ladrones, injustos… Ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano, etc.,” miraba con desprecio al publicano, que, consciente de su condición, no se atrevía a levantar el rostro, mientras, arrepentido rogaba por el favor de Dios (Lc.18.13). Pero la condición del fariseo era la misma que expresaba el hermano mayor de la parábola, que miraba con desprecio a su “perdido hermano” recién llegado.
La conclusión es que esta forma de entender la relación con Dios, no solo está profundamente equivocada en su base, porque la motivación del corazón no es correcta, sino que como consecuencia, en la práctica, el amor a Dios y al prójimo está ausente en la vida del creyente legalista; todo lo cual afecta de forma vital a la relación con Dios, a la salvación y la relación con el prójimo.
Afortunadamente, el último en hablar en la parábola contada por Jesús, es “el padre”, quien pone de manifiesto lo que era necesario hacer ante la venida del hijo y hermano perdido:
“Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto y ha revivido; se había perdido, y es hallado.”(Luc. 15.32)
Fiesta que, al parecer, también se da en el cielo por cada uno de los pecadores arrepentidos (Ver, Lc.15.7,10). Algo que el hermano mayor que representaba al creyente legalista, no entendió; ni tampoco los religiosos, a los cuales Jesús dirigió las tres parábolas; pero tampoco los religiosos legalistas de nuestro tiempo, sean quienes sean. Comentando esta parábola, el pastor Thimoty Keller, decía al final de su libro titulado: “El Dios Pródigo”: “Posiblemente hay muchos más hermanos mayores de lo que creemos, en nuestras iglesias evangélicas” (Escribo de memoria).
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