¿Es María la madre de Jesús, madre de la iglesia? (II)

Si Jesús hubiera querido poner a María en el lugar que muchos han pretendido con el paso de los siglos, como “Madre de la Iglesia” (con muchísimas atribuciones más) lo hubiera hecho. Pero hizo todo lo contrario.

17 DE ABRIL DE 2024 · 10:00

María, en la película La Pasión de Cristo, interpretada por Maia Morgenstern./ IMDB, Phillippe Antonello, Icon Distribution,
María, en la película La Pasión de Cristo, interpretada por Maia Morgenstern./ IMDB, Phillippe Antonello, Icon Distribution

“Y cuando vio Jesús a su madre y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquella hora  el discípulo la recibió en su casa” (Juan19.26-27)

En la pasada exposición tratamos de dar razón por la cual Jesús encomendó a su madre, María, a su “discípulo amado” Juan, para que la recibiera como su madre, mientras que a su madre le dijo que debía recibir a Juan como a su hijo. En dicha exposición vimos que una de las razones más lógicas por las cuales Jesús actuó de esa manera, fue la razón familiar. Pero todavía quedaba una razón más, y es la teológica. De esta razón podemos ver una parte en los evangelios, y otra en el resto del Nuevo Testamento. Y en la medida que tratamos de contestar a la pregunta planteada veremos que no hay ninguna razón para considerar a María, la madre de Jesús como “madre de la Iglesia”.

En relación con la razón teológica, hay tres momentos importantes en los evangelios que hemos de considerar. De esos momentos podemos sacar varias lecciones que contradicen, abiertamente, todo lo aprendido a lo largo de nuestra vida religiosa de parte de la Iglesia Católica Romana.

 

La razón teológica en los evangelios

1.- “¿Quién es mi madre y mis hermanos?”

El primer pasaje a considerar lo tenemos en Marcos 3.31-35. Jesús había comenzado su ministerio, y para muchos fue una gran sorpresa. No se esperaba que Jesús de Nazaret a quien todos conocían por aquella zona irrumpiera así en el escenario público predicando, haciendo milagros, liberando a los endemoniados y sanando a la gente de sus diversas enfermedades. Su actividad, aparentemente frenética causó un impacto igualmente en “los suyos”, es decir “sus hermanos y su madre” que, ante tanta actividad  de Jesús, decían: “Está fuera de sí” (“¡está loco!” –Mrc.3.31-). Así que iban tras de él “para prenderle”. Pero como no pudieron entrar en la casa donde se encontraba a causa del gentío que la llenaba “enviaron a llamarle”: “Tu madre y tus hermanos está afuera, y te buscan” (Mrc.3.31). Entonces, esta hubiera sido una buena oportunidad por parte de Jesús para enseñar una lección a la gente y por extensión, a nosotros mismos también. Él hubiera podido decirle a la gente que llenaba y que rodeaba la casa que le hicieran sitio, al menos a su mamá para que estuviera a su lado. Pero no. Su respuesta es más que sorprendente:

“¿Quién es mi madre y mis hermanos? –dijo Jesús- Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mrc.3.33-35)

Lo primero que nos preguntamos es ¿por qué respondió así Jesús respecto de su madre? Podría haberlo hecho respecto de sus hermanos, lo fuesen realmente o, como enseña la Iglesia Romana, primos hermanos. Pero no. Lo que dijo también incluyó a su madre, María. Entonces, lo primero que viene a nuestra mente es que Jesús era consecuente con lo que estaba enseñando desde el principio sobre el discipulado, tanto  a sus discípulos como a todos sus oyentes y por extensión, también a nosotros. Jesús dio a entender que valoraba más los lazos espirituales que los carnales o familiares. Eso fue algo que dejó meridianamente claro cuando a la hora de hacer el llamado al discipulado, ponía como condición ser él el primero por encima de todo, incluida la familia (Lc.14.25-27). Además, llamó la atención de sus oyentes advirtiéndoles que aquellos que así actuaran iban a encontrar una gran oposición; a veces de parte de la misma familia. Entonces Jesús dejó claro por quién debían optar sus discípulos:

“El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mi; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su vida la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mt. 10.34-38).

Muchos a los cuales se nos predicó el Evangelio de Jesús, en otro tiempo, cuando las cosas era un tanto difíciles a causa de la dictadura política y católica, tuvimos que experimentar de forma muy fuerte, la realidad de la oposición familiar. Entonces era el momento de poner a Dios y a Jesús en el centro de toda la vida; y a la familia, “padre, madre y hermanos…” en un segundo lugar. Pero luego, para que no hubiese duda al respecto, Jesús mismo dio un ejemplo en lo tocante a su relación con su propia familia, cuando ni aún su madre entendía lo que pasaba con “su hijo” Jesús. Entonces él tuvo que actuar poniendo las cosas en su debido lugar: “¿Quién es mi madre y mis hermanos?”. Y la respuesta a su pregunta planteada, la dio él mismo: “Todo aquel que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”.

Por tanto, si Jesús hubiera querido poner a María en el lugar que muchos han pretendido con el paso de los siglos, como “Madre de la Iglesia” (con muchísimas atribuciones más) lo hubiera hecho. Pero hizo todo lo contrario. O sea que desde el punto de vista teológico, en lo que tiene que ver con el discipulado y el reino de Dios manifestado en este mundo, las relaciones familiares no cuentan. No que sean malas, sino que por sí mismas no son la base ni el fundamento de  las relaciones espirituales con Dios y con los demás. El fundamento es Dios y su Hijo Jesucristo a quien llegamos a conocer a través de su Palabra. Es por esa razón que, con toda naturalidad, cuando Jesús resucitó no se presentó primero a su madre y sus hermanos, como cabría esperar en el terreno “natural”, sino a María Magdalena. Una mujer que había estado endemoniada, pero que fue sanada por Jesús. Luego se aparecería a todos sus discipulos y luego, a su propia familia y muchos hermanos y hermanas más (1ªCo.15.1-7). Aparición que hizo que sus propios hermanos que “no creían en él” llegaran a formar parte de la comunidad cristiana (Ver, J.7.3-5; Hch. 2.14)

 

2.- “Bienaventurado el vientre que te trajo y los senos que mamaste” (Lc.11.27-28)

El otro momento en el cual Jesús pudo actuar a favor de colocar a su madre en el pedestal más alto, para que le fuese reconocida su dignidad co-redentora e intercesora y se le tributase algún tipo de adoración, fue cuando estando ministrando…  “de entre la multitud una mujer levantó la voz y le dijo –a Jesús-: ‘Bienaventudado el vientre que te trajo y los senos que mamaste’. Y él le dijo: Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan” (Lc.11.27-28).

Podemos decir lo que queramos, pero si las cosas fueran como desde la institución Católica Romana son enseñadas, Jesús no hubiera respondido de esa manera a aquella mujer que, sin conocer a su madre, la ensalzó como “bienaventurada”. No que Jesús negara lo que en otra parte afirman las Escrituras, tanto en el anuncio del ángel Gabriel como en el cántico de María conocido como “El Magnificat”, pronuciado por ella: “Porque he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones. Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es su nombre…” (Lc.1.28,48). Pero aquí hemos de dejar claro que el hecho de que “todas las generaciones” reconozcan a la madre de Jesús como “bienaventurada”, eso tiene todo que ver en relación con su papel como madre que concibió y dio a luz al Señor Jesús, el Hijo de Dios. Esa realidad nunca hemos de olvidarla, porque es la principal razón de la bienaventuranza que recayó sobre María. Esa realidad fue la consecuencia de su aceptación y obediencia a la voluntad de Dios y un gran ejemplo  para todos los creyentes de todos los siglos. Pero también hemos de añadir que esa bienaventuranza nada tiene que ver con reconocer un papel de ser “madre de la Iglesia”,  de intercesora o mediadora a favor de todos los creyentes de todos los tiempos y en todo lugar geográfico; ni tampoco que se le preste algún tipo de culto o adoración. (En su momento veremos eso). En todo esto hemos de reconocer, valorar y seguir el ejemplo de Jesús y de la Iglesia Primitiva. No el ejemplo que después se ha ido imponiendo con el correr de los siglos, más como un mandamiento de “la Iglesia” que como un mandamiento divino.

Pero lo que Jesús trata de dejar sentado en este breve pasaje de la Escritura, es que por muy bienaventurado que fuera  el “vientre” de María (en realidad, ella misma)  esa realidad por sí misma no bendeciría a nadie. O sea, lo que realmente traería la  bendición de la bienaventuranza a millones y millones de personas a lo largo de los siglos, una vez más sería el “oír la palabra de Dios y guardarla”. Uno puede deshacerse en elogios hacia María, la madre de Jesús y sin embargo, estar fuera del reino de Dios, por no conocer ni obedecer la Palabra de Dios; o incluso conociéndola, pero sin obedecerla.

Por otra parte, nuevamente hemos de señalar que si las cosas fueran como la Iglesia Católica Romana ha enseñado y enseña sobre María, Jesús perdió otra gran oportunidad para dejar bien sentado el lugar que ocuparía su madre en toda la estructura espiritual-religiosa de la Iglesia, aun por formar. Pero no lo hizo. Una vez más, Jesús dio más importancia a “oír la palabra de Dios y guardarla/obedecerla”. Pero luego, cuando leemos todo cuanto los apóstoles tuvieron que decir y enseñar sobre la Iglesia del Señor Jesucristo -¡Y fue todo!- ellos se sometieron a esos principios enseñados por el Señor. Algo que con el correr de los siglos, muchos dirigentes de la llamada “Iglesia” olvidaron, para establecer “otra cosa”. “Cosa” que llegó a establecerse como “tradición de la Iglesia”, e incluso como dogmas de la fe “cristiana”, como son el dogma de “la Inmaculada Concepción” y “la Asunción de María”. Dogmas que, evidentemente, no lo son para nosotros, los evangélicos/protestantes.

3.- “Haced como él os dijere” (J.2.5)

El tercer momento al que hemos de prestar atención se encuentra en el pasaje que nos habla de “las bodas de Caná de Galilea”. Allí estaba la madre de Jesús; pero también habían sido invitados Jesús y sus discípulos. Entonces hubo un momento en el cual el vino para la celebración se acabó. Su madre se enteró, y le dijo a Jesús: “No tienen vino”. Entonces Jesús le respondió de forma un tanto extraña: “¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora” (J.2.3-4). Extraña respuesta para cualquiera, incluidos también nosotros. Pero dado que Jesús tenía su propia agenda e independencia para realizar la obra de Dios, no debería extrañarnos en absoluto. En otra ocasión y siendo niño de doce años, Jesús le dio un gran susto a sus padres cuando al volver a Nazaret, Jesús se quedó en Jerusalén conversando con los sabios de la Ley. Y ante la angustia de los padres que lo habían buscado por tres días, esta fue la respuesta de Jesús:  ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar? Mas ellos no entendieron las palabras de Jesús” (Lc.2.41-52). Efectívamente, sus padres cumplieron una función muy importantísima en relación con la crianza y eduación de Jesús, pero no por eso tenían la capacidad de entender todo acerca de su hijo, como el Hijo de Dios, su persona, su obra y su  misión mesiánica.

No obstante, en esta ocasión en “las Bodas de Caná”, María hizo lo que consideró que era lo mejor, y a pesar de la respuesta de Jesús, ella “les dijo a los que servían: Haced todo lo que él os dijere” (J.2.5). Así que Jesús accedió a la petición de su madre; y cuando los que servían quedaron a la espera de que Jesús hiciera algo a su favor, se encontraron con el gran milagro del cambio del agua en vino. Ese milagro, por una parte solucionó el problema de la falta de vino, que en una celebración de bodas, era una vergüenza para los novios y la familia de los novios. Pero además, el texto nos dice que “Este fue el principio de señales que hizo Jesús en Caná de Galilea y manifestó su gloria (de su poder); y sus discípulos creyeron en él” (J.2.11)

Esta acción de María la madre de Jesús, ha sido sacada de su contexto más allá de la pretensión del relato bíblico que, de forma sencilla y natural, nos narra que a pesar de la reticencia de Jesús, finalmente accedió a la petición de María de que hiciera algo a favor de los novios. Así, yendo más allá de la pretensión del relato bíblico, se ha constituido a María como “mediadora” e “intercesora” de la Iglesia con unas atribuciones que no se enseñan en las Sagradas Escrituras. Por poner un ejemplo, de los muchos que podríamos traer a colación, pensemos en la oración que reza: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…”. La verdad es que alguien  como María, un ser humano descendiente de Adán y Eva -aunque “madre de Jesús” (Hch.1.14)- tenga la capacidad de atender cada ruego de cada creyente a lo largo de la historia y en todo lugar y en todo momento,  dicha atribución solo puede pertenecer a alguien como  Dios o, en este caso, una diosa; y eso es lo que, en la práctica se ha hecho de María, la madre de Jesús: Una diosa con los atributos divinos de omnisciencia y omnipresencia. Atribuciones que en ningún lugar de las Escrituras vemos que se les dieron a María. Sin embargo, una cosa importantísima que se destaca y que a veces nos pasa desapercibida en la intervención de María, es que con su actuación indicó a los que servían en la boda de Caná el camino a seguir: “Haced todo lo que él os dijere” (J.2.5).

Esas palabras de María, no resultan extrañas para nadie que ame a Dios y a su Hijo Jesucristo. La razón es porque María, es posible que  sin darse cuenta, indicó el camino que todo ser humano hemos de seguir si queremos ver el camino de la luz y de la verdadera vida: “Haced todo lo que él os dijere”. Y eso es precisamente lo que hicieron los Apóstoles del Señor y se hacía en la Iglesia Primitiva; y es lo que también hacemos hasta el día de hoy, los que seguimos el ejemplo de María: Predicar sobre Jesús; enseñar sobre Jesús; apuntad siempre a Él, a sus obras y a sus enseñanzas, tal y cómo Él nos enseñó (Mt.28.19-20). De todas maneras, ¿no fue el mismo Dios y Padre quien, en el monte de la transfiguración proclamó aquel testimonio acerca de su Hijo: “Este es mi Hijo amado; a él oíd” (Mc.9.7; -énfasis mio).

La otra razón de carácter teológico por la cual vemos que María no es la “madre de la Iglesia” la encontramos en las cartas apostólicas que, en la siguiente entrega comentaremos.

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