El “pacifismo instintivo” de Stott (3)
La objeción de conciencia del “tío John” mientras su padre estaba en el cuerpo militar de sanidad, rodeado por los nazis en Dunquerque, le llevó a una incomprensión y ruptura, por la que no tuvieron ninguna relación durante muchos años.
23 DE MARZO DE 2021 · 10:45
Todos tenemos ideas y emociones que no constituyen un sistema normativo de conducta y creencias que formen una ideología. Últimamente, se habla mucho de la diferencia entre ideas e ideología. En inglés, la distinción lingüística es mucho más clara. En ese sentido es en que John Stott solía decir que era “un pacifista instintivo”. Lo que pasa es que eso, en la Segunda Guerra Mundial, no era cualquier cosa, y menos en un mundo que no había conocido todavía la popularidad del movimiento por la paz de los años 60. Cuando yo le conocí, no era todavía por edad, objetor de conciencia, pero tenía desde niño ese “pacifismo instintivo” del que él hablaba. No es una visión del mundo, ni una filosofía, sino una opción personal.
La objeción de conciencia del “tío John” –como le gustaba que le llamáramos todos los que le apreciábamos– mientras su padre estaba en el cuerpo militar de sanidad, rodeado por los nazis en Dunquerque, le llevó a una incomprensión y ruptura, por la que no tuvieron ninguna relación durante muchos años. Trataré el tema con detalle en otra entrega de esta serie, pero era algo poco conocido hasta que su amigo Tim Dudley-Smith publicó el primer volumen de su monumental biografía. Stott no solía hablar de ello, pero fue algo que marcó toda su vida.
Si hubiera sido cuáquero, como su íntimo amigo Oliver Barclay (1919-2013) –responsable del movimiento cristiano de estudiantes evangélicos en Cambridge durante la guerra, que estaba en Trinity también, la principal facultad que había en Inglaterra–, sería más comprensible, pero Stott era anglicano. Es cierto que su abuela era alemana y él había pasado allí dos veranos aprendiendo alemán, pero no era una cuestión familiar, porque su padre era coronel del Ejército. Frente a Hitler, pocos entendían la objeción de conciencia.
Curiosamente, tanto Stott como Barclay, acabarían siendo partidarios de “la guerra justa” con las condiciones de las que habla Agustín –o sea de defensa y con proporcionalidad–. Yo llegué a la misma convicción que ellos –después de haber sido objetor de conciencia–, pero supongo que como él decía, tengo un “instinto pacifista”. En mi caso, creo que es más un sentimiento antimilitarista. He nacido y crecido en una dictadura militar, como la franquista. Si no compartías los ideales del régimen, poca simpatía tenías por el ejército. El servicio militar era obligatorio y la objeción de conciencia, un derecho.
Tiempo de guerra
Cuando la guerra comenzó en septiembre de 1939, Stott estaba todavía en Rugby. Fue a estudiar a Cambridge en octubre de 1940. Para estar registrado como objetor de conciencia, había que pasar por un tribunal que debía decidir si tu pacifismo era genuino o no. Los miembros del clero estaban exentos de las armas, pero pasaban a formar parte de la capellanía militar. Lo que pasó en Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial es que para ser aceptado como objetor por el tribunal tenías que demostrar que tu pacifismo era anterior a la fecha del inicio de la guerra.
Seis meses antes de empezar la guerra, poco después de su conversión, Stott había hablado al director del colegio de Rugby sobre su pacifismo y su deseo de estudiar teología para ser ordenado para el ministerio anglicano. Si podías demostrar tu intención de ser candidato para la ordenación antes de septiembre de 1939, quedabas exento de presentarte ante el tribunal de objeción.
El problema es que Stott quedó registrado en los libros del regimiento al que correspondía Rugby en Warwickshire hasta enero de 1946, aunque no fueran llamados a filas más que los jóvenes que habían cumplido veinte años. Como veremos, esto le trajo muchos problemas después. Su amigo de Cambridge, Oliver Barclay, había pasado el tribunal como cuáquero en 1938. Estaba exento totalmente del servicio militar, como objetor de conciencia, pero ese no era el caso de Stott. A medida que avanza la guerra, la invasión alemana se convierte en una clara posibilidad, al comenzar los bombardeos a Inglaterra.
“Un nuevo libro”
Cuando “el tío John” conoció la fe evangélica tenía ya cierto conocimiento de la Escritura. “Leía la Biblia cada día antes de ser convertido –dice– porque mi madre me educó así, aunque no tenía la más vaga idea de lo que trataba”. No la entendía. “Cuando nací de nuevo y el Espíritu Santo vino a morar en mi vida –cuenta Stott–, la Biblia empezó a ser, inmediatamente, un nuevo libro, para mí”. Veinte años después diría todavía en su característica humildad: “Estoy lejos de entenderla toda hoy, pero he comenzado a comprender cosas que nunca había entendido antes”.
Había cambiado su actitud ante la Escritura. Antes la juzgaba. El cristianismo evangélico para Stott, comienza siempre con la autoridad de la Biblia. Para él, era algo fundamental. A sus 17 años, comenzó a subrayar en rojo lo versos del Nuevo Testamento que le había regalado Bash –el evangelista de la Unión Bíblica (Scripture Union) que visitaba las elitistas escuelas privadas que en Inglaterra se llaman “públicas”, para alcanzar la generación que iba a dirigir el país–. A la vez, comenzó otra serie de cuadernos, junto a los de observación de pájaros. En ellos escribía notas de los sermones, estudios bíblicos y charlas sobre la vida cristiana.
Esos últimos años en Rugby llevó a varios compañeros a la fe. El verano de 1938 fue de nuevo, al continente, para aprender francés, pero luego fue a ayudar a Bash en el campamento de la Unión Bíblica. Vino de Francia con una botella de vino de regalo, sin saber que él –como muchos evangélicos ingleses– no tomaban alcohol. El curso siguiente invitó a otros alumnos a un retiro de Pascua, a la vez que se hacía cargo del estudio bíblico del “asunto de Bridger” –como él lo seguía llamando divertidamente, por el alumno que le invitó al principio–. Un compañero de clase dio profesión de fe (Philip Thomson), pero otro se apartó (David Jenkins) por la presión del grupo que ridiculizaba a los que iban a la reunión, el domingo después de comer. De ambos casos aprendió Stott.
Cambridge en los años 40
En los años 30 menos del 2% de los jóvenes británicos de 18 años entraba en la universidad, pero en los 40, todavía menos. Son los años de la Batalla de Inglaterra, tiempos de máscaras de gas, refugios para los bombardeos y ausencia de todos los chicos que tenían de veinte años en adelante. La ciudad estaba llena de evacuados. Casi una decena de residencias de las facultades estaban llenas de aviadores militares en formación, porque la RAF tenía su base allí. Por la noche había un apagón, porque durante horas los bombarderos alemanes destruían las casas y no se podían encender las luces.
Trinity College había sido fundado por Enrique VIII y era la Facultad más importante de toda Inglaterra. Allí sólo se aceptaban estudiantes de los colegios más elitistas. Era un medio entonces, exclusivamente masculino –sólo había dos universidades en Inglaterra para mujeres, entonces, Newnham y Girton–. Stott no tenía sus habitaciones en el patio principal más conocido, sino al otro lado de la calle. Era un dormitorio con un salón de estar en el primer piso en lo que llamaban “la mesa de billar”, por el patio rectangular conocido como “el Jardín del Edén”. Este fue su espacio de estudio durante cuatro años, dirigido por un tutor, especialista en Derecho romano, Patrick Duff –luego catedrático de Derecho Civil–.
Fue aquellos años en la universidad que John Stott empezó a levantarse temprano, un hábito que mantuvo toda su vida. Comenzó a despertarse a las seis, pero luego a las cinco. Durante hora y media leía la Biblia y oraba en la práctica que denomina en los diarios con sus iniciales, QT (Quiet Time) –o sea tiempo devocional, literalmente “tranquilo”, como le había enseñado ya Bash a llamarlo–. Luego leía el periódico, que solía ser The Times, e iba a desayunar al comedor a las ocho. Compensaba las pocas horas de sueño con un tiempo de “siesta” –como lo llaman en inglés con la palabra española–, algo poco habitual en una cultura que usa hasta la media hora de comer para hacer reuniones –aunque Churchill mantenía esa misma práctica–.
Estudiantes cristianos
El movimiento de estudiantes evangélicos nace en Cambridge con la formación de CICCU (Cambrige Inter-Collegiate Christian Union) en 1876, aunque tiene sus raíces en el ministerio de Charles Simeon casi un siglo antes, como miembro de la junta rectora de King´s College y pastor de la iglesia de la Santa Trinidad (Holy Trinity). Tiene un distintivo carácter evangélico, basado en la teología bíblica con un ámbito interdenominacional y énfasis misionero. En otras universidades se le llama simplemente Unión Cristiana, pero en Cambridge sigue siendo conocido por las siglas CICCU –pronunciadas como “Kick-You”, un juego de palabras para dar la idea de espabilarse, “darse una patada”, literalmente–.
El grupo tenía su base en la iglesia evangélica anglicana de Trinity, donde predicó durante más de medio siglo Simeon, que se había “propuesto no conocer nada más que a Jesucristo crucificado”. Se solían reunir en el edificio que construyeron al lado del templo en honor al misionero del siglo XIX en la India y Persia, Henry Martin, convertido bajo el ministerio de Simeon. CICCU rompe con el Movimiento de Estudiantes Cristianos (SCM) en 1910, que había abrazado la teología liberal en cuanto a la Biblia, la Cruz y la Deidad de Cristo. Su primer presidente fue el futuro arzobispo de Sidney, Howard Mowll.
Tras la Primera Guerra Mundial, muchos excombatientes van a la universidad. La dirección del SCM hace un intento de acercamiento al CICCU en 1918 con la idea de que aporte algo de su calor devocional evangélico y entusiasmo evangelístico al movimiento original, debilitado por la guerra. El presidente del CICCU entonces era Norman Grubb. Tras las conversaciones que tuvieron en Trinity, Grubb concluyó que “no podían unirse a algo que no mantenía la sangre expiatoria de Jesucristo como centro”. Esto era tan importante para Stott, que lo menciona en su libro sobre La Cruz de Cristo como ejemplo del carácter esencial de esta doctrina.
La centralidad de la cruz
Los años que estudia en Cambridge de 1940 a 1945, el grupo bíblico universitario, dice Stott, que le dio “amistades, enseñanza, libros y oportunidades de servicio”. Los domingos por la mañana asistía a la iglesia de San Pablo o la otra congregación anglicana de Cambridge, más conocida por su fe evangélica, la Iglesia Redonda del Santo Sepulcro. Aunque Stott nunca se hizo miembro del CICCU –formalmente–, asistía a todas sus actividades, junto a su compañero de Facultad, Oliver Barclay. Dos años mayor que él, Barclay venía de una conocida familia evangélica, hijo de misioneros en Japón. Los dos cantaban en el coro de Trinity, antes de ir a la predicación evangelística que organizaba CICCU en Holy Trinity, los domingos por la tarde.
La principal referencia teológica que tenía Stott en Cambridge era John Wenham (1913-1996). Pastor de la iglesia de San Mateo, era ocho años mayor que “el tío John”. Una vez le invitó a hablar en su congregación sobre las Últimas Cosas. Por influencia de Bash, Stott tenía la Biblia de Scofield y presentó un esquema dispensacional de escatología, sobre un Reino milenial. Wenham le mostró “el error de su postura”. Fue también él quien le introdujo a la monumental biografía en dos volúmenes del misionero en China, Hudson Taylor. De ella aprendió –dice–, sobre la fidelidad de Dios y la necesidad de tener fe como un niño, tanto en el ámbito material como en el espiritual.
Alguno se preguntará cómo conciliaban Stott y Barclay su pacifismo no violento con la doctrina de la ira de Dios mostrada en el carácter expiatorio de la Cruz. Lejos de ser contrapuestos, para ellos, es la Cruz la verdadera base de la no-violencia. Cuando el apóstol Pablo dice a los Romanos que debemos renunciar a la venganza (12:19), es porque la ira de Dios pertenece al Juicio final. El cristiano no debe devolver mal por mal (v. 17), porque Cristo sufrió en nuestro lugar, como dice Pedro (1 P. 2:21-24). La justicia de Dios mostrada en la Cruz es la razón por la que debemos “estar en paz con todos” (Ro. 12:18).
La teología evangélica clásica considera que este no es un tema con el que podamos jugar. Podemos tener una actitud abierta en muchas cosas, pero la naturaleza expiatoria de la redención no es una forma más de entender la Cruz. Está en el centro mismo de la doctrina cristiana. No hay forma de poder buscar la justicia sin reconocer que esta es realizada plenamente en la Cruz y será finalmente manifestada en el juicio futuro. Es por eso, que podemos mostrar gracia y amor para con todos. Si la ira de Dios no se revela en la Cruz, lo que habrá es un deseo de venganza, aunque esté disfrazado de los mayores ideales. Sólo es posible renunciar a la violencia por la violencia de la Cruz. Esta es la maravilla del Evangelio.
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