Cuando Stott se hizo vagabundo (7)
Nunca le gustaba exhibir su espiritualidad, pero tampoco hacer publicidad de sus actos de caridad. Por eso, hasta que su biógrafo no leyó su diario, nadie conocía la historia de cómo el pastor desapareció unos días para hacerse vagabundo.
27 DE ABRIL DE 2021 · 10:25
¿Cómo se siente alguien sin hogar, que vaga por la ciudad sin techo? Las grandes ciudades están llenas de transeúntes indigentes. En Londres se concentran muchos al lado del río Támesis, en la zona de Embankment. Recorren todo el centro de la ciudad, pero sin pedir nada. Generalmente, no se dedican a la mendicidad.
Desde su conversión evangélica, John Stott sentía una mala conciencia por la vida acomodada que había tenido, al recibir una educación privilegiada, como hijo de un médico de alta clase social. Para comprender a aquellos que no habían tenido esas ventajas, decidió, al llegar a ser pastor de su iglesia en el centro de Londres, hacerse vagabundo durante varios días sin decirle nada a nadie.
A Stott nunca le gustaba exhibir su espiritualidad, pero tampoco hacer publicidad de sus actos de caridad. Entendía, con las palabras de Jesús en el Sermón del Monte, que eso era fariseísmo. Por eso, puede ser que recordara los nombres de todos porque oraba por toda la gente que conocía, pero no lo decía. Así también, hasta que su biógrafo Tim Dudley-Smith no leyó su diario, nadie conocía la historia de cómo el pastor desapareció unos días para hacerse vagabundo.
Durmiendo bajo un puente
El día de Navidad era costumbre que Stott fuera a visitar ancianos del barrio que estaban solos. Distribuía unas ochenta cajas de regalos de la iglesia a los hogares más necesitados. Luego invitaba a comer a un vagabundo en su casa. El que más iba era uno llamado Harry Mossop. En su cocina del sótano del primer número de la calle de la Reina Ana freía huevos con beicon para los dos. Puede que fuera por Mossop, que tuviera la idea, o el relato que leyó en el colegio de George Dempster convertido en vagabundo para conocer la vida sin techo en la zona portuaria del East End de Londres.
Lo que escribió Stott en sus diarios es que “quería sentir lo que es ser rechazado por la sociedad”. Por eso: “Me puse una ropa muy vieja y me dejé una barba de varios días”. En la posguerra tenían todavía carné de identidad en Gran Bretaña, una exigencia que luego desapareció en muchos países europeos hasta el día de hoy, como es el caso de Holanda. Se puso el suyo dentro de un zapato y empezó a vagar al lado del río en Embankment. La primera noche la pasó debajo del puente que hay en esa zona en torno a la estación de Charing Cross. Estaba rodeado de hombres y mujeres cubiertos con su ropa andrajosa y periódicos.
Obviamente, no durmió casi nada. “El suelo estaba muy duro”, dice. Y algunos borrachos hacían mucho ruido. No escribe la fecha exacta, pero fue en octubre o noviembre, o sea al principio del invierno. Por lo que “hacía mucho frío”. A la mañana siguiente dio gracias por el sol que brillaba dando algo de calor. Anduvo por el East End, pero tenía tanto sueño que se quedó dormido en el cráter que había dejado una bomba alemana.
Viviendo de la caridad
Cuando abrían las tiendas, los vagabundos se acercaban a los sitios donde se podía tomar té, para que les sacarán una taza caliente. Stott se dirigió a varios que estaban limpiando los escalones de las puertas. No sólo no le dieron nada de desayuno, sino que ninguno quiso darle ni una taza de té. Deliberadamente, iba sin dinero. Por lo que dependía de la caridad ajena.
La siguiente noche hizo cola a la puerta de un dormitorio para indigentes del Ejército de Salvación en Whitechapel, al otro lado del río –el barrio de los crímenes de Jack El Destripador–. El oficial que estaba en la ventanilla le trató muy mal. Se mostró tan brusco e impaciente con el que tenía delante, que Stott no pudo dejar de decirle: “Como oficial del Ejército de Salvación, debería de intentar ganar a ese hombre para Cristo y no hablarle así”. El oficial le miró extrañado, tal vez por su mala imitación del acento “cockney” de los barrios bajos, escribe.
El dormitorio no tenía separación alguna. No había privacidad, ¡claro! Pasó otra noche horrorosa entre gritos de borrachos. Uno o dos de aquellos hombres, Stott cree que eran enfermos mentales. Al día siguiente fue a un comedor de caridad para desayunar. El hombre que hacía las preguntas antes de entrar, sospecho de su acento forzado. Y le dijo algo así: “¡Se acabó la representación! O nos dices quién eres, o no puedes entrar”. No le reveló que era un pastor, pero le mostró su carné de identidad y le dejó tomar el desayuno.
Una iglesia abierta
Después de estar mucho tiempo enfermo, Earnshaw-Smith murió y Stott pasó de ser asistente a rector de la iglesia de All Souls, aunque estaba ya haciendo las funciones desde hacía tiempo. Lo primero que decide es romper con la tradición anglicana de bancos reservados. Generalmente, las familias pagaban por ellos y nadie se podía sentar en su lugar. Ahora cualquiera podía entrar y ocupar el sitio que quisiera.
Los cultos en 1951 eran todavía en la iglesia de San Pedro, donde me dio clase en el Instituto de Londres para el Cristianismo Contemporáneo, que funda a principios de los años 80. Es un edificio mucho más pequeño que el de Langham, destruido por la guerra. En St. Peter´s sólo se podían sentar entre quinientas y seiscientas personas. Su creciente reputación de buen predicador atraía tanta gente que había que venir muy temprano para encontrar sitio.
Stott buscó como asistente a otro pastor soltero que conocía de los campamentos para alumnos de escuelas privadas y el grupo evangélico de estudiantes en Cambridge (CICCU), John Collins. Como la viuda del anterior rector estaba todavía en la casa pastoral, Stott vivía todavía con la familia cuáquera del principio y su asistente entra en un dilapidado hotel de la plaza de Manchester, lleno de alcohólicos. Es entonces cuando Packer estuvo a punto de ir a All Souls, pero estaba esperando una beca para ir a Estados Unidos.
No solo médicos
Al estar al lado de la calle donde vivían y tenían consulta los médicos más prestigiosos, Harley Street, All Souls era conocida como “la iglesia de los doctores”. Sus padres, por cierto, ya no vivían allí, desde que su padre había ido a la guerra como coronel médico-militar, puesto que al regresar se había jubilado del hospital. Estaban en un lugar llamado Worplesdon, cerca de Guildford. Stott mantuvo el culto anual para “doctores”, veinte años después ampliado a cualquier profesional sanitario, incluidas las enfermeras. Por los horarios de guardia, hacía también un estudio bíblico para los médicos, los viernes a las siete de la mañana, en el vestíbulo de la iglesia, antes de ir a trabajar al hospital.
Es curioso que las dos iglesias más conocidas por su predicación entonces, Westminster Chapel y All Souls, tuvieran pastores con antecedentes médicos de prestigio. Lloyd-Jones había tenido consulta en Harley Street y Stott venía de una familia de importantes cardiólogos. Debido al conflicto que tuvieron mucho tiempo después, algunos se imaginan que había alguna rivalidad entre ellos. No era así. Un estudiante recuerda una conversación un domingo por la tarde con Stott, después del culto, a la puerta de la iglesia: “¡Hola!”, dijo Stott, “pensaba que ibas a ir a Westminster Chapel”. Tímido y algo avergonzado el joven tartamudeó: “No, yo no soy fan del gran Doctor”. La respuesta de Stott fue: “¿No? ¡Pues yo sí!”.
En el verano de 1952 acabaron las reformas de la rectoría del 12 de Weymouth Street, que fue la dirección de Stott toda su vida. Está a sólo cinco minutos andando de All Souls. Es un estrecho edificio en el que él sólo ocupaba el ático del cuarto piso, al que, cuando nos invitaba, tenías que subir noventa y tres escalones. Tenía sólo dos habitaciones, el salón donde nos sentábamos en el suelo y un pequeño dormitorio. El resto de las habitaciones las ocupaba parte del personal de All Souls.
Stott es para muchos un maestro pero tenía el corazón de un evangelista.
Recibía allí las visitas de pastores jóvenes amigos suyos de los días de campamento. Uno de ellos, Richard Gorrie, recuerda un domingo que tomó libre en su iglesia de Oxford, para escuchar a Stott. Le pudo oír no sólo dos, sino tres veces. Al acabar el último culto, le invitó a cenar, pero al pasar al lado de un vagabundo que conocía, “el tío John” se lo llevó a la casa para comer. Esa noche el indigente durmió en su cama y Stott en un saco que tenía para campamentos.Estilo de vida simple
Los americanos se asombraban siempre de su forma frugal de vivir. Y cuando le empezaron a invitar a Estados Unidos, se puede uno imaginar lo escandaloso que le resultaba la forma lujosa de vida de los pastores norteamericanos. A ellos les fascinaba Stott. Algunos recorrían grandes distancias sólo para escuchar su perfecta dicción de colegio privado británico. Su forma de hablar era tan correcta que les parecía un locutor de la BBC. Les encantaba su acento.
Algunos iban más allá de su pronunciación y les sorprendía su forma de predicación expositiva. Como Lloyd-Jones, no sólo explicaba el texto, sino que seguía de forma consecutiva los diferentes libros de la Biblia. El solía hacer secciones más amplias que los versículos sobre los que el médico galés convertido en predicador hacía tres o cuatro sermones, ¡sino más! Todos diferentes, ¡claro! No era un estudio bíblico verso a verso, como hacen predicadores como MacArthur, sino auténticos sermones. Lo que llaman en Estados Unidos predicación expositiva es algo diferente a lo que conocemos en Europa. Son dos tradiciones distintas.
El conocido predicador americano –traducido al castellano–, Wilbur Smith, fue a escucharle un domingo de un verano de los años 50. Vio la iglesia llena, mañana y tarde, aunque estaba lloviendo. En el segundo culto había muchos jóvenes, bastantes estudiantes. Le pareció tan evangélico que escribió que nunca había escuchado a un anglicano hablar así: “No era nada ritualista y era el Evangelio no adulterado”. Predicó sobre la curación de Naamán. Nunca había escuchado exponer el texto así. Stott –al que calcula unos cuarenta años, aunque no tenía más que 35, ya que siempre parecía algo mayor de lo que era– predicó que sólo hay una cura para la enfermedad del pecado, la sanidad que Cristo, como el Cordero de Dios, trae por su sangre derramada en el Calvario.
Los chicos de la calle
Aunque había aprendido a hablar en los campamentos, nada había menos parecido a los alumnos de aquellas escuelas privadas que los chicos de la calle del West End de Londres. Muchos venían ya de familias griegas o turcas, que hoy llamaríamos disfuncionales, todas ellas. Dejaban el colegio a los 14 años y distribuían periódicos, o trabajaban en el mercado. Hacía campamentos con ellos. Los llevaba en un todoterreno que había comprado del Ejército holandés. Otras veces les invitaba a comer huevos con patatas fritas en un café frente al hospital. Incluso hacía de árbitro de fútbol con ellos cuando los llevaba a jugar en el parque de Regent´s. Pocos fueron convertidos, pero asistían a la iglesia.
Medio siglo después todavía se acordaba del nombre de cada uno de ellos, como pude observar. Todos tenían preciosos recuerdos de esos campamentos en tiendas de lona, donde les despertaba con un acordeón. Había una tienda donde meditar en silencio. Si se despertaban temprano, le veían allí de rodillas, orando por ellos. Cuando le descubrían, decía, con su habitual falta de orgullo espiritual, que estaba de rodillas para mantenerse despierto. Les llamaba la atención que se afeitara con un cuchillo de montaña, en vez de una navaja. Aquellos chicos de la calle aprendieron, por primera vez, el nombre de los pájaros que les enseñaba a mirar tumbados en el suelo.
Cuando le hicieron rector, escribió en el boletín de la iglesia: “Hay una cuestión que me pesa especialmente en el corazón, que es cómo alcanzar a esas multitudes hambrientas sin Cristo”. Stott es para muchos un maestro, pero tenía el corazón de un evangelista. La Guía que escribió entonces, para los visitantes, dice: “Nuestro gran deseo es dirigir a hombres y mujeres, no a nosotros, ni a la iglesia, sino a Jesucristo. Él es el centro de nuestra visión, el objeto de nuestro testimonio. Tenemos tres convicciones inamovibles sobre Él: quién es, qué vino a hacer y qué pide de nosotros.” Ante Dios, “no hay diferencia”, titula su primer sermón: “Todos hemos pecado” (Romanos 3:22-23), pero “el que invocare el nombre del Señor será salvo” (10:12-13). ¡Esa es la predicación evangélica!
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