Susana Wesley, una mujer que marcaría historia
Fue la madre de John y Charles Wesley, que sin su madre no llegarían a ser lo que posteriormente fueron.
25 DE MARZO DE 2018 · 07:20
"Ayúdame, Señor, a recordar que religión no es estar confinada en una iglesia o en un cuarto, ni es ejercitarse solamente en oración y meditación; sino que estar siempre en tu presencia".
Susana Wesley
Todavía recuerdo con absoluta nitidez, el día y el momento en el que supe que estaba esperando a mi primera hija. Recuerdo la alegría tan grande que me llevé, había sido buscada con mucho cariño y, aquella mañana, mientras estaba sola en mi casa, lo primero que hice fue arrodillarme a los pies de la cama y darle gracias a mi Dios por aquel maravilloso y esperado regalo, al tiempo que lo entregaba en Sus preciosas manos; fue la primera de mis oraciones por ella que terminarán cuando el Señor me lleve con Él. ¡Por supuesto que también lo he hecho con el resto de mis hijos! Pero aquel momento fue tan especial, que no podré olvidarlo nunca. Después llamé por teléfono a mi marido. Puede que a algunos os pueda parecer que invertí el orden, yo creo que no, ni me lo pensé, antes de nada, me tuve que postrar ante mi Señor.
Unos cuántos años después, mi querida amiga Rubina Winter me contó, ¿sabes qué me dijo en una ocasión una tía mía?... Ruby, ¿ya has puesto a tus hijos sobre el altar?... Los hijos hay que ponerlos sobre el altar cuando aun usan pañales, ¡no llegues tarde! Me hizo sonreír, yo había puesto a cada uno de ellos en el altar cuando apenas estaban en mi vientre.
Desde siempre me conmovió la historia de Susana Wesley, realmente una madre diez, que crió a todos sus hijos para el Señor. ¡No! No fue todo como ella quisiera con algunos, y aquí debemos de pensar un poco en algunas cosas que decimos un tanto a la ligera. Susana, hija de un reconocido pastor anglicano, conoció a su marido Samuel cuando tenía 13 años y él 19. Terminó en boda, pero eso no fue garantía de “eternas felicidades”; Samuel era un tanto… Digamos peculiar, el orden y las financias no eran lo suyo, dejó temporalmente a Susana en varias ocasiones; a veces por simples diferencias de opinión ante las que ella no cedía. No todo fue “miel con hojuelas “ en su vida, le murieron unos cuantos hijos, la economía se arrastraba siempre mal, a pesar de todo su amor y esfuerzo, no la totalidad de sus hijos siguieron hasta el final al Señor; pero fue la madre de John y Charles Wesley, creo que sin su madre no llegarían a ser lo que posteriormente fueron, y algo que me emociona, a pesar de muchas cosas jamás perdió ni el más grande amor ni el buen trato con todos sus hijos. El final de cada uno, sólo lo sabe el Señor, pero imagino que todo lo dado por Susana, marcó para siempre las vidas de todos los hijos que pudo criar. ¡Un ole bien fuerte por ella desde está tierra mía, para una mujer inglesa de hace siglos hija de un pastor anglicano de Inglaterra!
Confieso que me ha llevado horas leer todo lo que “cayó en mis manos” no sólo sobre la vida de Susana Wesley; sino de todo lo concerniente al movimiento Metodista. Conocía muchas cosas, otras las he tenido que repasar y ver desde distintos ángulos. También confieso que si algo me echaba un poco para atrás de todo esto, era precisamente eso, la férrea disciplina, las reglas estrictas, ¡lo siento! “De España veeeeengooo, de España soooyyyy….” Mejor no sigo, ¿cierto?. Pero si pude reafirmar algunos datos que conocía, el ver como todas las cosas se ven de forma diferente desde el prisma único del escritor; me leí en unas cuantas versiones los 25 puntos fundamentales de fe del Metodismo y la biografía de Susana. Y si algún regusto maravilloso me ha quedado, entre muchos otros, es el poder comprobar unos cuantos siglos después, que una mujer que ora, es una mujer que ora; que una mujer que se entrega, es una mujer que se entrega, aquí o en la “Conchinchina”; que aunque pasen siglos, Dios es el mismo, y que un hombre o una mujer a los que Dios toma, si ellos se dejan, puede logran maravillosos imposibles con ellos, será vidas que trascenderán y bendecirán por siempre.
Susana Wesley fue la mayor de 25 hermanos y la madre de diecinueve hijos. John, su decimoquinto hijo, fundador del Metodismo, nació en Epworth, Inglaterra, en la misma ciudad donde también nació Charles, su hijo decimoctavo, compositor de himnos. Ella soportó privaciones, pero nunca se desvió de la fe y de la misma manera enseñó a sus hijos.
El hogar de Susana Wesley en Epworth era un hogar cristiano no totalmente perfecto, y allá, en su ‘iglesia doméstica’, ella plantó la primera semilla del metodismo y la mantuvo viva a través de sus atentos cuidados. Su hijo John nunca se olvidó de los cultos que su madre llevaba en su casa los domingos por la noche. En un comienzo ella los dirigía en su amplia cocina; pero después, por el aumento del número de participantes, la pequeña reunión se extendió por toda la casa y el granero.
John Wesley sentía que, si su madre podía ganar almas, otras mujeres también podrían involucrarse en este servicio de amor. Muchas mujeres se hicieron cooperadoras valiosas en el movimiento metodista debido al estímulo recibido de John Wesley. El autor Isaac Taylor dice: “Susana Wesley fue la madre del metodismo en el sentido moral y religioso. Su valor, su sumisión y autoridad, la firmeza, la independencia y el control de su mente; el fervor de sus sentimientos devocionales y la dirección práctica dada a sus hijos, brotaron y se repetirían muy notoriamente en el carácter y conducta de su hijo John”.
Pocas mujeres en la historia poseerían la sensibilidad espiritual, el vigor y la sabiduría de Susana Wesley.
En Oxford, Charles era un miembro del llamado “Club Santo”, que se reunía a leer el Nuevo Testamento en griego. John se juntó a un pequeño grupo y luego llegó a ser su líder. Eran jóvenes piadosos que visitaban a los pobres y enfermos, prisioneros y endeudados, vivían sin lujo, pasando por muchas necesidades a fin de poder ayudar a otros. Viviendo de acuerdo con el método enseñado por su piadosa madre, aquellos jóvenes fueron apellidados “metodistas”.
El entrenamiento que Susana Wesley dio a sus hijos fue mencionado en una carta que ella escribió a su hijo mayor, Samuel, el cual también llegó a ser un predicador: “Considere bien que la separación del mundo, pureza, devoción y virtud ejemplar son requeridas en aquellos que deben guiar a otros a la gloria. Yo le aconsejaría organizar sus quehaceres siguiendo un método establecido, por medio del cual usted aprenderá a optimizar cada momento precioso. Comience y termine el día con el que es el Alfa y la Omega, y si usted realmente experimenta lo que es amar a Dios, usted redimirá todo el tiempo que pudiere para Su servicio más inmediato. Empiece a actuar sobre este principio y no viva como el resto de los hombres, que pasan por el mundo como pajas sobre un río, que son llevados por la corriente o dirigidas por el viento. Reciba una impresión en su mente tan profunda como sea posible de la constante presencia del Dios grande y santo. Él está alrededor de nuestros lechos y de nuestras trayectorias y observa todos nuestros caminos. Siempre que usted fuere tentado a cometer algún pecado, o a omitir algún deber, pare y dígase a sí mismo: “¿Qué estoy por hacer? ¡Dios me ve!”
Susana practicaba lo que predicaba a sus hijos. Aunque dio a luz diecinueve hijos entre 1690 y 1709, y era una mujer por naturaleza frágil y ocupada con los muchos cuidados de su familia, ella apartaba dos horas cada día para la devoción a solas con Dios. Susana tomó esta decisión cuando ya tenía nueve hijos. No importaba lo que ocurriese, al sonar el reloj ella se apartaba para su comunión espiritual. En su biografía Susana Wesley, la madre del metodismo, Mabel Brailsford comenta: “Cuando nos preguntamos cómo veinticuatro horas podían contener todas las actividades normales que ella, una frágil mujer de treinta años, era capaz de realizar, la respuesta puede ser hallada en esas dos horas de retiro diario, cuando ella obtenía de Dios, en la quietud de su cuarto, paz, paciencia y un valor incansable”.
Las pruebas que Susana soportó podrían haberla aplastado. Solamente nueve de sus diecinueve hijos sobrevivieron hasta la vida adulta. Samuel, su primogénito, no habló hasta los cinco años. Durante aquellos años ella lo llamaba “hijo de mis pruebas”, y oraba por él noche y día. Otro hijo se asfixió mientras dormía. Aquel pequeño cuerpo fue traído a ella sin ninguna palabra que la preparase para enfrentar lo que había sucedido. Sus gemelos murieron, al igual que su primera hija, Susana. Entre 1697 y 1701 cinco de sus bebés murieron. Una hija quedó deformada para siempre, debido al descuido de una empleada. Alguno de sus hijos tuvieron viruela.
Otras dificultades la persiguieron. Las deudas crecían y el crédito de la familia se agotaba. Su esposo, que nunca fue un hombre práctico, no conseguía vivir dentro del presupuesto de su familia, y si no hubiese sido por la diligencia de su mujer, con frecuencia no habrían tenido alimento.
Desde el punto de vista puramente material, la historia de Susana fue de una miseria poco común, privaciones y fracaso. Espiritualmente, en cambio, fue una vida de riquezas verdaderas, gloria y victoria, pues ella nunca perdió sus altos ideales ni su fe sublime. Durante una dura prueba, ella fue a su cuarto y escribió: “Aunque el hombre nazca para el infortunio, yo todavía creo que han de ser raros los hombres sobre la tierra, considerando todo el transcurso de su vida, que no hayan recibido más misericordia que aflicciones y muchos más placeres que dolor. Todos mis sufrimientos, por el cuidado del Dios omnipotente, cooperaron para promover mi bien espiritual y eterno ... ¡Gloria sea a Ti, oh Señor!”
En su escuela doméstica, seis horas por día, durante veinte años, ella enseñó a sus hijos de manera tan amplia que llegaron a ser muy cultos. No hubo siquiera uno de ellos en el cual ella no hubiese depositado una pasión por el aprendizaje y por la rectitud.
Cierta vez, cuando su marido le preguntó exasperado: “¿Por qué usted se está ahí enseñando esta misma lección por vigésima vez a ese muchacho mediocre?”, ella respondió calmadamente: “Si me hubiese satisfecho con enseñarla diecinueve veces, todo el esfuerzo habría sido en vano. Fue la vigésima vez la que coronó todo el trabajo”.
Siendo ya un hombre famoso, su hijo John le rogó que escribiese algo sobre la crianza de los hijos, a lo que ella consintió con renuencia: “Ninguno puede seguir mi método, si no renuncia al mundo en el sentido más literal. Hay pocos, si es que los hay, que consagrarían cerca de veinte años del primor de su vida con la esperanza de salvar las almas de sus hijos”.
Ella comenzaba a entrenar a sus hijos al poco de nacer, por un método de vida bastante riguroso. Desde el nacimiento ella comenzaba también a entrenar sus voluntades, haciéndoles entender que deberían obedecer a sus padres. Ellos eran enseñados, asimismo, a llorar despacio, y a beber y comer sólo lo que les era dado. Comer y beber entre las comidas no les era permitido, a no ser que estuviesen enfermos. A las seis de la tarde, apenas las oraciones familiares habían terminado, ellos cenaban. A las ocho se iban a la cama y debían dormir inmediatamente. “No era permitido en nuestra casa”, informa uno de sus hijos “sentarse cerca del hijo hasta que él dormía”. El gran ruido que muchos de nuestros hijos hacen era raramente oído en casa de los Wesley. Risas y juegos, en cambio, era los sonidos habituales.
El bienestar espiritual de sus hijos interesaba mucho a Susana. Ella les inculcó un aprecio por las cosas del Espíritu y llevó adelante esta enseñanza hasta sus años de madurez. Incluso siendo mayor, su hijo John venía donde su piadosa madre en busca de consejo. No sólo para los metodistas, sino para todo el mundo, Susana Wesley dio una nueva libertad de fe, un nuevo brillo de religión práctica y una nueva intimidad con Dios.
No es de admirar que esta madre que tan frecuentemente oraba “dame gracia, oh Señor, para ser una cristiana verdadera”, produjese un gran cristiano como John Wesley. Ella oraba: “Ayúdame, Señor, a recordar que religión no es estar confinada en una iglesia o en un cuarto, ni es ejercitarse solamente en oración y meditación, sino que es estar siempre en tu presencia”.
En octubre de 1735, sus hijos John y Charles Wesley fueron a Estados Unidos como misioneros a los indios y a los colonizadores. Al despedirse de ella, John le expresó su preocupación en dejarla, siendo ella ya mayor. A lo que respondió: “Si tuviese veinte hijos, me alegraría que todos ellos fuesen ocupados así, aunque nunca más los volviese a ver”.
Al regresar a Inglaterra, John reasumió sus predicaciones por todo el país. Años después, Susana tuvo el inmenso gozo de oírlo predicar noche tras noche a cielo abierto, a una audiencia que cubría toda la cuesta de Epworth. Él se acordaba de las reuniones de su madre en Epworth cuando la oía predicar en las noches de domingo para doscientos vecinos que se aglomeraban en la casa pastoral.
Cuando los metodistas alcanzaron pleno vigor, la vida de Susana llegó a su fin. Un domingo de julio de 1742, mientras John predicaba en Bristol, le fue avisado que su madre estaba enferma, y regresó aprisa. El viernes siguiente ella despertó de su sueño para exclamar: “Mi querido Salvador, ¡estás viniendo a socorrerme en los últimos momentos de mi vida!”.
Más tarde, cuando los hijos estaban alrededor de su lecho, ella dijo: “Hijos, tan pronto como yo haya sido trasladada, canten un salmo de alabanza a Dios”. Ella murió en el lugar donde la primera Capilla Metodista fue abierta y fue sepultada en el cementerio al lado opuesto donde treinta y cinco años más tarde su hijo John construyó su famosa capilla. Cierta vez, John dijo sobre aquel funeral: “Fue una de las reuniones más solemnes que yo vi, o espero ver, en este lado de la eternidad”.
¡¡Gracias mi querida Susana, por el ejemplo de vida que me has dejado!! Y porque en esta noche en la que he profundizado en tu vida, se me han roto algunos esquemas preconcebidos que me hacían mirarte un tanto de lejos. Bendigo a mi Señor por alguien como tú, has sabido compendiar en tu vida y ejemplo todo lo bueno y en su justa medida, y esto, dicho por una mujer bien sanguínea y… Entre gallega y latina, bien distinta a una mujer británica de hace siglos, te aseguro que tiene mucho valor. ¡Gracias por bendecir mi vida entre la de miles!
¡¡Muchas gracias Señor de mi vida por bendecir mi vida a cada instante, en esta noche de un modo muy especial, y gracias por la preciosa madre que me has dado, ella también me puso sobre el altar cuando fue tiempo!!
¿Qué otra cosa podría hacer más qué amarte y servirte? ¡Te amo con todo mi ser!
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